Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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emigrábamos a otras salas: Imperator, Tuna Club… Nunca entendí y aún siento curiosidad por qué las chicas al finalizar el baile apoyaban el tacón contra el suelo a modo de punto final, lo hacían todas. No solían repetir el primer baile pero, en caso de agradarle el chico, sí lo hacían de nuevo tras un prudencial impasse. Ya en casa, como buenos estudiantes de ciencias, calculábamos la rentabilidad de la inversión: quince pesetas del cubata divididas por tres bailes… a cinco pesetas el baile. ¡La edad!

      Finalicé selectivo en junio de este segundo año, convocatoria en la que aprobé Matemáticas y Descriptiva; al fin superé los complejos y logré plasmar en mi hoja de papel guarro «la sombra que arroja sobre el plano del cuadro la sección de un dodecaedro cortado por un plano a 45 grados»… Uff, ¡cuántas horas de academia y de ayudas entre compañeros!

      En los últimos días del mes llegó a casa el anhelado telegrama, remitido por un compañero que se había ofrecido a informar sobre cuál de los dos hermanos había ingresado… los dos… o ninguno… Su cicatería en la redacción nos jugó una mala pasada: el coste de los telegramas, a la sazón, dependía del número de palabras que contenía, de ahí que fuese costumbre evitar en su redacción el uso de artículos, preposiciones u otras partículas superfluas; tampoco abundaban los signos de puntuación que se sustituían por la palabra STOP, gratuita; las palabras con más de quince letras se contaban doble y las cifras con más de cinco números también; economizar inducía a redacciones incorrectas que propiciaban malentendidos. Junquera redactó «aprobado Pedro no Manuel» sin signo de puntuación alguno. Mi hermano interpretó que era favorable, «¡he ingresado, he ingresado!», gritaba; debió verme cara de circunspecto cuando se acercó a mí para insuflarme ánimos, «no te preocupes, tu eres más joven y en septiembre ingresas seguro». Yo era consciente de la bondad de mis últimos exámenes. ¡No podía suspender!, le arrebaté de las manos el soporte del telegrama —un papel azul de forma rectangular, plegado y sellado con solapa de igual tamaño—, lo leí varias veces, demasiadas, el sentido de la frase variaba según la posición de las comas, para mí el agraciado era yo, faltaba una coma tras Pedro, yo entendía aprobado Pedro, no Manuel. Observé cómo cambiaba la expresión de su cara, en tanto yo permanecía tranquilo puesto que asumida la mala noticia cualquier otra sería mejor. Una llamada telefónica a Junquera aclaró dudas y confirmó mis tesis.

      Fina

      Desgracia, excentricidad y lujuria, a veces sobrevenidas y otras bien ganadas por el despilfarro y la mala cabeza, se debieron haber ensañado con ella en la primavera de su vida. Cuando aún estaba de buen ver fue contratada para cuidar a la esposa de un acaudalado empresario de Madrid, víctima de una enfermedad incurable. El empresario colmaba de atenciones a su mujer sin menoscabo de las que prodigaba a la cuidadora, una simpática asturiana de Ribadesella llamada Fina, que se adornaba con la lozanía y voluptuosidad que a veces anidan en los treinta años de una mujer ya de por sí bella.

      Muerta la esposa, el amancebamiento con la criada devino en restringido escándalo; su círculo de amistades no perdonó al industrial la falta de decoro y fue cayendo socialmente en desgracia al mismo ritmo que sus finanzas: las ventas disminuyeron y los gastos se dispararon entre viajes, festejos y caprichos del nuevo amor…, las cuentas no cuadraban; el empresario comenzó a vender propiedades y acabó viviendo en un barrio menos elitista. El final fue demoledor, se arrojó por el viaducto de la calle Bailén dejando a ella en la más absoluta miseria; con la venta de los dos últimos cuadros de Zabaleta que le quedaban adquirió un pasaje para Argentina y aún le sobró algo para iniciar una nueva vida; allí debió hacer perder la cabeza a más de uno y, supongo, casi tengo la certeza, que debió poner precio a esas «pérdidas de cabeza» a juzgar por los varios kilos de oro que amasó durante su periplo americano, oro que yo tuve entre mis manos transformado en pulseras, collares, anillos y colgantes; debió incendiar la vida nocturna y habitar en el precipicio, tener una vida envidiada y no ordenada, pero estoy seguro que no le quedó tiempo para pensar que el azar siempre es arbitrario y el futuro incierto. Fina pudo, o quizás no, poner remedio a su catarsis pero ¡quién soy yo para juzgarla!, que no conocí el ambiente en que hubo de desenvolverse y las miserias a las que tuvo que enfrentarse.

