Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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de perfumes; al contrario de otros imanes había renunciado al sueldo. Hablábamos mucho con él, albergaba la ilusión de convertirnos a su causa…, si fracasó no fue por falta de argumentos; solía decir: «Al igual que Jesucristo vino a perfeccionar la Ley de Moisés cuando los hombres habían olvidado los mandatos divinos, así Havat Ahuerad de Qadian es para el Islam, el Mesías prometido de nuestro tiempo, profeta discípulo de Mahoma». A los que se acercaban a su pequeño tenderete les decía: «La fragancia de este perfume no durará mucho tiempo entre vosotros pero yo tengo otro aroma espiritual que sí lo va a estar permanentemente; si lo desean pueden tomar una tarjeta y contactar conmigo». Así, la gente iba a su casa y él ofrecía el mensaje del Islam. Aunque públicamente no podía ejercer actividades religiosas, gozaba de una cierta permisividad a raíz de enviar a Franco un ejemplar de su libro La filosofía de las enseñanzas del islam, que Franco agradeció en una misiva: «Su lectura ha sido muy gratificante para mí y se lo agradezco de todo corazón», carta que presentaba a la policía cuando era requerido para abandonar su labor pastoral entonces prohibida en el país. Su mujer e hija mayor llevaban siempre la cara cubierta con velo y nuestra inocente e insustancial meta era verlas sin él cuando salían al patio interior a tender ropa, algo que conseguimos en contadas ocasiones. Karan era un personaje que caía bien a todo el que lo trataba, lástima que nuestra precariedad económica nos impidiera ayudarlo. Miguel, un paisano del que hablaré más adelante, que había estado a punto de “Cantar Misa”, siempre finalizaba las disquisiciones teológicas con el indio alegando en favor del cerdo que «hasta los andares tiene bonitos», provocando con ello sus carcajadas.

      El piso enfrentado al de Karan estaba habitado por un emigrante extremeño, don Rogelio, su mujer y dos hijas; la mayor, muy agraciada, simpática y saliente de la adolescencia, luchó lo indecible por ennoviar con alguno de nosotros; su trasiego de subidas y bajadas a nuestro piso era incesante, tanto como el nuestro al suyo cuando don Rogelio y señora salían de casa. Sol, tan bello y curioso era su nombre, a la que yo auguraba que «no se me escaparía ni con alas», se nos escapó a todos pero no a otro compañero, el segundo de la promoción, con el que se casó a los pocos meses de finalizar la carrera. Pablo, que no era de nuestro grupo de clase, debió conocerla en otro ambiente y actuar con mayor inteligencia.

      Adicta a programas de radio en directo como concursos y emparejamientos, en el transcurso de uno de ellos fuimos testigos de su jovialidad ante la intervención de un chico que deseaba conocer a una chica de su edad, veinte años, con ciertas características; Fina llamó al programa con su voz aniñada para ofrecerse como la candidata ideal: joven, guapa, rubita, pechos ni chicos ni grandes, un metro ochenta de estatura… y allá que se citó para esa misma tarde en la glorieta de Luca de Tena con el joven; llevaría vestido negro con una flor roja en el pecho y él camisa de cuadros configurados por líneas rojas y azules; puntual y tan confiada como siempre asistió al encuentro solo para observar al chico y ver su reacción ante el plantón de la chica; al regreso lamentaba la diferencia de edad, «¡El chico estaba muy potable! ¡Qué pena!». En su pasión por la radio nos inoculó el virus y en más de una ocasión visitamos los programas de José Luis Pecker y Boby Deglané; en uno de ellos fuimos espectadores de una de las primeras actuaciones del Dúo Dinámico cuando aún no habían llegado a ser el fenómeno de masas que más tarde serían; fieles a la estética imperante de pantalón informal acampanado, guitarras en bandolera y chaleco rojo, provocaban tal delirio que las chicas gritaban como poseídas, se tiraban de los pelos, intentaban rozarlos pese al importante cordón de seguridad… Yo, atónito, iba tomando conciencia de que me había convertido en fan a la española de los pioneros del Pop como tantos otros de mi edad lo eran de Elvis en Estados Unidos o de los Beatles en Gran Bretaña; la persistencia de su música en los guateques: Quince años tiene mi amor, Quisiera ser, Oh Carol, Lolita… asocian mis recuerdos a los primeros escarceos amorosos en esta etapa de mi vida. Su corazón, el de Fina, era tan grande, que consciente de nuestras penurias económicas cocinaba todos los domingos para nosotros, elaboraba una gran ensalada utilizando el barreño de la ropa, eso sí, «tras un lavado en profundidad», solía decir cuando se lo recriminábamos.

