Se muere menos en verano. José Garzón del Peral
Читать онлайн книгу.ojos de la carbonilla que fustigaba mi rostro; con las manos de escudo permanecí hasta sentir de nuevo el saludo de la naturaleza; aun continué largo rato en la ventanilla disfrutando la sinfonía que componía el paso concatenado de puentes y túneles hasta que el cansancio me obligó a sentarme en la añorada maleta; así, en posición tan incómoda y con la cabeza entre las manos, debí quedar en estado de duermevela hasta escuchar el soniquete de un vendedor ambulante de tortas de Alcázar que, con destreza de jugador de fútbol americano, las lanzaba a los vagones y recogía el importe, estábamos en Alcázar de San Juan importante cruce de caminos que separaba los destinos de los emigrantes en aquellos tiempos. Fue aquí donde al fin conseguí un asiento junto a la ventanilla que me pareció la gloria pese al frío que se colaba por las rendijas. Aproveché la llegada del revisor para cambiarme al centro, entre una monja y una chica ligeramente mayor que yo; cerré los ojos e intenté dormir pese al alboroto de los soldados. Amores y penas se sucedían en mi mente a la velocidad del tren, recuerdos que hoy, cuando mis sienes peinan canas, persisten con la misma frescura que entonces.
Frente a mí, medio adormilada, otra chica que parecía estudiante lucía un aparatoso vendaje en la muñeca izquierda, no sé si para sanar una herida o para esconderla; sus piernas bronceadas por el sol del verano, brillaban tersas y bien torneadas, escasamente cubiertas por una falda que, con el traqueteo del tren y el acomodo postural de un viaje tan largo, resbalaba muslos arriba dejando entrever el triángulo de una braguita blanca; más tarde supe que viajaba a Madrid, en compañía de su madre, para encontrarse con el novio, se iba a casar y quería conocer su futuro nido. Comenzaba a hacer calor, decidí airearme y al levantarme rocé involuntariamente a Lola, la chica de enfrente, y la desperté: «Voy a que me dé un poco el aire ¿Me acompañas?». Accedió al ver que su madre seguía en brazos de Morfeo. Por el pasillo los vaivenes del tren la desplazaban a uno y otro lado, reía traviesamente mientras yo la sujetaba por la cintura, atrevimiento que no pareció disgustarle. En la plataforma me confesó ser oriunda de Montefrío y la próxima boda con su novio de toda la vida, algo que le parecía un incesto, pero… lo que ocurre en los pueblos… el qué dirán, la gente, las familias… debería haber roto la relación hacía tiempo pero era una cobarde. En uno de los bamboleos debidos al pésimo estado de la vía, atraje su cuerpo hacia el mío y nos fundimos en un «fortuito» abrazo; pegados y en silencio sentía su corazón latir como, supongo, ella sentiría el mío, deslicé mi mano entre sus nalgas… jadeante y acalorada rodeó mi cuello con sus brazos ofreciéndome unos labios que rivalizaban en ardor con la caldera de la locomotora; la pasión se desbordó por unos minutos hasta que súbitamente se retiró: «Estoy muy bien pero esto no puede ser, no te conozco de nada, me voy a casar… debo estar loca. ¡Vámonos, vámonos!». Cuando llegué al compartimento tenía los ojos cerrados aunque me pareció verlos entreabiertos y fisgones en alguna ocasión; también juntaba y separaba las rodillas lentamente en actitud claramente seductora. Serían más de las cuatro de la madrugada cuando debí caer rendido; de nuevo el jolgorio de los soldados ante la inminente llegada a Madrid me despertó de un profundo sueño; quedé sorprendido al verme recostado sobre la monja de mi derecha que a su vez lo hacía sobre un señor de la suya; la escena hizo sonreír a Lola quien tras despertar a su madre, que había dormido como una bendita, le susurró al oído que mirase el resultado final de tan largo viaje. Con las primeras luces del día el tren dejó de rodar en la estación de Atocha; el novio, más feo que Picio las esperaba en el andén; recordé cómo me contaba mi madre que Picio era el apellido de un tal Francisco, nacido en Alhendín (Granada) que por razones desconocidas fue condenado a muerte y ya en capilla recibió la noticia del indulto; el impacto le hizo perder el pelo en cabeza, cejas y pestañas; le salieron unos tumores en la cara que lo dejaron totalmente deformado… el suceso dio pie al ser más feo que Picio como indicativo de fealdad extrema… ¡Vamos, el novio de Lola!
