Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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y los dejé junto a su mano sin decirle nada; me miró agradecida, noté la pleamar en su cara, la pleamar de sentirse observada, y preocupar a alguien, regresé a mi rincón, utilicé el manido recurso guiño-beso y girando la cabeza me invitó a salir al exterior… Hacía frío fuera, mucho frío, solo acerté a decirle a Mirian que me gustaría quererla; llevaba su número de teléfono escrito en una servilleta: «Toma, llámame, ¡cuanto antes!», me dio un beso en la mejilla, enrojeció y salió corriendo…, no volví a mirar el libro aquella tarde, pero sí pude ver como el rubor se instalaba en sus mejillas, nunca supe ni le pregunté por su pena pero sí volví a salir con ella; hoy es químico en un laboratorio de Córdoba, está casada y tiene tres hijos; hemos conseguido mantener la amistad que en su día sellamos con el lacre de nuestros besos.

      Estas pequeñas veleidades amorosas no menoscabaron la relación con mi novia de la infancia; ahora, con la edad, las justifico en la necesidad de testar periódicamente que mi capacidad de enamorar permanecía intacta. Con Olga, por entonces alumna interna en un colegio de religiosas de Jaén, mantenía correspondencia diaria; los sobres de papel y color pastel contenían un mínimo de diez folios perfumados, cartas locas, insensatas, irónicas, gamberras… geniales; debíamos estar muy «colgados»; todos los atardeceres el mismo ritual, caminaba hasta la estación de Atocha para depositar mis pensamientos en el vagón-correo que por entonces llevaban todos los rápidos y expresos a continuación de la locomotora de vapor; tenía necesidad de asegurar que mis escritos llegarían a su poder al día siguiente evitando pérdidas y retrasos en los buzones urbanos; aquel paseo servía de chanza a quienes me acompañaron en más de una ocasión preguntando, qué se podía decir diariamente a una novia en tantísimos folios, yo sonreía traviesamente, día tras día, hasta que el secreto dejó de serlo. Para leer y releer las cartas de mi amada lejos de las miradas inquisidoras de los demás, me las llevaba al baño pero hete aquí que un día olvidé una que, inmisericordemente, fue leída en público para regocijo y mofa de todos. Alguno, muy agudo, se dirigió a mí finalizada la lectura y emulando a Demóstenes sentenció: «Mira Pedro, los niños nacen, los viejos mueren… y a la hora de cagar, ¡se caga!». Lo sucedido me obligó a justificar los motivos del enclaustramiento literario, ¿por qué leer algo que teóricamente debía ser primoroso en un váter? En mi descargo argüí que así como en lugares silenciosos como iglesias vacías o cementerios se produce un abandono del cuerpo o el confesionario, es el lugar idóneo para la liberación a través de la palabra, el váter es la máxima expresión de la intimidad a través del silencio; lo escatológico pasa a segundo plano en este habitáculo grosero-sagrado imprescindible para todos, al punto que llega a parecernos confortable, más aun para los que hemos conocido los «pozos negros» en las casas de no hace tanto y limpiado con el papel de periódico troceado que colgaba de un alambre. Y quién, en el medio rural, no lo ha hecho alguna vez en el campo y limpiado con una piedra; qué decir de ese lugar sin igual del internado donde rara vez era perturbada la paz y se podía fumar sin ser reprendido, ponerse en paz con uno mismo, leer algo prohibido… Con qué avidez buscábamos estos refugios de pensadores, lectores y cuerpos abandonados. Creo que no llegué a convencerlos con mis argumentos porque la sonrisa en sus labios, parecía no tener fin, pero tenía que justificar mi proceder… y enmascarar el bochorno.

