Psychomachia I. Germán Osvaldo Prósperi

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Psychomachia I - Germán Osvaldo Prósperi


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más allá del Ser (tal como ha sido pensado por la teología y la metafísica del Occidente). A lo largo de lo que Martin Heidegger ha llamado la historia de la metafísica occidental, este lugar paradójico y quiasmático, irremediablemente externo a lo sensible y lo inteligible, ha coincidido con el mundo de las imágenes y de los fantasmas, cuyo reino paradigmático no es ni el reino de los cielos ni el de la tierra, ni el de Dios ni el del hombre, sino el reino de los sueños. No es casual, por eso mismo, que Judith Lieu, comentando la noción de phantasma en el Adversus Marcionem de Tertuliano, agregue: “‘Fantasma’ era utilizado también para referirse a las figuras que aparecían en sueños y en visiones, aunque no hay aún un consenso sobre la naturaleza de su existencia substancial, e incluso sobre si deberían ser consideradas como ‘reales’” (2015: 375).

      El alius Christus de Marción, el Cristo como fantasma, nos introduce pues en una topografía extremadamente singular, ni humana ni divina, ni material ni espiritual, una topografía onírica que sólo puede ser recorrida por la cuarta persona. La cuarta persona es el fantasma: la mancha ciega de la lógica trinitaria. Si volvemos ahora a Juan de Damasco, podemos concluir que este aliquid que “no se ubicaría ni en la divinidad ni en la humanidad, y [que] no sería llamado ni Dios ni hombre sino solamente Cristo: y la palabra Cristo no sería nombre de la persona” (De fide orthodoxa III, 5), no es otra cosa que el fantasma, es decir la puerta que nos conduce al reino fantasmático de los sueños. La palabra Cristo, así, designaría, en su vector disyuntivo o dehiscente, no ya la persona, ni siquiera la tercera, sino la no-persona (ho antichristos) o, mejor aun, la cuarta persona en la Trinidad: tetarton prosōpon en tē Triadi.

cap2

      CAPÍTULO II. Verbum phantasma factum est

       Introducción 57

      Ya desde los primeros siglos de la era cristiana, el canon eclesiástico se ha ido delineando en un constante enfrentamiento con las diversas herejías: docetismo, gnosticismo, ebionismo, etc. En este complejo panorama, la figura de Marción ocupa un lugar destacado.58 No es casual que diversos estudiosos hayan considerado a Marción como “uno de los más significantes e influyentes pensadores cristianos del siglo II” (Ehrman 2006: 346), o como “una de las figuras más importantes en el paisaje del cristianismo primitivo” (Foster 2012: 279), pero también, y precisamente a causa de su influencia, como “la amenaza herética más seria a la Iglesia primitiva” (Thomsett 2011: 30), o como “el adversario más temible que haya encontrado la Iglesia en el siglo segundo” (Lebreton y Zeiller 1959: 33), o, por último, para utilizar la interesante expresión de Sebastian Moll, como un “archi-hereje” (cfr. 2010: 44).59 Las causas de la amenaza que significó Marción para la Iglesia temprana son numerosas y responden, además de a cuestiones políticas propias de la institución religiosa, a razones de índole teológica. En principio, la teoría de los dos dioses: el Dios creador del Antiguo Testamento, justiciero y vengativo, y el Dios desconocido –el fremden Gott, en términos de Harnack (cfr. 1924)– absolutamente bueno y ajeno a la creación. Según Marción, Cristo es el enviado del Dios desconocido y bueno a fin de redimir al hombre de los males ocasionados por el Dios del Antiguo Testamento. En este sentido, existe una contraposición, una antítesis, entre la Ley y el Evangelio.60 Además, de los libros que componen el Nuevo Testamento, Marción sólo reconoce el Evangelio de Lucas –según Tertuliano y otros críticos, con interpolaciones y supresiones– y algunas de las epístolas paulinas.61 Sin embargo, creemos que el mayor peligro para la proto-ortodoxia de los primeros siglos no concernía sólo al diteísmo, por cierto aberrante, sino a la cristología de ascendencia docetista proclamada por Marción.62 En efecto, Marción sostenía que Cristo no había asumido una naturaleza carnal, humana, puesto que la carne formaba parte del mundo creado por el Dios veterotestamentario, y que por lo tanto su forma humana era una mera apariencia, una ilusión o un fantasma. Sostendremos que esta naturaleza fantasmática de Cristo crea un cortocircuito al interior de la teología que se está constituyendo de la mano de los primeros Padres y que se convertirá, conforme se realicen los diversos Concilios, en el canon de la Iglesia católica. Para mostrar esta dislocación doctrinal o este descentramiento teológico al que dio lugar el marcionismo procederemos en tres etapas. En la primera, explicaremos los rasgos centrales de la cristología de Marción, tal como la encontramos reconstruida –y criticada, por supuesto– en el Adversus Marcionem de Tertuliano.63 En la segunda, analizaremos un antecedente pagano del docetismo para mostrar que también en el mundo de la Grecia antigua la noción de phantasma o eidōlon representa un cortocircuito en las concepciones metafísicas y antropológicas dominantes. En la tercera, mostraremos en qué sentido y por qué razón la idea de un Cristo fantasmático resulta inasimilable por la teología dogmática y, al límite, por lo que Martin Heidegger ha llamado la historia de la metafísica occidental.