      Los éxitos del hijo de doña Consuelo mejoraron la economía familiar y condujeron al abandono del negocio de la hospedería. En consecuencia, tuvimos que emigrar a casa de Fina, en la calle Ciudad Real a principios de octubre de 1962. La calle discurría perpendicular al paseo de las Delicias a la altura de la estación de ferrocarril del mismo nombre. La estación fue cabecera de los trenes que iban a Portugal y Extremadura hasta 1969 en que fue clausurada; en su historial destaca la llegada a España en 1948, en el rápido Lusitania, del entonces príncipe Juan Carlos si bien no se apeó en esta estación sino en la de Fuenlabrada. En este entorno transcurrieron nuestras vidas durante los tres cursos que aún nos quedaban para finalizar los estudios.

      El día que conocí a Fina sentí que me iba a alojar en la casa de una bruja; tendría más de sesenta años y solo le faltaba la escoba: nariz aguileña, pelo descuidado, alhajada, muy habladora, delgada y un tanto zarrapastrosa… Tal era mi desazón que bronqueé a los responsables de la búsqueda quienes se justificaron en la proximidad a la escuela y la amplitud de las habitaciones. Afortunadamente no siempre la cara es el espejo del alma, tenía tan mal aspecto como buen corazón. La comparación de su físico con las fotografías de juventud que con tanto orgullo exhibía por todos los rincones me hizo reflexionar sobre el deterioro que produce en el ser humano el paso del tiempo, el inevitable y brutal paso del tiempo; lucía en su juventud una tez blanca como la nieve, ojos luminosos como estrellas, pelo sedoso y limpio cayendo indolente sobre los hombros, nariz aquilina menos pronunciada, el carmín en sus labios rivalizando en pureza con el color de las rosas… y ahora la miraba y solo veía una ruina, un cuerpo de escombros. Poco a poco comencé a encariñarme con ella al descubrir los grandes valores que encerraba esa mujer que visitaba con la misma frecuencia, una vez al mes, al Cristo de Medinaceli y al Monte de Piedad…, su trasiego empeñando y desempeñando joyas era indescriptible.

      Las relaciones de Fina con los vecinos eran casi inexistentes y, cuando existían, caso de Dina la del piso inferior, eran caóticas posiblemente sustentadas en la envidia física; pasaba gran parte de la mañana esperando que Dina asomara la cabeza por la ventana del patio interior, para arrojarle una maceta cuándo estuviese a tiro; solo su mala puntería logró librarla de la cárcel.

      Dina, a la que Fina solía referirse como «la puta de Dina» era una cincuentona bien parecida, morena, guapa, pechugona y sin pareja conocida; aprovechaba las ausencias de Fina para subir con cualquier pretexto a solazarse con sus tiernas presas. Su fijación conmigo jamás llegó a ser correspondida, no sé si debido a mi juventud o a mis miedos... Sonaba el timbre y siempre un pretexto: «Chico, por favor, ¿podrías darme un poco de sal? ¡Se me ha acabado!». Generalmente pedía algo que estuviese en el estante superior de la despensa; al auparme para alcanzar lo interesado se pegaba a mí empitonándome con los pechos a la par que, señalando a las alturas, decía: «Mira, está allí… más a la izquierda… más a la derecha…»; después del roce intensivo, un ligero manoseo para agradecer la ayuda y unos besos de despedida, no fuese a sorprenderla Fina. El Madrid de mi época ofrecía tan pocas oportunidades a las mujeres maduras que estas se veían abocadas a tomar la iniciativa, se observaba en el metro y en el cine… los asiduos a la programación doble del cine Delicias lo experimentábamos a menudo; recuerdo que siendo único espectador de la primera sesión de un día cualquiera fui sujeto «pasivo» del efusivo trato de una señora que se sentó junto a mí y me abordó sin el más mínimo recato; temblaba pero me dejé ir.

      Durante los primeros días de estancia en la nueva residencia me sorprendían los efusivos saludos —en el vestíbulo— de un señor de aspecto indio a juzgar por el color de su piel, el turbante y las vestiduras. Resultó ser el vecino del primer piso, Maulana Karan Ilahi Zafar, primer misionero que llegó de la India a España, en 1946. En 1962 —tendría cuarenta y tres años— ya era jefe de la incipiente Comunidad Ahmadia del Islam en España que, por supuesto, no disponía de mezquitas ni más de una treintena de profesantes. Más tarde, en 1982 se construiría la de Basharat en Pedro Abad (Córdoba), que tuve ocasión de visitar en varias ocasiones aprovechando mis desplazamientos


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