      Superado el selectivo y la malsana costumbre de cribar alumnos, comenzábamos los cursos específicos de la profesión, menos estresantes y de mayor utilidad. Caminos, Ferrocarriles, Hidráulica, Puertos, Estructuras, Resistencia de Materiales… aprobé todo con un esfuerzo prudencial. Aprendí con interés a calcular vigas, pórticos, dosificar hormigones, calcular redes de abastecimiento y saneamiento… y a elaborar planos de oleaje con las teorías del Profesor Iribarren, seguidas en todo el mundo. Jamás imaginé que se pudiera hacer un plano del oleaje: conocidos el fetch o longitud rectilínea a lo largo de la cual puede incidir el viento, la batimetría de los fondos marinos próximos a la costa y la longitud de onda de las olas, se obtenía el emplazamiento idóneo de diques y bocanas del puerto en cuestión, un orgasmo llegar al final y orientar tus propios diques de abrigo para que las olas no entraran en él. Una gozada para mi insaciable curiosidad natural.

      En las primeras semanas alguien planteó la fundación de una Tuna y se realizaron pruebas selectivas a las que me presenté y fui admitido como vocal-solista; acudí a un profesor para educar la voz y mejorar la vocalización; el exceso de aspirantes instrumentistas de cuerda y percusión influyó en la configuración de un grupo con gran calidad musical; como abanderado(s) y panderetas los más golfos y descarados, como siempre. Elegimos el repertorio y ensayamos durante un par de meses. El problema de indumentaria lo resolvimos alquilando en los almacenes de unos estudios cinematográficos que se ubicaban por Chamartín en los que se podía encontrar de todo. Escogimos, según tallas: capa, jubón, camisa, calzas, abullonadas o cervantinas, zapatos y beca color azul turquí. La capa, que teóricamente debería ser utilizada para protegernos del frío, era soporte testimonial de la condición de viajero incansable y galán; sobre ella se exhibían escudos de ciudades que no habíamos visitado en hipotéticas correrías y una colección de cintas multicolores bordadas con dedicatorias amorosas a otros, recibidas tras una serenata a una novia, amiga o madre que, obviamente, no eran las nuestras; seríamos portadores de mensajes amorosos que habían muerto, sido enterrados y cubiertos de polvo en una vieja y desvencijada nave. Solo estrenábamos el escudo identificativo que debería figurar sobre la beca en el que no faltaban los clásicos puente y ancla identificativos de la Obra Pública. Por el mes de marzo, aprovechando la llegada de la primavera decidimos debutar; nuestra tuna no albergaba pardillos —todos lo éramos—, ni neófitos; de la noche a la mañana todos nos convertimos en tunos de verdad, cada uno con su mote, como el sanguijuela o el bienpeinao, sobran los por qué y se llevó a efecto el ritual de imposición de beca: «Tuno eres y tuno serás». Planificamos diez serenatas y se elaboró una relación con las propuestas de aquellos que tenían un amor declarado en la capital o un proyecto de amor, también ellos decidieron sobre itinerarios y prioridades. Quedamos citados un sábado a las once de la noche en la calle Lagasca donde elevaríamos al aire nuestra primera serenata a dos amigas, estudiantes de Farmacia, que casualmente salían con dos tunos; antes tomamos varias copas en un bar próximo para alcanzar «el punto» idóneo. La serenata se desarrolló muy bien: a Cintas de mi capa, le siguieron Tuna compostelana, La Aurora… Las chicas nos obsequiaron con unas botellas de coñac y anís que bebimos en un pis-pas; en metro nos desplazamos a Arturo Soria, la noche se nos iba y algún enamorado comenzaba a impacientarse, a ese paso no llegaríamos a la quinta serenata y su amada quedaría esperando; el exceso de alcohol nos condujo —como suele ocurrir— a la discordia; alguien propuso cambiar la ruta para verse favorecido, al final afloraron los insultos, algún guitarrazo y bandurrias pisoteadas…, el caos. Fundamos una Tuna tan efímera que su historia se condensa en tres serenatas.

      Pasada la Navidad llegaron a casa de Fina dos personajes que revolucionaron el «convento»: el citado Miguel, apodado Tinajas, un poquito bruto, frescachón, bajito, medio calvo y gordito, que llegó en busca de trabajo y de la identidad perdida al haber abandonado el seminario cuando le faltaba un estornudo para alcanzar el diaconado; también para alegrarnos la vida por su simpatía; reíamos al verlo ante el espejo mofándose de su propio físico: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me habrás hecho tan bonito y tan gracioso?»; cada vez que veía a Fina con sus kilos de oro en las manos la enrabietaba sin piedad: «Fina, ¡qué no habrá tenido usted que putear en Argentina para conseguir todo eso!», la respuesta no se hacía esperar: «¡Bueno y qué!, cada uno hace con su


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