Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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la escuela, finalizaron dos años antes del fallecimiento de Cajal en 1934. Su fachada principal, orientada a Madrid Sur, se eleva sobre el paseo de la Infanta Cristina y consta de cinco alturas distribuidas en tres plantas sobre rasante, semisótano y sótano. Sus discípulos continuaron allí hasta 1956 y fue en 1957 cuando se decidió destinarlo a Escuela de Obras Públicas; tras las obras de acondicionamiento, las clases darían comienzo en el curso 1960-1961, año de mi llegada.

      Con estos antecedentes, al alumnado siempre se nos inculcó el honor que suponía formarnos en las aulas que ocupó el instituto depositario del legado científico de Santiago Ramón y Cajal, pero lo cierto es que el prestigio y cotización de los Ayudantes de Obras Públicas, cuerpo creado en 1857 por Claudio Moyano para nutrir de funcionarios especializados al Ministerio de Fomento, estaba basado en su excelente preparación; el ingreso en el cuerpo se hacía por libre oposición y su dificultad era tal que a mi llegada, en 1960, quedé sorprendido al verificar que la mayoría del alumnado no había logrado ingresar en la extinta Escuela de Ayudantes tras ocho o más años de preparación en academias particulares; los afortunados que ingresaban tenían que superar dos años de enseñanza y uno de prácticas, pero la gran demanda de estos titulados por parte de las empresas privadas de obra civil hizo que muchos renunciaran al funcionariado ante las mejores condiciones económicas que la empresa privada ofrecía. La escuela pasó a depender en 1957 del Ministerio de Educación; a partir de 1972, quedó integrada en la Universidad Politécnica de Madrid con la denominación de Ingenieros Técnicos de Obras Públicas y desde 2013, como Escuela Técnica Superior de Ingeniería Civil.

      Al divisar la escuela comencé a sentir escalofríos y convulsiones, no podía embridar el cuerpo, dudaba si culpar de ello al frío, a una incipiente gripe o a mis miedos. Antes de pisar el primer escalón ya habíamos chasqueado una cerilla y alumbrado sendos cigarrillos, unos Philips Morris cuyo olor y sabor aún me persiguen; rebasada la escalinata de acceso unos paneles sobre caballetes de madera daban soporte a las listas con la distribución de alumnos por grupos y aulas así como los horarios de clases; las listas, confeccionadas en offset, coordinaban linealmente cada nombre con su fotografía; nos preguntábamos, sin obtener respuesta, el motivo de semejante «lujo». Un aldabonazo me hizo sentir que, en ese instante, comenzaba la aventura de mi vida y que mi pasado deslizaba a un segundo plano.

      La cafetería, situada en el sótano, era un hervidero de alumnos, muchos de ellos parecían conocerse de cursos anteriores, serían repetidores… hablaban de aprobados, suspensos, problemas fallados por una nimiedad, otros resueltos por una «feliz idea»… estas dos palabras se repetían con demasiada frecuencia, tanto que, en nuestra ignorancia, llegaron a desconcertarnos, no sabíamos a qué se referían con aquello de «tuve una feliz idea»… ¿Acaso nosotros no la teníamos?... era una sensación horrible. ¡No conocíamos ni lo más elemental! Estábamos en esas cuando Paco Casas, dándome un codazo, me susurró en voz baja, con su inconfundible acento granadino: «Eeepa, ¿te has dado cuenta que aquí nadie toma café?». Su observación nos dejó perplejos, mirábamos a uno y otro lado y, ciertamente, el desayuno generalizado era un vaso enorme de vino tinto, similar a los actuales de tubo, acompañado de un pincho de tortilla también de dimensiones considerables; por aquello de «donde fueres haz lo que vieres», entramos a formar parte de esa increíble caterva de potenciales alcohólicos; mitigamos el frío pero nos costó adaptarnos a tan extravagante costumbre y sobre todo a privar a nuestro organismo de su habitual dosis de café con leche y calentitos.

      En el aspecto disciplinario, la escuela estaba en las antípodas de las facultades y escuelas actuales: a clase no se podía acceder sin americana y corbata, los profesores pasaban lista en todas las clases y cuatro faltas anuales sin justificar imposibilitaban la presentación a examen. Sorprendía no ver ninguna alumna en la escuela, sin duda acabábamos de entrar en el templo del machismo más recalcitrante, solo comparable al existente en la Escuela de Aparejadores donde la única alumna matriculada tuvo que abandonar a mitad de curso por el acoso al que se veía sometida por algunos profesores: «Señorita, ¿y usted quiere ser Aparejadorrrr? ¡Cuando suba a los andamios los albañiles le van a ver las bragas!». No hace mucho leí que un profesor de Económicas en Santiago de Compostela había sido suspendido dos meses de empleo y sueldo por decir en clase que le distraían «el ruido de dos bolígrafos y el escote de María»; la alumna protestó ante el decanato y el profesor amenazó con abofetearla: lo había llamado «machista asqueroso» y a él le molestó lo de «asqueroso»; se disculpó en una carta a la prensa por lo de la bofetada. Dos respuestas distintas a situaciones similares que ponen de manifiesto la velocidad con la que se ha transformado la sociedad.

