Se muere menos en verano. José Garzón del Peral

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Se muere menos en verano - José Garzón del Peral


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medias con la ayuda de un enorme huevo de mármol… siempre el mismo cuadro costumbrista. Yo no salía de casa hasta ver al tío Pedro acomodado y meditabundo, con la parte curva del cayado entre las manos y sobre ellas la barbilla, entonces me acercaba a él, acariciaba sus rodillas y Pedro, parodiando a fray Luís de León iniciaba su oratoria:

      —¿Por dónde íbamos?... ¡Ah, sí, ya recuerdo!... Como te decía…

      Pensión Reme

      Aún se me humedecen los ojos al recordar el día en que habría de partir para Madrid junto a mi hermano Manuel para iniciar los estudios de Obras Públicas; el ambiente veraniego y las recientes fiestas locales habían camuflado mis miedos y, sin avisar, en un suspiro, el fatídico y temido cuatro de octubre había llamado a la puerta; el otoño había llegado para quedarse, sigilosamente, dejando atrás la larga travesía del verano y sus noches interminables, ya empezaba a oscurecer antes y el tiempo parecía aletargarse, la tristeza invadía las calles ahuyentando luces y cobijando sombras, los colores no eran los mismos, ni los olores, ya no olía a membrillo, azufaifa o higo chumbo… El descenso de las temperaturas invitaba a ocultar la piel que ya no ardía, las casas comenzaban a ser abandonadas por los veraneantes, se veían menos chimeneas humeantes y bicicletas en las puertas; soledad, frío y silencio solo eran interrumpidos por las campanadas del reloj del ayuntamiento.

      A partir de las cuatro de la tarde, cuando hubo finalizado la celebración de la onomástica de los Franciscos de la casa, comenzamos a revisar el equipaje con mi madre y recibir las últimas instrucciones: «Llamad en cuanto lleguéis, ya sabéis que lo paso muy mal… cuidado, no os vayan a robar…», lo normal. La Marranica, autobús que prestaba servicio con la estación de ferrocarril, tenía la salida a las siete de la tarde al objeto de conectar con el expreso procedente de Granada y Almería con destino Madrid; pero aquel día, como de costumbre, el tren llegaba con retraso y esperamos en La Cantina hasta escuchar los silbidos cada vez más cerca. Desde el andén, por nuestra derecha, se divisaban en el horizonte las bocanadas de humo denso que vomitaba la locomotora y se oía el trac-trac penoso y cansino de su tracción componiendo una sinfonía macabra que me hizo comprender que algo en mi vida comenzaba a cambiar inexorablemente. El sosiego de la espera mutó en agitación al aparecer el jefe de estación con el bastón rojo bajo el brazo, abrochada la guerrera y calándose la gorra; alguien comentó: «Ya está ahí», mientras un vientecillo juguetón acariciaba las copas de los olivos amenazando lluvia. En el andén se apiñaban las maletas, casi todas de madera o cartón… todas muy pesadas y atadas con cuerdas de nudo basto; «Esto pesa como una condena», exclamó un viejo canoso; también se veían cestos de palma con la cabeza de alguna gallina curiosa asomando; era la iconografía de la emigración que siguió a la postguerra, tan certeramente plasmada en decenas de películas, gentes que salían del pueblo con olor a tierras de olivos y jabón de tocino, con las manos acartonadas aunque anduviesen en la adolescencia, gentes que al amanecer estarían en Madrid o, quizá, seguirían hasta Barcelona, la tierra prometida, para vivir hacinados en pisos del extrarradio construidos apresuradamente por especuladores; con un poco de suerte, tendrían algún familiar o conocido que los ayudara o, en el peor de los casos, encontrarían alguien con quien hablar, que le ofreciera una mísera habitación en un arrabal, aprenderían a lavar, cocinar, moverse en metro… ¡A saber dónde irían a parar!... Y en sus largas caminatas, sin rumbo, buscarían con avidez entre los viandantes alguna cara conocida… pero no tendrían suerte, todos serían forasteros en la tierra que nadie les había prometido, gentes que, a los pocos años, volverían al pueblo para acompañar al Cristo, con el pelo encanecido, la mirada malherida de nostalgia y la convicción de que el desarraigo y el malvivir no compensaban el traje nuevo o el reluciente jersey de rombos que con tanto orgullo lucían.

