Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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oficinas del SEU, organismo que otorgaba las becas para los comedores universitarios del distrito de Madrid; todos solicitamos beca y a todos nos fue denegada; teniéndome por pacífico en grado sumo, incapaz de matar una cucaracha, protesté airadamente la denegación… aún no doy crédito a la violencia verbal con la que defendí lo que entendía un derecho, no soportaba la injusticia… aún me ocurre… o quizá era mi estómago el que se rebelaba… Finalmente conseguí que rectificaran y obtuve beca para el comedor de la Facultad de Estomatología en la ciudad universitaria. Había resuelto mi cena pero… ¿Cómo se las arreglarían los demás? Aquella misma noche, pese a lo lluviosa y desapacible, decidimos, ¡todos!, consumir el primer ticket del tarjetón-beca lo que implicaba utilizar, también por vez primera el metro. No había línea directa entre Antón Martín y Arguelles por lo que tuvimos que hacer transbordo en Sol. Al bajar las escaleras, junto a los tornos de acceso, nos invadió un calor y olor insoportables, una mezcla de sobaquina, olor a quemado, suciedad, polvo subterráneo, cañerías… ¡Era insoportable! Entendía que contra la higiene personal de una aglomeración urbana no se pudiera luchar pero sí se podía haber proyectado un sistema de ventilación idóneo. El mayor impacto me lo produjo la estación de Sol por el gran número de vagabundos, bohemios y personas desarraigadas que se preparaban para pasar la noche en un ambiente tan «acogedor». Allí, vigilando que nadie les quitara los cartones de su lecho, había una legión de personas que no sabían dónde ir, el hambre, la necesidad, una mano extendida, un grito lanzado al aire… allí estaban el pan, la casa o el trabajo que se perdió o que quizá nunca llegó… la estrechez, la necesidad, los agobios… por una mala cuna o una mala jugada de la vida. A esas personas les había llegado el otoño con sus primeras lluvias y sus traicioneros fríos… y sus penas reflejadas en la mirada, en la voz, en sus ropas… bendito calorcito, benditos olores que a los más repugnaban y los menos anhelaban. Teníamos ante nosotros el vivo retrato de la pobreza, el hambre y la soledad… brazos sin puños donde aporrear ante la enfermedad, opositores a muerte callada e ignorada y en mi interior las preguntas más elementales: ¿cómo serán sus vidas? ¿Tendrán familia? ¿Cómo han llegado a esta situación? Entre tanta suciedad una voz entre desgarrada y dramática, un cuerpecito de mujer con aspecto de gorrión cantaba La vie en rose imitando a Edith Piaf; la acompañaba un acordeonista, ambos vestían de negro; hubiera jurado que los ojos de ella delataban el consumo de alcohol y drogas. Me quedé escuchando un rato. Tras cruzarse nuestras miradas entonó el Je ne regrette rien respondiendo, intuí, al que ella suponía mi pensamiento, no en vano la canción hace referencia a un pasado de drogas, alcohol y sexo. Pese a la poco agraciada que era, la chica transmitía delicadeza y pregonaba buena cuna; los dejé recolectando las pocas monedas que arrojaban los curiosos.

      Para entrar a los vagones, que llegaban atestados, los empujones eran brutales, mujeres de todas las edades eran apretujadas sin la menor consideración. Comencé a constatar la veracidad de los famosos «rabos», agresiones intolerables a mujeres, silenciadas por miedo o vergüenza aunque en contadas ocasiones fuesen consentidas; también, en menor medida, pude ver algún acoso puntual de mujer a hombre. Aparte olores, mendicidad y acoso sexual, observé que los vagones circulaban por la izquierda cuando en el resto de transportes se circulaba por la derecha; un inspector sació mi curiosidad, al parecer la primera línea entre Sol y Cuatro Caminos se inauguró en 1919 y en esa época los coches de caballos circulaban por la izquierda porque los cocheros llevaban las riendas con la mano izquierda y la fusta con la derecha para evitar golpear a algún peatón; en 1924 se adoptó el actual sentido de circulación para evitar el gasto excesivo que supondría modificar la marcha de los trenes. Desde aquel día nos convertimos en asiduos del metro, nos pasó de todo, ligar y ser ligados, «apoyar» y ser «asenados»… en algunas ocasiones me vi sorprendido por una mano femenina que oprimía la mía contra la barra de sujeción, cierto también que solían ser mujeres de edad superior a la nuestra, víctimas de la represión imperante, que buscaban corderillos a los que amamantar.

