Psychomachia I. Germán Osvaldo Prósperi
Читать онлайн книгу.Dei? Vemos entonces que el phantasma no se confunde ni con la caro ni con el spiritus, ni con homo ni con Deus. Cristo se presenta, así, como la figura de la ambigüedad y de la ambivalencia: por un lado, en tanto hombre y dios –y esta será la línea dogmática de la teología occidental– sirve para suturar la dehiscencia, ni humana ni divina, del fantasma; por el otro, en tanto fantasma, es decir ni humano ni divino, es la puerta a un dominio que no coincide con lo real de la metafísica teológica y que se identifica, para nosotros, con el mundo de las imágenes. La palabra “Cristo”, en este último sentido, pasaría a designar algo para lo cual faltan quizás los nombres pero que los teólogos han intentado mantener en los confines de la ontología. Algunos siglos más tarde, por sólo citar un ejemplo, se hará sentir de nuevo esta amenaza, como hemos visto en el capítulo previo, cuando un teólogo como Juan de Damasco afirme: “no se ubicaría ni en la divinidad ni en la humanidad, y no sería llamado ni Dios ni hombre sino solamente Cristo: y la palabra Cristo no sería nombre de la persona” (De fide orthodoxa III, 5).84 Este pasaje alude a la condición específica del fantasma. Cristo como fantasma representa la disiunctio de lo divino y lo humano. De allí que la teología haya afirmado el carácter conjuntivo de Cristo, la coexistencia, sin confusión ni separación, de sus dos naturalezas, en detrimento de su carácter disyuntivo. El Cristo de la tradición dogmática es siempre una coniunctio de dos naturalezas.85 Y si bien era blasfemo confundir ambas substancias, la humana y la divina, mucho más blasfemo era separarlas y abrir un hiato o una dehiscencia entre ambas; abrir, pues, la puerta a las imágenes fantasmáticas.
Conclusión
A lo largo de este capítulo hemos explicado algunos de los aspectos de la cristología de Marción, sobre todo en lo que concierne a la naturaleza fantasmática de Cristo. Para el marcionismo, Cristo es un fantasma, es decir una mera apariencia o ilusión. Lo cual significa que el Salvador no ha asumido una naturaleza carnal y por ende no ha devenido humano. La salvación concierne al espíritu y no a la carne. Esta concepción es propia del docetismo y se remonta, como hemos indicado en el apartado 2 de este capítulo, tanto a la tradición hebrea como a la griega. Nos ha interesado analizar el caso de Heracles, en la reconstrucción satírica de Luciano de Samosata, para mostrar la dislocación que supuso la noción de imagen (eidōlon o phantasma) en las líneas antropológicas y metafísicas del paganismo antiguo. Esta función heterogénea y subversiva de la imagen se vuelve paradigmática en la cristología de Marción y de los docetae en general. Pero creemos que el mayor peligro para la teología dogmática no se encuentra meramente en la negación de la naturaleza humana o carnal de Cristo, según las creencias de los docetistas, los gnósticos y los marcionitas entre otros, sino en la posibilidad de pensar una noción, la de fantasma, irreductible a las grandes polaridades del Occidente: la materia y el espíritu, la carne y el Verbo, el cuerpo y el alma, lo sensible y lo inteligible, etc. Nos ha interesado mostrar que este riesgo, siempre conjurado por el poder teológico, ha sido no obstante presentido desde los mismos inicios del cristianismo. La condición fantasmática de Cristo, si bien identificada en general con lo divino por las diversas sectas heréticas, ha abierto la puerta a un dominio irreductible a las polaridades señaladas. Al extremo, el phantasma marca la dehiscencia de lo divino y lo humano, la hendidura neutra (ne-uter: ni humano ni divino) en la que proliferan las imágenes. Pero eso significa que, según las categorías de la metafísica y la teología de Occidente, su estatuto no puede ser considerado real o existente. Por eso el phantasma no se identifica con una substancia, ni divina ni humana, tampoco con una hypostasis prosōpon de alguna manera, no pertenece a la lógica de la onto-teo-logía. En términos estrictos, designa un extra-ser, una haecceidad allende al Ser (creador o creado). Para emplear un término de Alexius Meinong, diremos que el phantasma es Außersein.86
Esta domesticación del fantasma, del Cristo como disiunctio, había sido condenada en 1 Juan 4:2-3. En este pasaje, citado reiteradas veces por los Padres apologéticos para refutar las diversas herejías, los docetistas son identificados directamente con el anticristo (antichristos).
En esto conoced el Espíritu de Dios: Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne [en sarki], es de Dios [ek tou Theou]; y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios [ek tou Theou ouk; y éste es el espíritu del anticristo [to tou antichristou], del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo. (1 Juan 4:2-3).
Todo se juega en la segunda persona de la Trinidad, en Cristo. La figura crística representa el vaivén de la teología y de la metafísica, la puerta de salida y de entrada al Ser. Ante la posibilidad, ciertamente amenazante, de la dehiscencia y la consecuente apertura del abismo extra-ontológico en el que subsisten las imágenes infundadas, la teología ha reaccionado suturando la herida, sellando la fractura desde su mismo centro. Por eso Cristo, para la teología, es el dispositivo que permite mantener unidas, acopladas o zurcidas, las dos naturalezas, humana y divina, sin confusión ni mezcla, pero sobre todo sin separación. No es casual que Raniero Cantalamessa asegure que “distinción sin división [distinzione senza divisione]” es la “fórmula preferida” de Tertuliano (cfr. 1962: 16). Si el Cristo de la teología dogmática es el Dios hecho hombre y, a la vez y por lo mismo, el hombre hecho Dios, el Cristo de Marción y de los docetistas es en nuestra lectura, por su condición fantasmática, el anticristo. In extremis, al Christos ontológico de la teología se le opone el Antichristos extra-ontológico que Marción y los docetae anunciaron ad absurdum. El término Antichristos designa la dehiscencia o la separación entre lo divino y lo humano.87 Ya en un autor temprano como Tertuliano, esta amenaza de separación, implícita en la idea de un Cristo-fantasma, ha exigido ser conjurada con suma urgencia. Marción, en este sentido, en los límites de su doctrina, ha representado la puerta, nunca abierta por sí misma, hacia la dimensión irreductible de las imágenes; Tertuliano, por su parte, la conciencia cabal e inflexible de que más allá de la puerta sólo restaba la eversio absoluta, el derrumbe del opus Dei. Si Marción ha sido la puerta al fantasma, Tertuliano, cifrando un gesto que se volverá paradigmático a lo largo de toda la tradición teológica, ha sido su cerradura y su candado.
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