Se muere menos en verano. José Garzón del Peral
Читать онлайн книгу.en un baile sin fin. El mar, sereno o alterado, me sorprendió, no lo vi iracundo o amenazante pero sí intuí su poder devastador.
De regreso al hotel, siguiendo los consejos del recepcionista, nos encaminamos a un club Fallero; estaba lleno, no cabía un alfiler; acodados en la barra esperamos a que quedara libre una mesa, fueron solo unos minutos que nos sirvieron para radiografiar la clientela, gente joven y heterogénea, salpicada por varios grupos de homosexuales que se afanaban en pasar desapercibidos… era otra época. El presentador, arropado por una orquesta excelente, anunció la actuación de la «Revelación de la canción moderna, Anastasia Bruguera». En un escenario tuneado con luces de colores, ella, joven, retadora y bella, lucía un top suelto azul pavonado que dejaba ver el ombligo sobre una minifalda blanca y unos tacones de vértigo… tenía aspecto de diva, de abanderada de una nueva modernidad, amén de una voz envidiable y «tablas»; entre canciones bromeaba con el público haciendo gala de un agudo sentido del humor del que fui sujeto pasivo: bromas y risas se congelaron cuando ella pidió al «eléctrico» que posase un gran foco sobre mí… «y ahora, dedicada al chico de las gafitas negras de pasta, sí, el del foco, no te escondas, la canción Nadie te podrá querer»; por un instante desee desaparecer, ¡qué bochorno!, yo no había sido jamás el centro de nada, ni lo anhelaba y encima tenía que aguantar la chanza de los compañeros; solo había sentido un bochorno semejante cuando mi hermano no lograba saltar el potro en las pruebas de selección para acceder a las Milicias Universitarias. Anastasia comenzó a cantar provocando y finalizó de igual manera: sin apartar la mirada de mí, movimientos sensuales, guiños y besos al aire, competían con una bella melodía y su pegadizo estribillo, algo así como… «Nadie te podrá querer como yo te quiero… nadie, nadie, nadie… nadie te podrá adorar como yo te adoro»... Terminada la actuación se acercó a nuestra mesa y, sentándose a mi lado, pidió una copa para todos; en segundos, un señor mayor, de unos cuarenta años, se le acercó para susurrarle al oído: «Vas a cometer un infanticidio», ella lo largó con viento fresco… «Es un pesado, no deja de acosarme todas las noches»; tras presentarnos, explicamos el motivo de nuestro viaje, lo normal en esas situaciones, me pidió que la esperara al final de la actuación y se marchó de nuevo al escenario. Alucinaba, no entendía que siendo mis compañeros mayores en edad y más atractivos, se hubiese fijado en mí que era casi un niño; entre bromas fui observando cómo con cualquier excusa y uno a uno, los compañeros se iban desgajando de la reunión, los dos últimos desaparecieron con el pretexto de buscar a los restantes. Se fueron sin pagar, a sabiendas de que yo no tenía dinero para sufragar la cuenta de todos; no podía creerlo, comencé a sentirme mal ante lo que se avecinaba; hacia las dos de la madrugada Anastasia apareció enfundada en un ligero abrigo negro, «Ea, vámonos», me levanté acongojado y suspiré cuando nos hubimos alejado lo suficiente del club sin que nadie me siguiera para reclamar la cuenta; no era consciente que comenzaba lo peor: «Bueno, ¿qué? ¡Esto no lo esperabas!, anda llévame a tomar una copa donde quieras, aunque a estas horas como no sea por el mercado… vamos allá. Te preguntarás por qué precisamente tú; el amor suele surgir con solo una mirada… con solo clavar mis ojos en los tuyos he sentido como me aumentaba el ritmo cardiaco y una intensa excitación, mi mente tiene almacenada la imagen del chico que busco y en cuanto me he topado contigo ha sonado la alarma». No sabía qué decir, mis carencias juveniles comenzaron a manifestarse alimentando, aún más, su morbo; tardó poco en ofrecerse, se había cogido de mi brazo mientras caminábamos lentamente como dos enamorados, celebraba mis pocas ocurrencias con una risotada y un beso mientras su pecho me rozaba con insistencia, tenía toda la artillería desplegada; de repente paró en seco, se colocó frente a mí y me besó apasionadamente: «Mira, lo he pensado mejor, vámonos a una pensión que conozco por aquí cerca». Temblé. Le hice ver que no llevaba carnet de identidad y que solo disponía de veinticinco pesetas… nos pedirían el Libro de Familia, algo habitual en la época… me faltaban excusas: «¿No sería mejor dejarlo para mañana y planificarlo mejor?»