      Ya en el comedor, guardamos una cola de cien metros y tuvimos tiempo de ser informados sobre las normas vigentes: la cena consistía en un primer plato —lentejas, crema o sopa—, que se podía repetir sin limitación, un segundo plato —carne o pescado— y postre; también el pan se podía repetir. Los cuatro compañeros no becados iban provistos de cuchara y daban buena cuenta de los primeros platos que yo retiraba y su estómago —esa oficina en la que se cuecen los negocios del cuerpo—, les permitía. Hubo días en que retiré del mostrador de la cocina más de veinte primeros platos a juzgar por los cuatro o cinco que yo ingerí; a veces disfrutábamos de un complemento alimenticio, Eduardo recibía periódicamente de su familia, en cajas de zapatos, fruslerías tales como chorizos, jamón, queso… que nosotros degustábamos practicando un agujero en el fondo de la caja… hasta que nos descubrió, claro.

      Poco a poco, con la lentitud de un inválido, fui aprendiendo a dibujar, a familiarizarme con el grosor de las líneas, el manejo de plantillas, la técnica de rotular y, sobre todo, a no echar borrones o impedir que se corriera la tinta por culpa de algún pelillo traidor en los instrumentos, incidente leve si la lámina estaba recién iniciada, pero grave si ocurría al final, en cuyo caso para no repetir lámina, solo quedaba la cuchilla. Había que tener gran pericia para que no se notaran los raspados, el profesor sometía las láminas a la luz de un flexo que chivaba las operaciones de cirugía estética con una precisión absoluta. Mis primeras láminas eran iluminadas con observaciones críticas como «procure ingresar el mismo año que su hermano», que minaban la moral, me dolían, pero la verdad es que mi hermano dibujaba mejor que yo gracias a su paso por la Escuela de Magisterio donde practicaban caligrafía pero, paradójicamente, yo ingresé antes que él. La picaresca fluía en los exámenes siempre con dos partes diferenciadas: en la elaboración de láminas de dibujo topográfico había que representar los tipos de cultivo de los terrenos según color y simbología normalizados así como rotular la toponimia. Mi hermano rotulaba las dos láminas y yo, con las plumillas y tintas de colores, dibujaba los cultivos; la simbiosis funcionaba igualmente en el dibujo lineal, solo que el trasiego de instrumentos era más dinámico. No puedo sino esbozar una sonrisa al recordar cómo un compañero, que tampoco adquirió la bigotera por motivos económicos, también usaba la nuestra. Utilizando términos acordes con la materia que nos ocupa, podría decirse que la bigotera se convirtió en la «bisectriz de la Bernarda».

      En las primeras clases de las restantes asignaturas nos proporcionaron la lista de libros de texto y una retahíla interminable de otros libros de ayuda que convenía adquirir, unos con problemas resueltos, otros con solo los enunciados y el resultado final… mucha ciencia y creciente ruina. Los compañeros «adultos» aconsejaron su adquisición en La Felipa, una librería de la calle Libreros en la que ahorraríamos más de la mitad de su valor de nuevo. Felipa Polo, la entrañable librera, la fundó en 1944 y la abandonó en el año 2000 posiblemente presintiendo su muerte dos años después. Conocida por estudiantes y universitarios de varias generaciones era tan famosa por el moño como por la memoria, no necesitaba ordenadores para recordar un libro de texto o manual universitario agotado en todas las librerías. Su humanidad la llevaba a fijar precios en función de la apariencia económica del interesado, era como una madre para la familia universitaria con menos recursos, el último cartucho. Tuvimos suerte al encontrar todos los libros que necesitábamos, unos más nuevos y otros más desvencijados, con anotaciones de todo tipo incluidos ripios y guarrerías; los libros recorrían el camino inverso una vez aprobada la asignatura.

      En puridad necesitábamos clases particulares para poder engancharnos a todas las asignaturas pero la penuria económica solo nos permitía ayuda en Descriptiva o Sistemas de Representación, una asignatura de difícil comprensión encaminada a representar sobre una superficie bidimensional —la hoja de papel—, objetos que son tridimensionales en el espacio y viceversa. Anduve amargado todo el curso porque necesitaba «ver en el espacio» y yo solo veía el plano que se me ofrecía a primera vista. Pese a todo, no me dejé influir por la petulante verborrea y sapiencia de los repetidores: «Si estaban allí después de tantos años es que no sabían tanto», me repetía… y estaba en lo cierto. No conseguí aprobarla hasta junio del segundo año.

      Recuerdo el día, no había transcurrido un mes del comienzo de curso, en el que por un incidente académico los compañeros, jocosamente, comenzaron a dirigirse a mí anteponiendo el «don» a mi nombre. Pasaba


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