Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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quito los tacones ni loca, antes muerta que sencilla, gracias a ellos tengo estas piernas como piedras. ¡Toca, toca!», le decía a Paco mientras movía la melena y ponía morritos al espejo; después, en plena exhibición, colocó su pierna derecha sobre un pequeño taburete y sensualmente se alisó la media con las dos manos hasta llegar a los corchetes del liguero y repitiendo la operación con la izquierda; no estimando suficiente la provocación elevó con ambas manos los pechos dejando aún más atolondrados a los dos adolescentes. La pelirroja, Emilia era su nombre, no se besaba porque no podía. Paco había aprendido, posiblemente de sus hermanas, a masajear las chicas frotando el cuello con una botella de champán hasta que el corcho saltaba solo: «¡Sigue, sigue…! —gemía Emilia—, ¡jamás me habían masajeado así! Necesito una ducha»; pidió a gritos una toalla y Lydia le ofreció una minúscula para que al salir con ella anudada a la cintura se le viese todo. «¡Qué! ¿Os gusto? Es que yo soy muy femenina y necesito sentirme guapa, no entiendo a esas mujeres que se esfuerzan en parecer que no van maquilladas, me gusta vestir bien, ir a los mejores modistos… Voy por la vida rescatando la belleza que me sale al paso, vosotros sois un ejemplo; ya me casé una vez con un arquitecto y me descasé muy pronto, no me seguía; además soy muy enamoradiza, me encanta obnubilarme y él no lo llevaba bien». La morena, Lydia, dueña de la casa, no desmerecía a Emilia; al parecer había trabajado en la sala de fiestas Pasapoga —Gran Vía—, de la que fue «liberada» por su marido, pero la cabra siempre tira al monte y lo cierto es que ambas se complementaban y rivalizaban en belleza y descaro, un clásico: mujeres ahogadas en la soledad, cuando no en alcohol, que se envuelven en una sensualidad agresiva si la vida les da la espalda. Lydia intentó suavizar la exhibición de su amiga:

      —Emilia, ¡qué forma de venderte! Deja que los chicos saquen sus conclusiones.

      —¿Venderme? ¡Venderte, tú!, que no has dejado trabajar a los albañiles de enfrente mientras tomabas el sol desnuda en el solárium.

      —Sí, la verdad es que las dos somos iguales, muy coquetas y con mucha vitalidad. Yo sí continúo casada, mi marido ha ido a París a un congreso, es mucho mayor que yo, os voy a enseñar unas fotos.

      Paco y Eduardo confesaban haber quedado petrificados, no podían creer que el marido fuera el catedrático más severo de la escuela. «Llevo una vida muy glamurosa, no lo voy a negar, me va todo… bueno casi todo, pero también hay veces en que me invade la soledad y entonces… me paro, analizo qué me está ocurriendo y obro en consecuencia. Me estoy poniendo trascendente, venga vamos a bailar». Los colegas llegaron a casa muy desmejorados, como si hubiesen librado una batalla, fueron literalmente engullidos, vilipendiados, la perplejidad aún anidaba en sus rostros, no podían creer lo ocurrido y tampoco haberlas dejado escapar «vivas» tras el sobeo al que habían sido sometidos; según Paco, se acojonó al pensar que pudiera enterarse el catedrático y ser suspendido in aeternum, yo lo achacaba más a su inexperiencia y al «mucho arroz para tan poco pollo». Los animé a que repitieran, puesto que esas situaciones no se presentan a menudo. Además, les decía: «Para mí sería un gustazo, si me suspende, haberme vengado previamente con su mujer». Se acobardaron tanto que la aventura quedó reducida a pasear en descapotable por Madrid con dos señoras espectaculares, comer y beber como su economía no les permitía, aprender a besar y ser besados, sentir los roces de pechos tersos y cuerpos esculpidos a golpes de dinero… y unos cuantos revolcones. Aquella noche tardé en dormirme más de lo habitual, le di mil vueltas a la aventura de Paco y Eduardo, para mí no se trataba solo del calentón de unas maduritas sino de la evolución de los principios que regían hasta entonces las relaciones de pareja… Para algunas mujeres avanzadas no era lo mismo subir a un coche diésel que a uno de gasolina, mis amigos eran «purasangre», «gasolina». Por supuesto las habría que consideraran infinitamente más atractivos a los «diésel» ante el estupor de los «gasolina». Lo cierto es que los roles de la edad comenzaban a cambiar, las mujeres comenzaban a ser, afortunadamente, cada vez más independientes, pudientes y a algunos hombres también les atraía el dinero, el poder o la fama de ellas; ese tipo de mujeres no buscaban ni buscan la protección y seguridad a la que antaño estaban muchas veces abocadas ya que se la procuraban y procuran ellas; belleza, conversación, sexo… pueden encontrarlo en hombres de cualquier edad, como nos pasa a nosotros. La anécdota supuso una inflexión en mi vida, me hizo pensar y dar la razón a doña Consuelo cuando repetía incansable la frase del acervo popular: «Si aún no tienes novia, no te preocupes, es que aún no ha nacido», pero yo, con altibajos, la tenía.

