Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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las manos a la cabeza exclamaba sin cesar:

      —¡Estáis locos, estáis locos! ¡Eso cómo va a ser!.. Decidles que no hay sitio, dadles cualquier excusa pero que no vengan de ninguna manera… aquí hay y viene mucha gente rara y no les va a gustar. ¡Que no, que no!

      Recapacitamos y, efectivamente, no era conveniente… no vinieron.

      El tiempo nos haría ver que erramos la elección: alojarnos en una pensión implicaba un trasiego diario de personas que nos convertía en actores involuntarios de un vodevil permanente que tuvo su apoteosis final en el fatídico mes de junio.

      Doña Consuelo

      El descubrimiento tardío de haber residido en un prostíbulo durante el primer curso de nuestra estancia en Madrid, nos indujo a emigrar a otro «nido» en octubre de 1961; lo encontramos en el domicilio de una señora valenciana que vivía sola en la calle Tres Peces. Las habitaciones, amplias y luminosas, rezumaban pulcritud y la escuela quedaba a una distancia similar a la del curso anterior. Doña Consuelo no representaba, posiblemente por su voluptuosidad, más de sesenta años; gustaba vestir modelos entallados que resaltaran sus redondeces y lucir llamativas joyas; su aspecto de mujer de mundo solo se contradecía por su adicción a las radionovelas… enamorada de Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso no se perdía un capítulo de los booms del momento: Ama Rosa y La dama de las camelias.

      Por entonces alcanzaba su máximo esplendor el Festival Internacional de la Canción de Benidorm que inspirado en el de San Remo llegó a igualarlo en notoriedad; su importancia fue tal que encumbró a Raphael y Julio Iglesias, entre otros. Aquel año resultó vencedor, como compositor, Mario Sellés, hijo único de doña Consuelo, con la canción La hora interpretada por Rosalía. Tras ganar el festival, Mario fue a Madrid para visitar a su madre quien, exultante, preparó la mejor paella que mis papilas gustativas hayan disfrutado; fue su gran perdición, los txiquets —así llamaba ella a sus pupilos—, la presionábamos con frecuencia para repetir y ella, todo bondad, jamás se negaba. En el transcurso de esos actos culinarios se ufanaba del éxito que tenía con los hombres pese a su edad:

      —Me veo tan bien que hoy mismo me ha dicho un señor que estaba como un volcán –nos decía plena de orgullo y felicidad.

      Cualquier ocasión era propicia para practicar su gran afición, hablar al revés ya fuera invirtiendo el orden de las letras o las sílabas de una palabra. Su favorita para instruir en la técnica a los contertulios era «soidemersol», «los remedios» al revés, repetía divertida; también disfrutaba haciéndonos ver que solo había una palabra en el diccionario cuya fonética era idéntica al derecho y al revés, «reconocer». Practicando esta memez podíamos pasar horas retorciéndonos de la risa ante el significado soez o pícaro de alguna resultante; a veces el más perspicaz simulaba no haber entendido la inversión y se la hacía repetir, como ocurría con «y dijo»… extrañaba tanta torpeza. ¡Pero si es muy fácil!, repetía incansable: «¡Y jodí, y jodí…!».

      Pero el envoltorio de la Doña, como suele ocurrir a esas edades, también ocultaba alguna que otra carencia. Cierta noche, camino de la madrugada, unas voces lejanas interrumpieron nuestro sueño, acudimos a su llamada y la encontramos con los ojos enrojecidos y la respiración jadeante; se aferraba con una mano al marco de la puerta y con la otra, se estrujaba convulsivamente una falda desabrochada y medio caída; de cintura hacia arriba una rebeca abierta dejaba ver sus exuberantes ubres: «Ay, que malita estoy, es la visícula, esperad un poco a ver si me pasa, dicen que el dolor se quita con la cabeza hacia abajo». Sin el menor reparo se acomodó en la cama, junto a la pared, con la cabeza en el colchón y los pies al techo ofreciendo a nuestros ojos, sin prejuicios, la desnudez de su cuerpo. Mi hermano y yo nos mirábamos atónitos sin saber qué hacer; en tan inapropiada pose y sin su habitual coquetería, se nos ofrecía el retrato real de doña Consuelo… «fea y legañosa», como diría graciosamente la madre Teresa a fray Juan de la Miseria con motivo del cuadro que aquel le pintara.