      A nuestra preocupación por la escasa preparación recibida en Granada, se añadió a partir de la primera clase otro problema de tipo económico, el instrumental necesario para el dibujo técnico tenía que ser de la marca suiza Kern por su calidad y precisión y su coste superaba las cuatro mil pesetas… seis mensualidades de alojamiento… sin contar el material auxiliar como tintas, papel, plumillas, cartabones… una ruina. Solo sonreí al conocer el nombre de uno de los instrumentos… la bigotera. Y, ¡qué decir del precio de la regla de cálculo, hoy obsoleta! Al finalizar la clase hicimos saber al profesor la imposibilidad de adquirir, para cada hermano, el instrumental completo. Muy comprensivo nos permitió compartir un solo equipo incluso en los exámenes, para lo cual nos colocaría juntos. Por nuestra cabeza no pasaba pedir más dinero a nuestros padres, habían aceptado el traslado a Madrid con gran sacrificio, no podrían sufragar más gastos, solo plantearlo supondría nuestro regreso inmediato al pueblo y la reafirmación en sus tesis: «¿Lo veis? ¡Ya decía yo que eso no podía ser!». Anduvimos varios días rumiando el problema hasta que un repetidor nos iluminó; al parecer un banco o la caja postal daba créditos a estudiantes, en el ámbito de su obra social, que se devolvían al finalizar la carrera y en un plazo de diez años; nos concedieron un préstamo de diez mil pesetas que terminamos de pagar en Sevilla tras llevar varios años trabajando y con una depreciación tal del dinero que poco importaba cuál de los dos hermanos lo cancelara. Pese al crédito, adquirimos un único equipo de dibujo puesto que también teníamos que adquirir los libros y material auxiliar de las cuatro asignaturas restantes.

      Durante el primer almuerzo fuimos presentados a los huéspedes fijos: el carismático y culto tío Gerardo, cordobés de cincuenta años, pariente cercano de un prestigioso político de la efímera II República Española, cuya madre, mujer liberal y libertina, no toleraba el carácter poco sociable, colérico y desafiante de su conservador hijo y prefirió tenerlo lejos del hogar; aunque misógino, Gerardo buscaba la compañía femenina y se arrepentía con frecuencia de las intolerancias de su corazón; exhibía una barba de chivo, valleinclanesca, que calificaba de contestataria… «Muy apetecible por las mujeres de ser acariciada, que no mesada»; reía cual demonio explicándonos que mesar era lo contrario a acariciar, era arrancar los pelos con la mano y no lo que el vulgar populacho entendía como sobar de arriba abajo. Otro personaje curioso, un teniente retirado de la Legión del que jamás logré saber qué hacía allí y a qué dedicaba el tiempo libre, solo supe que era de Palencia y se llamaba Emérito. Un tercero, el buscador de trabajo don Ramón Bartolett, al que todos acabamos llamando don Bartolo y, por último, un mejicano llamado Owen Hernández, de Petlalcingo (Puebla), quien ayudado por su hermano Rafa, emigrante en Estados Unidos, decidió probar fortuna en España por aquello del idioma. Trabajaba de maestro pizzero y sandwichero en un establecimiento de la calle Carretas; un tipo elegante de no más de treinta y cinco años, pulcro, delgado y con un cuidado bigote a lo Errol Flynn que a su atractivo personal añadía el plus de la musicalidad del habla mejicana. Incluyo entre los fijos a un chico joven llamado José María del que más tarde supimos que estudiaba Obras Públicas y a un sevillano, Félix, que apareció por la pensión un sábado del mes de noviembre para ver un partido de fútbol Real Madrid-Betis y se quedó con nosotros hasta el mes de marzo, un tipo gracioso y enigmático de unos cuarenta años, sectario del Carpe diem, que parecía pasar de todo, siempre estaba sonriente y feliz; jamás logramos saber cuándo marcharía, si estaba casado, a qué se dedicaba… envidiábamos su libertad y ausencia aparente de problemas; al parecer la kiosquera de abajo quedó prendada de su gracia y decidió disfrutarlo también en el lecho reteniéndolo durante cinco meses, cinco intensos meses en los que la pasión no tocaba fondo… hasta que el amor murió… de empacho.

      Aprovechando


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