Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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entablar amistad con ellas; para ello se servía de los agujeros existentes en la argamasa envejecida… o saltaba la tapia a la primera ocasión… «Porque hay que estar atentos a las ocasiones que la vida ofrece, el azar es arbitrario y nadie sabe lo que ocurrirá al segundo siguiente», sentenciaba mientras aspiraba el humo de un cigarrillo. Su paso por el convento fue una excentricidad más que, lógicamente, tuvo el final esperado.

      A final de curso del primer año, próximo al verano, se incorporó a la casa un cuñado de Miguel, también en busca de trabajo como perito agrícola; casi tan gracioso como él pero con un humor británico; me contaron que hallándose Paco Casas practicando dibujo técnico en los meses del verano siguiente, tras haber suspendido en junio, Pepe preguntó qué tal le iba; Paco, muy ufano, contestó: «Estoy muy contento, me están saliendo las láminas casi tan bien como en junio»; con una sonrisa cruel, Pepe le contestó: «¿Y qué pasó en junio?», una forma sutil de decir que suspendería otra vez.

      Durante el segundo curso de carrera y segundo año en casa de Fina, la alternancia de los estudios con otras actividades nos permitió obtener dinero suficiente para mejorar nuestra calidad de vida y, lo más satisfactorio, regalar a nuestros padres, en los albores de la sociedad de consumo, los primeros electrodomésticos: frigorífico, televisor y lavadora. Todo comenzó cuando mi hermano, que dominaba la contabilidad, se dedicó a dar clases particulares a compañeros, en grupos o individualmente; la mayoría había consumido la adolescencia estudiando y sin relacionarse con el trabajo. La contabilidad, como nos ocurría a nosotros con la descriptiva, era ininteligible para ellos; las clases eran muy demandadas porque al desarrollarse entre iguales se podía preguntar sin límites hasta que los conceptos quedaban claros. El profesor de la asignatura, Villar y Mir, buen comunicador y hombre recto, llegó a ser ministro y hoy es prácticamente dueño de la empresa OHL. Antes de los exámenes dedicaba tres días, en horario continuo, a aclarar dudas. También impartió en tercer curso Legislación, de cuyo examen final fui expulsado antes de comenzar; previamente al reparto del cuestionario había advertido solemnemente: «A partir de este momento, todo aquel que mire hacia atrás, hacia la izquierda o hacia la derecha será expulsado», instintivamente giré la cabeza a la izquierda y… «¡Usted, fuera!». Aprobé fácilmente en septiembre, pero no me moví un ápice, mi hieratismo superaba al de cualquier esfinge egipcia.

      Otra fuente de ingresos fue la realización para el Ministerio de Obras Públicas de encuestas presenciales sobre el origen-destino de todos los conductores de Madrid en días y lugares significativos; se necesitaba conocer los movimientos de los usuarios de la Red Metropolitana de Carreteras para priorizar y diseñar la capacidad de las grandes vías; el trabajo se ofreció en la escuela a todos los alumnos interesados, sin día, horario ni lugar fijos, tanto de día como de noche; pagaban bien, por horas. En horario de madrugada recorría el trayecto entre la calle Ciudad Real y la plaza de Cibeles con las calles desiertas, hubo noches en que no me crucé con vehículo alguno, solo se oía el ruido producido por los operarios de limpieza al baldear las calles pero no sentía miedo, la seguridad era absoluta. Vehículos oficiales del Ministerio nos recogían en Cibeles, puerta de Correos, y nos depositaban en el lugar de la encuesta donde nos esperaba un dispositivo de la Guardia Civil de Tráfico que se encargaba de canalizar el tráfico, evitar incidentes y detener a todos los vehículos para someter a sus conductores a un extenso cuestionario: de dónde viene, dónde va, motivo del viaje… Pasé una de las noches más desapacibles que recuerdo, soportando viento, lluvia y frío, a las puertas del cementerio civil, el que forma parte de la Necrópolis del Este junto con el cementerio de la Almudena del que lo separa la carretera de Vicálvaro y el cementerio judío. No me sentía cómodo en ese entorno, allí estaban enterrados varios presidentes de Gobierno, líderes como Pablo Iglesias, e intelectuales como Pío Baroja o Arturo Soria… ninguna de las historias que contaron aliviaron mis miedos. Solo rompía la monotonía el paso de algún personaje famoso, como un veloz extremo del Real Madrid que circulaba, sobre las tres de la madrugada, a bordo de un deportivo amarillo acompañado de una joven rubia, guapa, y voluptuosa. A las preguntas de rigor respondía con una sonrisa a medio camino entre la complicidad y la chulería: «Pues vengo… de ahí. ¿De verdad quieres que te diga dónde voy? ¡Asómate! ¿Tú qué crees?». Las anécdotas se sucedían… a un actor famoso, bien acompañado, a esas horas en que la noche hace estragos le pregunté: «¿Hacia dónde se dirige?», su respuesta fue demasiado cruel: «Mira chaval, nosotros vamos al Palace y vosotros a joderos aquí toda la noche y morir de frío, so pringaos».