      En una habitación individual moraba de antiguo un joven y apuesto canario de La Laguna llamado Jesús, un bohemio selectivo que habiendo realizado estudios de Magisterio, Filosofía y Medicina, abandonó estos últimos en quinto curso por su obsesión con el teatro, desde que a los trece años se integrara en el TEU de La Laguna. Ya en Madrid fue director del TEU de la Facultad de Medicina y se inició en la interpretación elevando su caché hasta trabajar con directores como Cayetano Luca de Tena o José Tamayo y en compañías como las de Nati Mistral, Paco Martínez Soria o Conchita Montes…, con protagonismo variable como es de suponer. A nosotros nos tocó vivir el momento álgido de su carrera artística, el «despegue». Sus progenitores no aceptaban con agrado las veleidades de su vástago, veían tirado por la borda el esfuerzo de muchos años a cambio de una entelequia. Jesús sufría penurias económicas pese a la desahogada economía familiar; los padres pensaron erróneamente que así lo harían desistir de su verdadera vocación pero ocurrió lo contrario, el ahogamiento económico solo consiguió igualar a Jesús con el mundillo en que se movía… y comenzó a sentirse cómodo.

      Cierto día, al llegar a casa cuando aún no había anochecido, nos sorprendió ver la luz de su habitación encendida a través de las rendijas de la puerta; preocupados, entramos a preguntar si le ocurría algo, apartó los ojos de un grueso libro que apoyaba sobre las rodillas encogidas y con su altivez habitual respondió: «No, no me pasa nada, solo que acostándome temprano se me olvida que tengo que cenar, lo hago con frecuencia, me quedo dormido enseguida y un problema menos». Nos miramos perplejos y tras unas bromas para desdramatizar la situación salimos de la habitación. Solíamos comprar en un kiosco cercano algunas menudencias —a las que llamábamos cena— tales como pan y una lata de sardinas, foie-gras o caballa…, no más de seis pesetas pues nuestra economía no permitía mayores lujos; una mirada bastó para prorratear su cena; de regreso a casa hicimos ver al encamado que bien poca cosa le llevábamos pero no había para más; soltó el libro, tomó las viandas con la avidez del hambriento, dio un gran mordisco a la barra de pan y, con la boca llena, arremetió invectiva tras invectiva contra las personas que desdeñan lo ordinario y lo vulgar y se pirran, en cambio, por aquello que les parece poco común: «Los langostinos son carísimos… las sardinas tienen un tufillo demasiado plebeyo… el pollo, por el simple hecho de abundar es un manjar grosero… la rareza no es lo valioso sino lo que pone precio a las cosas; como decía Horacio, «Odio y me aparto con horror del profano vulgo». Sus ojos destilaban agradecimiento y también sus palabras: «Chicos sois únicos, ¡qué buenos sois! Cuando sea famoso compensaré con creces vuestras atenciones, no os faltará de nada, vosotros no sois conscientes de lo que hacéis por mí y de que —y aquí le salía de nuevo su vasto conocimiento de los clásicos—, estáis contradiciendo nada menos que a Ovidio quién en un precioso dístico decía “Mientras seas feliz tendrás muchos amigos, pero cuando el cielo se te cubra de sombras te encontrarás solo”. ¡No es verdad, ya veis que no es verdad!». Jesús era cinco años mayor que yo, muy bien parecido, de rasgos indios, ojos profundos, pelo abundante, hablar refinado y varonil, pero estaba flaco, muy flaco, al punto que se le notaban los huesos.

      No llevábamos un mes de convivencia cuando nuestro actor llegó un día contentísimo porque le acababan de ofrecer un papel en Judith, una obra de Alfonso Paso que se iba a representar en el Teatro Lara bajo la dirección de Luca de Tena y compañeros de reparto como Manuel Galiana, Pastor Serrador… El papel era testimonial, no llegaba a los diez segundos pero según él «sería su rampa de lanzamiento hacia el estrellato», haría de mayordomo y toda su intervención se circunscribía a responder, en una escena repleta de soberbia, a los malos modos de la marquesa; solo tenía que pronunciar: «¡No le permito señora!». Jesús pasaba horas caminando por el pasillo y entonando la frase de mil formas distintas; después nos reunía, a modo de jurado, para ver cuál nos parecía más adecuada. Llegado el día del estreno, nos consiguió unas entradas de paraíso y presenciamos su debut. La obra resultó amena y compartimos con él la alegría por su prometedor futuro. Su universo nada tenía que ver con el de las alfombras rojas de los Oscar; con suerte los «elegidos» adquirían un poco brillo y mucha mugre, realidad que se hacía patente nada más bajar el telón.

      Fue él quien nos inoculó el virus


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