      Durante la frenada, el roce de las ruedas con los carriles producía un chirrido insoportable; los viajeros, curiosos, bajaban las ventanillas en busca de aire puro enmarcando las cabezas superpuestas de soldados y estudiantes; en el tren no cabía un alfiler, supuse que por la coincidencia del final del verano con el inicio del curso académico. Algunos viajeros se ofrecieron a subir las maletas por la ventanilla. La parada, solo dos minutos, la aprovechaban algunos soldados para llenar las cantimploras en La Cantina; en la arrancada el tren parecía un reptil recién alimentado al que le costaba ponerse en movimiento, incluso yo sufría con la quejumbrosa fatiga de aquella intrépida locomotora de vapor sola ante la adversidad o que, tal vez, cual ser vivo quería solidarizarse con mi angustia. En esas estaba cuando tuve que secarme las lágrimas que tozudamente pugnaban por humedecer mis mejillas. Poco a poco vi empequeñecerse en la distancia a mi padre y su pañuelo del adiós; pegado al cristal de la ventanilla escuchaba los latidos de mi corazón que protestaba enérgicamente por haber sido «forzado» a abandonar su tierra y su gente, en la convicción de que lo venidero nunca sería peor a lo que dejaba atrás… pero yo no tenía edad para pensar en el futuro. Un venero de recuerdos fluía a mi mente con machacona insistencia: niñez, viajes, colegio, primeros amores, besos… Un manotazo en la espalda me devolvió a la realidad, eran tres compañeros de Granada con los que íbamos a compartir aventura.

      Los vagones, de tercera clase como es de suponer, eran de madera con asientos corridos y enfrentados; los viajeros sin reserva de asiento pasábamos toda la noche en pie o, con suerte, sentados en alguna de las maletas que se hacinaban en el pasillo. Los más pícaros subían al tren sin billete; para ahorrar parte o la totalidad del trayecto no perdían de vista al revisor y en las frecuentes paradas que el tren realizaba, bajaban y subían buscando su espalda o se encerraban en los servicios para evitar el encuentro; en un momento del itinerario se obtenía el billete «en ruta» por el trayecto restante; este ahorro, que con el tiempo también yo practiqué, era el que permitía, ya en Madrid, alguna que otra licencia lúdica. Los vagones hedían, olían a una mezcla indescriptible de comida, grasa, tabaco y sudor… hacía calor y la piel se cubría de sudor negro por la incrustación de la carbonilla proveniente de la locomotora. Los baños… mejor no necesitarlos. El expreso tenía su llegada a Madrid a las siete de la mañana, la larga duración del viaje facilitaba el nacimiento de amistades y la intromisión en vidas ajenas… Se compartían viandas y cedían asientos generosamente. ¡Solo hasta la medianoche!... a partir de las doce el sueño profundo de los afortunados con reserva de asiento anulaba cualquier atisbo de caridad. Sonreí al ver cómo la cabeza de un soldado descansaba sobre el hombro de una monja a caballo entre la «toca» de algodón blanco y el velo de gasa negra o cómo una chica joven reposaba la suya en el cuerpo de un anciano; solo la llegada del revisor para picar billetes recomponía las posiciones iniciales; parecía que los viajeros se conociesen de toda la vida… Los estudiantes intercambiaban direcciones, las chicas de servir reían abiertamente las ocurrencias de soldados y estudiantes; en el extremo opuesto un hombre diminuto, de ojos claros y cabellos erizados estrellaba contra su pantalón de pana un huevo cocido cuidando mucho no estropear uno de los polos para utilizarlo de huevero... después, utilizando navaja y salero daba cortes perfectos y lo ofrecía a los más próximos: «No se preocupe, tengo más; si quiere le puedo dar a probar el chorizo del pueblo, mi señora es mu exagerá pa tó y m’a echao pa un regimiento»; vencida la timidez inicial de algunos, el hombrecillo sacó de un cesto de palma una mugrienta bota de vino, los tragos comenzaron a menudear como el granizo en las tormentas; recordé el proverbio griego: «Mientras hay olla, hay amistad»; tras limpiar la navaja con unos cuantos vaivenes sobre el pantalón, se acomodó, arrastró la visera de pana hasta que sus ojos quedaron ocultos y se sumió en un plácido sueño, ese que solo las personas sencillas y honestas pueden conciliar. Al fondo del vagón un grupo de soldados, cantaban vulgares canciones de campamento intercalando algunas obscenidades; unas monjitas, con rosarios de cuentas esféricas de madera enhebradas con un hilo negro de algodón, entre escandalizadas y divertidas sonreían pudorosamente; eran austeras en el vestir: hábitos de tela áspera entre parda y negra, blancas tocas, alpargatas similares a las que podría llevar cualquier labriego… vestían como las mujeres pobres del pueblo, sí, de no ser por la toca eso parecerían; por comentarios supe que pertenecían a la orden fundada en 1875 por sor Ángela de la Cruz, la Zapaterita.

      Recorrí todos los vagones, incluso los de segunda clase, en busca de un asiento, pero no hubo suerte y tuve que regresar a mi vetusta maleta y esperar pacientemente a que alguien bien instalado finalizara


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