Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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piel. Aquella relación nos quitó muchas horas de estudio y ofreció otras muchas de «prácticas».

      En paralelo, una de las criadas, la más joven, alegre y descarada, me requería todos los anocheceres para que la acompañara a una fuente de pie, muy antigua, que había en la acera contraria de la calle Atocha. No sé qué tendría esa agua pero Ana solía llenar a diario un enorme cántaro de dos asas; aunque inicialmente pensé que solo necesitaba mi ayuda física, cambié de opinión al ver cómo, al regreso, me acariciaba, besaba y dedicaba algún halago. «Gracias, ¡qué haría yo sin ti! ¡Y pensar que tengo un novio que es un malaje… a serio e imbécil no hay quien le gane! ¡Cualquier día te voy a dar una sorpresa!». Todos los días el mismo goteo morboso adobado con algunos roces y achuchones… Se insinuaba sin remilgos ajena a mi inexperiencia. Un día, tras el almuerzo, sometimos a consenso un plan para el abordaje nocturno a las camas de las dos criadas, sabíamos en cuál de ellas dormía cada una y que la cerradura no funcionaba. Esperamos a que todos se hubiesen dormido y, a las dos de la madrugada, arrastrándose como soldados en la toma de una posición, comenzaron la misión los elegidos; se mascaba la tensión, José María se tocaba el corazón y hacía que se lo tocara el resto, le iba a estallar; el sevillano, más desinhibido, iba en cabeza; empujaron suavemente la puerta y tras la orden de ataque: «Tres, dos, uno… ¡Ahora!», se abalanzaron sobre ellas y retozaron, con los límites que ellas impusieron, ante la atónita mirada de los demás.

      Obviamente, la edad demandaba actividades diferentes a las docentes y alimentarias. Cercana la Navidad recibí la llamada de dos conocidos invitándome a un guateque; tanto ellos como sus padres trabajaban en Galerías Preciados y solían pasar las vacaciones en Cabra. Un grupo mixto de compañeros de trabajo alquilaba todos los domingos el salón de una cafetería en la zona de Embajadores; por supuesto acudí puntual a la cita, trajeado como me habían indicado; con los primeros saludos y presentaciones pude percibir mi desfase respecto a los dictámenes de la moda; ellos, como empleados de un gran centro comercial, iban a la última en trajes, corbatas, camisas, gemelos, zapatos, peinados… nada que ver con mi aspecto provinciano pero era precisamente ese origen el que me hacía ver la ridiculez de algo tan insustancial como palpar con los dedos prendas de vestir ajenas para identificar calidades y marcas, no hablaban de otra cosa, parecían coleccionistas de estupideces; por supuesto, mi arcaica corbata solo mereció la indiferencia de todos. Y no digamos el traje de mal tergal y peor confección; pero mis preocupaciones eran otras, estaba nervioso ante la posibilidad de poder solazarme, al fin, con alguna chica. Alguien colocó un tocadiscos o pick-up sobre una mesita y, junto a él, una colección de vinilos con las canciones de moda; en la mesa contigua se amontonaban canapés y varias jarras con sangría… cap la llamaban ellos, para libar y entonar a las chicas. Como era una bebida dulzona «les entraba bien» y a la hora del baile lento nos podríamos «aprovechar un poco», tan poco que no pasábamos, con suerte, de unos besos robados o unos roces… Pero eso sería al anochecer, con las luces del salón medio apagadas y sonando música lenta como el Ma vie de Alain Barriére, o La noche de Adamo; el encargado de la música, el más desmejorado del grupo como era habitual, había iniciado la fiesta pinchando rock and rolls, twis, Dúo Dinámico, Los Platters… Mi asumida inferioridad se transformó en tal inseguridad que saqué a bailar inicialmente a una de las chicas menos agraciadas del grupo; calificarla de poco agraciada es ser generoso, era más fea que la blasfemia de un arriero y no era ajena a ello la rebeldía de su pelo negro, grueso como el erizo de la castaña, pero para hacerle justicia, compensaba la fealdad con un buen físico, inteligencia, sentido del humor… y lealtad; pero las desgracias nunca vienen solas, le olía terriblemente a vinagre la cabellera y el olor me resultaba insoportable, sobre todo en el agarrao en el que, agradecida, se pegaba cual lapa rebelde. Aguanté esperando cambiar de pareja en cualquier ocasión, pero no fue posible, no me dio opción alguna. Por instantes se me venían abajo asertos tan manidos como: «a partir de mosca todo es cacería» o «pájaro que vuela a la cazuela»… ¡No, no, eso no era cierto! La humillación de verme desparejado me conducía siempre a ella, tenía que ser uno más. Al cabo de un par de horas alguien silenció la música y grito: «¡Cuarto de hora femenino, ahora son las chicas las que sacan a bailar a los chicos!». Vi el cielo abierto, con la excusa de ir al servicio huí esperando tener más suerte a la vuelta. Transcurrido un tiempo prudencial me aventuré a salir… y allí estaba la «avinagrada» esperándome, la chiquilla se había enamorado o, tal vez, vio en mí el complemento perfecto para una buena ensalada.