      Los exámenes, de una solemnidad desmesurada, se celebraban en aulas y pasillos de grandes dimensiones, el mismo día y hora para todos los grupos: instrucciones por megafonía, mesas separadas casi dos metros, papel oficial de la escuela… Se prolongaban durante todo el día y a veces dos días. Una vez repartido el papel a utilizar, las preguntas y/o problemas se entregaban de una en una y eran recogidas por los vigilantes en el tiempo indicado. Excepto en Dibujo y Descriptiva, mi hermano y yo éramos separados y situados en diagonal para evitar tentaciones, pero la necesidad agudizaba el ingenio y generalmente vencíamos todos los obstáculos para ayudarnos: el que resolvía un problema tosía levemente y en unos minutos se levantaba para beber agua en un botijo que había junto al estrado del profesor; depositaba en el plato una bolita de papel con el problema en cuestión; a continuación iba el otro a beber y la recogía sin dificultad; otras veces, dependiendo de la vigilancia, el situado en la trasera dejaba las soluciones sobre la mesa del otro camino al botijo o a los servicios y , rizando el rizo, había ocasiones en que dejábamos las soluciones en los servicios previo acuerdo del módulo y lugar exactos. Excepcionalmente nos servíamos de los vigilantes conocidos como jardineros, bedeles y alumnos de cursos superiores, a los que pedíamos el favor de entregar las soluciones al otro hermano, unas veces con éxito y otras sin él. Otro método de ayuda, más sofisticado, consistía en acaparar más papel oficial del que necesitábamos durante el examen, que utilizábamos para preparar en casa preguntas de teoría complicadas o con grandes posibilidades de salir en exámenes futuros. Yo solía llevar bajo la camisa tres o cuatro temas y, en cualquier descuido de los vigilantes, me desabotonaba la camisa, extraía con naturalidad el folio y lo colocaba sobre la mesa. Una técnica muy utilizada y aleatoria consistía en hacer seguimiento a los exámenes que proponían los mismos profesores y para idénticas asignaturas en la próxima escuela de Caminos; cuando los exámenes se celebraban con anterioridad recogíamos los enunciados, estudiábamos a fondo las respuestas y en un alto porcentaje coincidían; así obtuve sobresaliente en el final de Química y suspendió mi hermano que, incrédulo, no hizo el menor caso a mi perspicacia… aún recuerdo su cara de desesperación cuando cruzamos miradas en la distancia y cómo se golpeaba la cabeza con las manos mientras se flagelaba con improperios como idiota o imbécil. A mí me podía la risa y él aprendió a no ser tan desconsiderado con su hermano menor. Los profesores se ufanaban de proponer problemas que nadie supiese resolver, se vanagloriaban de algo que, en realidad, debería avergonzarlos. Era frecuente que de setecientos alumnos solo aprobara uno.

      En las vacaciones de Navidad hice ver a mi madre que necesitaba un traje y que, a ser posible, me lo confeccionaran en Madrid, donde estaban más a la moda. A los pocos días me sorprendió con un corte de tela Príncipe de Gales marrón, forros y botones con los que acudí con mis telas a un buen sastre de Madrid del que guardo el recuerdo de una situación embarazosa: tras tomar medidas me preguntó hacia dónde «cargaba». «¿Cómo? ¿Hacia dónde cargo?». Qué cara me vería que contestó: «Sí, sí, que hacia qué muslo sueles colocar los genitales». Me puse rojo, los sastres de Cabra no preguntaban esas obscenidades, ¡por algo prefería yo un sastre de Madrid! Obviamente el traje no fue la solución a todos mis problemas, pues es bien sabido que «cuando un jarrón se rompe se le siguen viendo las grietas».

      A partir del mes de mayo, con los primeros calores, pasábamos los fines de semana en las piscinas del Parque Deportivo Sindical, hoy Parque Deportivo Puerta de Hierro, que se habían inaugurado en 1958 para disfrute de las clases obreras; sus precios populares, asumibles para nosotros, colaboraban al lleno diario. No había que entrar al recinto cantando Prietas las filas o Cara al Sol… solo pagar la entrada; la única connotación política se producía a las doce del mediodía cuando en el carillón del reloj sonaba el himno del Sindicato Vertical.

      La vida seguía con monotonía; cada vez que sonaba el timbre de la pensión, Borja cerraba la puerta del comedor, nunca le dimos importancia, ¿por qué lo primero que tenían que ver los huéspedes era el comedor? Despertamos de nuestra pasmosa inocencia allá por mayo o junio, próximos los exámenes finales, en una noche que me quedé dibujando hasta las tres de la madrugada, algo inusual, para finalizar unas láminas de dibujo atrasadas. Antes de irme a la cama salí al WC y no más cerrar la puerta de la habitación vi, asombrado, salir de la habitación contigua, la de la cama con espejo, una mujer descomunal con aspecto de vedette de revista a juzgar por los tacones de aguja, sus grandes y rasgados ojos negros y un abrigo de pieles que dejaba entrever dos voluminosos pechos… Consciente de haberme impactado, la señora clavó sus ojos en los míos al tiempo que esbozaba una sonrisa cómplice y se marchaba convencida de que yo, con mi cara aniñada, seguiría mirándola hasta escuchar el crac de la puerta. Olvidando mis necesidades mingitorias regresé a la habitación para contar el encuentro y montar una guardia discreta que dio resultado al cuarto de hora cuando vimos salir de la misma habitación, sigilosamente, un señor, el señor de la señora. Nuestra inocencia se desvanecía como un copo de nieve, de repente pudimos completar el puzle: camarero, cierre de puerta, dueña, hija, criadas, ambiente libertino… Dedicándonos por turnos al espionaje concluimos que, ciertamente, habíamos habitado durante


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