      La necesidad de relacionarme se saciaba en un restaurante recién inaugurado, Abadín, regentado por tres hermanos de Zamora en el que los dos varones servían las mesas y la hermana se ocupaba de los fogones. Radio Intercontinental nos recibía todos los días, a las dos y media, con la sintonía de La verbena de la Paloma, telón del programa deportivo de humor El tío Pepe y su sobrino. Con el tiempo hicimos amistad con dos empleadas de los almacenes Bobo y Pequeño, Paloma y Clara, así como con un septuagenario, don Eugenio, guapo, elegante y con esa clase impactante que proviene de cuna y del cultivo personal de muchos años; era, como se suele decir en Andalucía, un hombre «leído», que dominaba la palabra y transmitía alegría, pasión en cada frase, en cada ocurrencia; nos ilustraba con sus opiniones sobre mujeres, amor, política, religión, teatro… todo desde su experiencia vital y con amenidad en el discurso; algunas veces, pocas, su rostro dejaba entrever un rictus de amargura, el trasfondo de una vida complicada, esa en la que uno nunca logra la paz interior y se pelea con ella una vez tras otra. Paloma y Clara, de treinta años, vestían elegantemente como, seguramente, requeriría su trabajo, nada que ver con los cánones actuales. Siempre con tacones muy altos, faldas negras estrechas y cortas, chaquetas rojas y muy maquilladas; la primera era más agraciada de cara y la segunda más feílla pero con un cuerpo escultural, las dos simpáticas a rabiar. Obsesionadas con su reloj biológico, pese a su juventud, sufrían las bromas de don Eugenio respecto al tópico «que se os va a pasar el arroz», a lo que ellas respondían que no les iba a suponer ningún drama puesto que no pensaban subir al primer tren porque los trenes que pasan una vez en la vida no existen. Terminamos compartiendo mesa los ocho como si fuésemos una familia bien avenida. Pronto comenzaron los cortocircuitos del deseo, el morbo estaba latente, cualquiera de nosotros era un yogurt para ellas, ellas para nosotros la pieza perfecta, unos años mayores, resueltas, insinuantes, conocedoras del todo Madrid… El primer día que salimos nos llevaron a una sala de baile en la calle Montera, abusaron vilmente de Eduardo y de mí, con nuestra aquiescencia, claro; yo estaba en una nube; miraba a Eduardo y lo veía pálido, le faltaban manos; ella, con tacones, le sacaba una cabeza, él se acomodaba sobre los pechos de ella; no pasamos a mayores porque en aquella época era muy difícil consumar: miedos, dificultad para adquirir anticonceptivos, difícil acceso a pensiones, carencia de vehículo…, eso sí, en cuanto a «darnos el lote» o «meter mano», en argot de la época, éramos consumados maestros. Se nos tacha de generación de «salidos» y no comprenden los jóvenes de ahora que nuestra «obra» siempre quedaba inconclusa y vivíamos permanentemente instalados en la vehemencia y la frustración. Cuando bajamos del taxi, tras dejarlas en sus respectivos domicilios, nos temblaban las piernas, cruzamos miradas sin articular palabra, sonreímos y solo acerté a exclamar: «¡Eeepa!». Esa noche tomamos doble ración de leche y a la cama del tirón. Repetimos la salida en varias ocasiones pero aquello se fue diluyendo, saciada la curiosidad inicial ellas perdieron interés, debimos «quedarles cortos»; la amistad y camaradería no se resintieron y continuamos viéndonos a diario en Abadín.

      Había quedado claro que nuestro hábitat era el club Consulado, un club que se hizo famoso porque desde él se emitía El gran musical, un exitoso programa de radio Madrid —hoy SER—. El club se ubicaba en la calle Atocha, en los bajos del cine del mismo nombre: un gran salón donde se bailaba sin descanso al son de dos orquestas que se alternaban con la melodía Té para dos; matizo ese «se bailaba» porque nosotros bailábamos más bien poco. Cubalibre en mano dábamos más vueltas que un trompo ante las chicas que se alineaban junto a las paredes. Repetíamos decenas de veces la palabra «¿Bailamos?» y otras tantas veces éramos escrutados con un descaro insultante, de pies a cabeza, y obsequiados con la misma respuesta, no. Hubo tardes afortunadas en que recibimos dos o tres síes, las menos. Con el tiempo descubrí la causa de tanto rechazo: como provincianos inseguros sacábamos a bailar a las menos agraciadas, si la primera se negaba, ¿cómo las más


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