… Quedó pensativa, me tomó de la mano y me arrastró hasta un banco próximo donde clavando sus ojos en los míos se sinceró: «Me he enamorado perdidamente de ti y solo tengo dos días para conquistarte, por favor no saques la conclusión de que soy frívola, que me voy con cualquiera o llevo una vida licenciosa por trabajar sobre un escenario… Soy una chica normal y formal, tengo otra hermana y una familia maravillosa que vive en Madrid, hice primero de Derecho y lo dejé porque estoy convencida que lo mío es esto, voy a grabar un disco próximamente, ya hemos finalizado la maqueta. Por mi físico podría tener los hombres que quisiera, pero, créeme, solo me he acostado con un compañero de facultad con el que llevaba saliendo dos años y me fue fatal; después de hacerlo quedé tan hundida que salté de la cama, empecé a tambalearme, lloré amargamente y di vueltas a la habitación, medio desnuda; tenía miedo a convertirme en un ser vulnerable y no ser la misma después de haberme iniciado en el sexo y haber fallado a mis padres… Tras una larga depresión fui víctima de lo que llaman erótica del poder y salí unos meses con el profesor de Derecho Natural, pasó de todo menos acostarme con él; descubrí que estaba casado y opté por abandonarlo. Decidida a “pasar” del género masculino me centré en el canto y gané dos concursos de música ligera en Radio Madrid. Un ojeador de nuevos valores, valenciano, me ofreció grabar un disco y me buscó este trabajo, es el señor que se acercó a la mesa y me dijo lo del infanticidio, está obsesionado conmigo, ¿me comprendes ahora?, es la primera vez que me ocurre esto y no quiero perderte, no quiero. ¡Conóceme, por favor!». La acompañé a Mislata, donde residía, en uno de los últimos autobuses urbanos, con la promesa de vernos a las 10 de la mañana del siguiente día en la cafetería Barrachina, en el centro de Valencia. Aquella noche dormí poco rememorando lo sucedido y planificando lo venidero, intentaba justificar mi actitud: «Pedro, no te sientas culpable, acabas de desperdiciar la ocasión de tu vida, ¿qué hombre en su sano juicio hubiera actuado así?... bueno, estás a tiempo de reconducir la situación, quédate por ahora con los halagos, a todo el mundo le gustan los halagos, no nos engañemos, está en nuestra naturaleza».
Como era previsible llegué tarde al desayuno del hotel, los compañeros me recibieron con un gran aplauso adobado de bromas y comentarios soeces, lo único que les interesaba era «si me la había tirado o no». A las diez, hora de mi cita con Anastasia, el grupo salía para visitar el gigantesco portaviones USS Forrestal de la VI Flota de los EE.UU que estaba fondeado en altamar no muy lejos del puerto; los recogerían los propios marines en lanchas rápidas de desembarco. Durante el segundo café, este ya con mi enamorada, comenté mi frustración por no haber podido visitar el buque de guerra, me hacía ilusión… muy comprensiva propuso dirigirnos al puerto e intentar la visita por nuestros medios; en el puerto, albricias, una lancha de la dotación del portaviones permanecía anclada y vacía, justificamos al marine el retraso por una incidencia médica y se nos ofreció gustoso a trasladarnos y efectuar la visita; a una velocidad endiablada puso rumbo a altamar, la lancha dejaba a su paso una estela de espuma de la que no apartaba sus ojos Anastasia, sin duda le divertía; a mitad de camino nos cruzamos con las lanchas que transportaban, de regreso, a los compañeros de curso y viaje; al divisarnos se armó la de Troya: voces, ordinarieces, insultos cariñosos… noté como a ella le complacían, sonreía, se sentía ufana de ser la causante de mi notoriedad. El agua salpicaba nuestros rostros y camisas, los cabellos de ella ondeaban al viento, sus pechos comenzaban a manifestarse bajo la transparencia de una fina camisa pasada por agua que envolvía unos pezones que más parecían dedales, estaba bella e insinuante, tanto que el marine no le quitó ojo en todo el trayecto. La lancha se detuvo en un lateral del portaviones junto a una escala de tablas y esparto por la que trepamos para llegar a cubierta; sentí miedo al elevar la mirada y ver la gran cantidad de peldaños a salvar sin protección alguna… y como abajo las olas se estrellaban con vehemencia contra el casco del buque, una caída sería fatal, al fin llegamos a cubierta. Los aviones de combate despegaban y aterrizaban sin pausa, despertó mi curiosidad el despegue por catapulta y el aterrizaje por retención, ambas operaciones con la ayuda de un cable de acero que atravesaba la cubierta, diseñada en ángulo y convertida en pista de aterrizaje; para los despegues el portaviones navegaba en contra del viento, hacia proa y para los aterrizajes lo hacía hacia adelante, desde popa; con la catapulta se conseguía acelerar la velocidad de vuelo, elevando al avión hacia el final de la pista después de que sus motores alcanzaran la máxima aceleración posible; para el aterrizaje se confiaba en un gancho de parada que se enganchaba en el cable de la cubierta