Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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      —Está presente don Pedro y ausente don Manuel —respondí.

      La clase rompió a carcajadas y el «don Pedro» me acompañó durante todo el curso. También me doctoré en Equinología de la mano de un compañero, hijo de Ramón Beamonte propietario de una de las cuadras más afamadas y de mayor éxito en el hipódromo de la Zarzuela; Ramón, que asistía a la escuela en un deportivo rojo descapotable era un tipo nada engreído y humanamente único. Consciente de su status económico, unos peldaños por encima del resto, regalaba los apuntes a toda la clase justificando, modestamente, que a él no le suponía gran cosa mientras que nosotros dispondríamos de unas pesetillas para ir al cine, bailar o tomar unas cañas. Obviamente fue elegido delegado. ¡Qué menos podíamos hacer por él! Solía regalar entradas para asistir al hipódromo y aficionarnos a la hípica. Yo asistí en varias ocasiones y me inicié en un Premio Beamonte para potrancas de tres años sobre 2.100 metros; recuerdo el orgullo con que Ramón rememoraba el triplete de su cuadra en 1960, 1961 y 1962 con Tracia, Folie y Tokasa. Tan familiares para mí como las actuales figuras del futbol, eran los ases del turf español: Ceferino Carrasco, Carudel, Gelabert…

      En las frías tardes de invierno Stella me invitaba a compartir mesa camilla, no toleraba la soledad, necesitaba hablar y decidió «adoptarme», no sé qué pudo ver en mí como confidente; así pude conocer algunos pasajes de su vida: abandonada por su padre al poco de nacer, creció junto a su madre en la propiedad de un rico hacendado hasta la mayoría de edad en que se emancipó para cantar en un burdel. Pronto un ojeador le abriría las puertas, y posiblemente también las piernas, de la mejor compañía de revistas de Buenos Aires… «Me enamoré de un bigardo que me hizo volar, salió mal y me estrellé». Su azarosa y desmoronada vida la había transformado en una señora de ideas avanzadas que ya en los años treinta usaba pantalones y se peinaba a lo garçón, fumaba, bebía, salía de noche y era cortejada por los hombres más acaudalados. Fue uno de esos guardianes de la noche el que con sus artes seductoras, o mejor ardides, la sacó de ese mundillo, regaló una casa, colmó de joyas y le dejó una hija, Edhit. Conocedora la esposa del magnate de la situación provocada por su marido concertó una entrevista con Stella a la que ofreció dinero suficiente para rehacer su vida lejos de Argentina, chantajeándola con el escándalo y el cierre de puertas a cualquier trabajo; esa fue la causa de dar con sus huesos en Madrid… «Cariño, basta un instante para que cualquier vida encarrilada se descoyunte, tuve que enfrentarme a la soledad y convencerme de que nadie iba a ayudarme, que debería salir sola del embrollo; en realidad la idea me fascinaba, comencé hundida y terminé amándome. Mi amante continuó escribiéndome cartas pasionales en las que me reiteraba su amor desesperado y el deseo de no ser olvidado puesto que pensaba venir acá». Stella hablaba con la mirada perdida, la interrumpí para preguntar si había tenido otros amores y, como buena argentina, me respondió que ella no había tenido novios sino psicólogos… «Allá en Argentina vamos al psicólogo más que en España al dentista, somos más fieles a él que al gimnasio»; en su monólogo no cesó de ironizar con la profesión, les reprochaba que todo lo achacaran a la relación con los padres… «Entonces, ¿la cultura no cuenta? ¿Las dificultades de las mujeres para ser aceptadas por hombres incómodos ante la igualdad?…».

      En Stella convivían, a partes iguales, sentido del humor y mal carácter; decía haber terminado cansada de los adjetivos ampulosos con que la habían etiquetado en sus años de esplendor:

      —Ahora me doy cuenta que eso es una chorrada. ¡Con cuántos boludos me habré topado allá en Argentina! Yo era un espíritu libre que se truncó por un traspiés y que, ya en España, he tenido que reeducar en el hiperrealismo; he aprendido a luchar pero han anulado mi fantasía, esa me la han matado, España es un país monocolor.

      —No se ría de mí, Stella, pero no sé qué es un boludo, debe ser algo peyorativo por el contexto, pero… concretamente, qué —respondí.

      —Boludo es un adjetivo con muchas acepciones que lo mismo se aplica a las personas que no se dan cuenta o no saben aprovechar los vientos favorables que se le presentan en su existencia, que a un insensato, un tonto o un necio… Yo suelo utilizarlo para llamar la atención de otra persona o para referirme a alguien con un par.