Madrid nos dio la bienvenida con una lluvia fina que empapaba mis mejores ropas. Comenzaba una nueva vida, nuevos usos y costumbres, la experiencia enriquecería mi espíritu y lijaría complejos, pero estaba convencido de que me costaría superar la nostalgia. Desorientados y ejerciendo de lo que realmente éramos, cinco provincianos en la Corte, dejamos las maletas en la consigna de la estación con la intención de buscar alojamiento. El desconcierto se hacía patente, no sabíamos por dónde empezar, las miradas se entrecruzaban esperando cada uno, de los otros, la iniciativa, una adopción de liderazgo que no surgía; los rostros reflejaban una tensión contenida, mezcla del frío reinante y del impacto de una ciudad inmensa tomada por la vorágine humana. Al fin, cuando todos los pasajeros habían desaparecido, nos dirigimos a la cafetería del cercano Hotel Nacional donde alrededor de un plano de la capital y un periódico local escrutamos los alojamientos que ofrecían cercanía y economía: no deberíamos sobrepasar las seiscientas pesetas mensuales en concepto de alojamiento y almuerzo, para la cena solicitaríamos beca del SEU (Sindicato Español Universitario) para sus comedores y si no la concedían… ya veríamos. Así fuimos a dar con nuestros huesos a la Pensión Reme que se ubicaba en la calle Atocha, a escasos metros de la glorieta del mismo nombre, primera imagen que nos ofreció la ciudad al salir de la estación aquel 5 de octubre de 1960 y qué tan familiar nos resultaría al ser paso obligado en la ruta diaria hacia la escuela
Para acceder a la pensión, que ocupaba la segunda planta, de un edificio de los años treinta del siglo XIX, había que utilizar un ascensor tipo jaula con puertas de tijera y visibilidad total al exterior, que nos llevaba a recepción; su aspecto producía tal desconfianza que pronto adquirí la costumbre de utilizar las escaleras; en una de las contadas veces que lo utilicé en descenso sufrí la experiencia de una «caída libre»; afortunadamente se me ocurrió abrir las puertas metálicas y el ascensor quedó frenado en seco evitando un impacto contra el suelo de consecuencias imprevisibles; creo que salvé mi vida y la del acompañante. La pensión estaba regentada por doña Stella y su hija Edith, argentinas ellas, auxiliadas por tres personas de servicio cuya edad no superaba la treintena: un camarero amanerado —Borja—, y dos empleadas de hogar —criadas en la época—, de aspecto más que saludable; Stella rondaba los cincuenta y su hija no excedía los veinticinco. Las habitaciones, situadas alrededor de un patio central interior, no disponían de servicios, solo había tres de uso general. El comedor estaba situado justo a la izquierda de la puerta de entrada; junto a él, la habitación de la «cama del espejo» así llamada por disponer de un espejo en el piecero y a continuación la que ocupábamos Paco, mi hermano y yo; frente a la habitación del espejo, la de las dos empleadas y en los tres lados restantes, las de las dueñas y otros huéspedes incluidos mis compañeros.
Sería una temeridad afirmar que la primera noche en la Pensión Reme transcurrió con normalidad. Habíamos culminado un día ajetreado, camas nuevas, ruidos exteriores, temor al inicio de una nueva etapa, el timbre de la puerta que no cesó de sonar… y el madrugón. A las siete y media ya estábamos junto al ascensor; pese a ir bien abrigados los vi tiritar, también yo tiritaba, hacía mucho frío pero no me pareció ese el motivo de los espasmos musculares que se visualizaban sino el incierto futuro al que nos enfrentaríamos en un abrir y cerrar de ojos. Una espesa niebla de color blanquecino nos recibió en la calle, depositando sus gotitas microscópicas de agua en nuestros desvencijados abrigos; la visibilidad apenas alcanzaba unos metros, solo nuestro nerviosismo se veía. Descendimos lentamente por Atocha hasta la glorieta, el suelo estaba resbaladizo e íbamos sobrados de tiempo, nadie hablaba de nada hasta que alguno, intentando relajar el ambiente, se enredó en divagaciones absurdas: el frío que hacía, el tipo de niebla… concluimos que era de vapor, la que se da cuando una masa de aire frío se mueve sobre aguas cálidas convirtiendo la condensación en punto de rocío; ya en el paseo del Prado nos dirigimos a la famosa cuesta de Moyano, así denominada en honor del que fuera Ministro de Fomento durante el reinado de Isabel II; recorrimos sus no más de doscientos metros de longitud fisgoneando las famosas casetas de libreros que se alineaban en la margen izquierda; todas eran de madera y de proporciones reducidas. Un vendedor me comentó que databan de 1925 y que desde sus orígenes no disponían de luz ni calefacción. Con el tiempo se han ido modernizando sin afectar a su sabor tradicional, también la calle se ha peatonalizado y ganado mucho en afluencia. La cuesta, colinda con el Jardín Botánico, residencia de los árboles más felices de Madrid, y conecta en su tramo final con la calle Alfonso XII donde se ubica el acceso a un recinto —cerrillo de San Blas— que, aun formando parte de los jardines del Retiro, se segregó