      Poco a poco, guateque a guateque, conseguimos reducir el desequilibrio estético con nuestros burgueses anfitriones y hasta conseguí zafarme de la morena avinagrada, entrando en la jurisdicción de las rubias platino gracias a otra asidua a los festejos, impostada como nosotros. De Maribel llamó mi atención, como a todos, un generoso escote del que pugnaban por salir dos pechos subidos y pronunciados, también la felicidad que irradiaba sorteando la jauría de miradas que trepaban por sus caderas. Secretaria en una empresa constructora pudo apreciar en mí un futuro prometedor porque, siendo sincero, ni belleza ni estilo podían decantar la balanza a mi favor, pero lo cierto es que sucedió, aquel géiser temperamental se enamoró de un pimpollo poco baqueteado… y el pimpollo se dejó querer. Maribel, para contradecir la leyenda de las rubias, tenía un coeficiente intelectual de ciento cuarenta cuando la media debe andar por noventa, leía los clásicos, tocaba el piano… pero todo ese ajuar, con ser mucho, quedaba eclipsado cuando se ceñía un vestido con el que incendiar la tensión inguinal de los chicos; vista así se hacía difícil llegar al fondo de su alma, tratarla, ver cuán equivocados estaban con ella los que afirmaban que lo más profundo que tenía era la piel, posiblemente influenciados por el veneno que destilaban sus compañeras de oficio al tener que competir con una chica que no era de su casta; ella había aprendido a abrirse paso en la vida sin hacer caso a los murmullos generados por la envidia. No sé qué la indujo a invertir tanto en mí, me dio todo y no supe estar a su altura, bailaba muy pegada, siempre, rodeando mi cuello con sus brazos, besándome dulcemente… Esperaba de mí una respuesta que no supe ofrecerle; en cierta ocasión frenó su ímpetu en seco para decirme:

      —Tú debes ser hijo de papaítos bien.

      —¿Por qué? —le respondí.

      —Estás demasiado acostumbrado a que te lo hagan todo.

      Sin duda confundía altivez con timidez. Pude haber pasado por entre sus piernas pero, sin duda, pagué el precio de estar saliendo de una adolescencia de bajo perfil. Finalmente desistió de mí como capricho y sucumbió al mayor encanto, futuro y agresividad de un ingeniero de la empresa para la que trabajaba; presumía Maribel de haber dejado pasar una recua de posibles amantes y de que jamás se quedaba varada más de dos semanas; conmigo no fue así, la aventura me ayudó a superar algunos complejos y a afianzar la personalidad.

      Cansados de los guateques de embajadores, comenzamos a frecuentar la sala de baile habilitada en los bajos del cine San Carlos; el parecido de mi hermano con el rey Balduino, de máxima actualidad, nos facilitaba el éxito; las chicas, al vernos con él, no cesaban de preguntar si era el auténtico, ocasión que aprovechábamos para ligar. Pero como pueblerinos en fase de reciclaje, nuestras dotes en el arte del buen bailar eran manifiestamente mejorables. Alguien sugirió asistir a una de las múltiples academias en las que por veinticinco pesetas se adquiría un talonario de diez bailes; las profesoras eran chicas normales, necesitadas de ingresos, que cobraban un porcentaje del «vale», unas pesetillas, y a nosotros nos salía cada baile —por supuesto garantizado— a dos cincuenta, mucho más rentable que el San Carlos o Consulado porque aprendíamos algo y encima nos ponían buena cara. ¡Un gran hallazgo!

      Próximo al San Carlos, la cafetería del Hotel Nacional también supuso un gran descubrimiento como salón de estudio; se trataba de una cafetería clásica, con mesas de mármol y camareros de toda la vida, sin prisas ni malas caras, que también era frecuentada por chicas con los mismos fines; estudio y posibilidades de ligar convertían la cafetería en un anhelo diario. Era inevitable que, a veces, las miradas se encontraran, entonces yo miraba fijamente a la chica, muy serio, le guiñaba un ojo y lanzaba un beso silencioso; ella sonreía y bajaba pudorosamente los ojos, de nuevo, al libro; el ritual se repetía día tras día. Una tarde, recuerdo como un fuerte viento que presagiaba lluvia agitaba las ramas de los árboles del paseo del Prado; al comenzar el aguacero busqué unos ojos con los


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