      Pese a estar de vuelta Stella presumía de seguir activa, no descartando absolutamente nada que le saliera al paso, estaba dispuesta a soltar amarras pero sin olvidar su pasado, el placer que le producía haber sido musa de una generación…

      —Todas las musas que he conocido han acabado muertas, y esos no son por ahora mis planes. —Musitaba con orgullo y acentuada musicalidad—. Mira, fui bella y trasgresora, compartí mi mejor noche de pasión con un amigo de mi pareja; las relaciones sexuales con él, con mi pareja, no eran muy satisfactorias… Por favor, no le cuentes nada de esto a Edith, no es necesario que sepa más que lo imprescindible.

      Pese a mi juventud estaba seguro que pocas mujeres se sentirían tan cómodas hablando de su vida sexual y aireando sus deseos con desnudez, como Stella…

      —Así era y así sigo siendo, no pienso cambiar, lo tomas o lo dejas. —Mientras hablaba yo observaba como su piel de porcelana se fundía con un vestido ligeramente escotado sobre el que descansaba la melena veteada; un maquillaje sutil, casi imperceptible, resaltaba su glamour; con no ser pocos, estos atributos refulgían hasta el éxtasis al ser espoleados por su cálida y melosa voz, todo inducía al deseo pecaminoso de la madurez… y ella era consciente… me estaba seduciendo y disfrutaba con su perversión. Presumía de haberse negado a ser un trofeo.

      —Me gustan los envoltorios llamativos pero antes de aceptarlos necesito estar segura de que contienen algo aprovechable.

      En sus monólogos comencé a escuchar contradicciones que me hicieron dudar de su sinceridad, intuía que la edad le estaba haciendo cambiar de principios pero, pese a todo, albergaba la certeza de que nada tenía que hacer con ella, que solo me utilizaba para recrear su pasado y gozar con el desconcierto de un adolescente; creo que los dos éramos conscientes de aquel imposible porque a la edad siempre hay que darle la importancia que tiene.

      Stella estaría reservada al tío Gerardo y, simultáneamente, su hija Edith al mejicano. Ambos hicieron valer su experiencia, fueron de cacería y cobraron la pieza. En mi inocencia fui testigo de cómo madre e hija, en ausencia física de la contraria, se recluían en la habitación con el amante respectivo, nunca ambas a la vez porque se tenían respeto, pero el amor, como el dinero, no se puede ocultar y ambas relaciones terminaron siendo la comidilla de todos; Owen, más joven y desinhibido, no ocultaba la relación, al contrario, la aireaba tanto que antes de entrar a la habitación de Edith solía santiguarse, juntar las manos, elevar la mirada al cielo y pronunciar una frase que se hizo célebre: «Virgencita de Guadalupe, tú que concebiste sin pecar haz que yo peque sin concebir».

      Llegamos a turnarnos para «cazar» a ambas en sus devaneos amorosos; las puertas, antiguas, de grandes cerraduras y llaves, facilitaban el voyeurismo; la madre, experta en artes amatorias, jamás quitó la llave de la cerradura y no pudo ser observada, aunque sí escuchada; la hija, más inocente, sí nos deleitó con un gran repertorio de situaciones eróticas que soliviantaban nuestros incipientes pero fuertes instintos. Y es que… «para todo en la vida hay que tener clase. No rías así, que así solo ríen las ordinarias», solía decir Stella a su hija. Cierto es que la gente educada suele controlar mejor sus emociones, ya sean penas o alegrías. Stella podía encasillarse en el grupo de las que tienen el gusto para adentro, pero no Edith, cuyos gritos que despegaban el papel de las paredes por ordinarios y soeces, no parecían proceder del placer sino de una necesidad de acrecentar la virilidad del mejicano, de subirle… la autoestima. La primera vez que los observé, Edith llevaba un vestido camisero abotonado en la parte delantera; la parte superior, desabrochada, ofrecía, al menor movimiento, la visión de los senos a Owen, tan pronto se agachaba con cualquier pretexto cómo se abría el cuello pretextando calor… Un día, tras servir café en la mesita Reina Ana que presidía la habitación, se sentaron el uno frente al otro en sendos sillones de orejas a juego con la mesa; Edith tuvo que desabotonarse varios botones de la parte inferior del vestido para poder sentarse, solo así pudo cruzar las piernas para dejar a la vista sus incitantes bragas rojas; él no dejaba de mirarla con los ojos encendidos de lujuria; de


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