      Esa misma noche, sobre las cuatro, arreciito y tiritando por el frío, alguien sugirió aprovechar el descenso del tráfico para combatirlo en un bar de copas, garito o antro muy conocido por servir de cobijo y zoco a prostitutas; pese a la hora, el bar estaba lleno de gente joven o de mediana edad, se respiraba un ambiente denso por el humo y el empañado de los cristales que no dejaban ver la lluvia. Cuando apurábamos las copas entraron dos prostitutas ligeras de ropa, llegaban «empitonadas», el frío había erguido sus pezones solo protegidos por un ligero suéter. Pasados unos minutos, envuelta en un abrigo de pieles entró otra colega con la que entablé conversación, era la primera vez que hablaba con una prostituta, pese a haber convivido con ellas un año en la Pensión Reme; bromeé con el exagerado tamaño de los pezones de sus compañeras pero no le agradó la comparación, para mí que se sintió infravalorada y decidió rehabilitarse: «Claro, ¡Ahora vas a ver!», despojándose de su abrigo salió al exterior, cuando regresó, a los pocos minutos, lucía ufanamente sus atributos, de frente y perfil, más empitonada, si ello fuese posible, que las anteriores: «¿Lo ves? ¡El frío, es el frío!, yo venía muy calentita pero no tengo nada que envidiar a nadie».

      Y al hilo de prostitutas… con motivo de un examen de Ferrocarriles a primera hora de la mañana, Goyo y Pablo, compañeros algo distraidillos y de un comportamiento sociológico peculiar, acordaron poner el despertador a las siete. Compartían habitación en una vivienda de Legazpi, junto al mercado, y no podían quedarse dormidos bajo ningún concepto. Sonó el despertador: «Venga Goyo que vamos a llegar tarde, date prisa»; se asearon y cartera en mano pusieron rumbo a la escuela.

      —Goyo, qué raro está todo, ya tenía que haber amanecido y es noche cerrada, se ven pocos coches.

      —Sí, y además todavía están las putas del mercado, mira el reloj.

      —¡Son las tres!, ¡qué cabronazo!, pero… ¿A qué hora pusiste el despertador?

      Realizamos dos viajes de prácticas, uno en segundo curso y otro en tercero, como viaje fin de carrera. En 1964 visitamos el embalse de Alcántara sobre el río Tajo, en Cáceres, con una presa de gravedad para fines hidroeléctricos que a su finalización debería tener ciento treinta metros de altura y en la época del viaje alcanzaba los cien. A tan solo seiscientos metros corriente abajo, el famoso puente romano de Alcántara y, dentro del embalse, la isla de Cabeza Gorda. La compañía hidroeléctrica española había adquirido en 1961 el convento de San Benito para situar en él la residencia de los ingenieros de la presa, previa restauración; para los trabajadores construyó un poblado en el que se nos ofreció un ágape insultante, jamás había visto tantas cigalas juntas. Los alumnos más antiguos hablaban de las magníficas viviendas en las que habitaban los ingenieros en las presas y también de las comidas que se ofrecían en los viajes de prácticas pero a juzgar por lo vivido se quedaban cortos. Solo guardo un mal recuerdo, el vértigo que sufrí al ver bailar el twist a muchos compañeros en la coronación de la presa, sin protección alguna y con medio cuerpo sobre el vacío; tan inminente me parecía la caída de alguno de ellos que tuve que retirarme a tierra firme y dejar de mirar para contrarrestar mis miedos; respiré tranquilo cuando el grupo descendió al cauce del río con el auxilio de cientos de rústicos escalones, visitamos las galerías interiores de la presa y deshicimos lo andado…, un gran día.

      Más estrambótico resultó el viaje final de carrera al puerto de Valencia organizado por el profesor de Puertos. Tras el almuerzo, cortesía de una constructora de carreteras instalada en el itinerario, fuimos alojados en un hotel cercano al puerto. Aproveché las horas muertas hasta la cena para acercarme a la costa. Pese a mi edad nunca había visto el mar y la ansiedad me empujó a no demorar por más tiempo un encuentro que, como era previsible, me sorprendió; caía la tarde y apenas se atisbaba actividad marítima… ni peatonal; sentado sobre uno de los


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