       1. La cristología de Marción

      Marción considera a Pablo –y en menor medida a Lucas– el verdadero intérprete de las enseñanzas de Jesús. La distinción paulina entre pneuma y sarx (spiritus y caro en su versión latina), así como entre nomos y evangelion (lex y evangelium), alcanza con Marción un límite crítico. El Antiguo Testamento, la Ley, el nomos del Dios creador, resulta desechado por completo. A él se contrapone la figura y la doctrina amorosa de Cristo. En efecto, como hemos dicho, Jesucristo es el hijo del Dios desconocido, enviado por el Padre para redimir a los elegidos de la prisión pecaminosa de la carne y la materia.64 Siendo absolutamente heterogéneo al reino material, Cristo no puede asumir una naturaleza carnal, es decir humana. Explica Mark Edwards en Catholicity and Heresy in the Early Church: “La materia es irredimible, y Cristo no puede asumir la carne sino […] una semejanza fantasmal de la carne” (2009: 29). Existe una dualidad irreductible de substancias, una discontinuidad fundamental entre lo visible y lo invisible. El Dios desconocido, eternamente bueno, pertenece al reino espiritual de lo invisible; el Dios hebreo, rencoroso, al reino carnal de lo visible. A lo sumo, Yahvé es del orden de lo anímico o de lo psíquico, nunca de lo pneumático. Por tal razón, la encarnación de Cristo es en verdad una fantasmatización, un devenir-fantasma de la divinidad.65 En el Adversus Marcionem, Tertuliano sintetiza el núcleo de la cristología de Marción en la siguiente expresión: “Jesucristo era un fantasma [phantasma vindicans Christum]” (III, 8).66 De esta naturaleza aparente o fantasmática de Cristo, además, se derivan otras blasfemias inconcebibles. Por ejemplo, el rechazo de la natividad del Salvador. Siendo incapaz de mezclarse con la carne y la realidad humana creada por el Dios vengativo del Antiguo Testamento, Cristo no ha nacido de María. De hecho, Marción sostiene que el Hijo del Dios desconocido se manifestó, sin haber nacido, “el año doce de Tiberio-César” (AM I, 15) para ejercer su ministerio.67 En De resurrectione carnis, Tertuliano critica a los herejes, sobre todo Marción y Basílides, que niegan la realidad corporal o carnal de Cristo y, por eso, excluyen la resurrección de la carne (humana) de sus doctrinas.

      Finalmente, los herejes que han inventado otra divinidad, son los únicos que rechazan la resurrección de la substancia corporal [corporali substantiae]. Así, obligados a cambiar la naturaleza de Cristo, por miedo a que no se confundiera con el Creador de la carne, comenzaron por engañarse sobre su carne, unos pretendiendo con Marción y Basílides que no era verdadera, otros afirmando con Apeles y Valentino que tenía propiedades particulares. Se sigue de allí que excluían de la salvación a la substancia que no podía por ende formar parte de Cristo. (I, 2).

      La condición fantasmática del Redentor significa, para un espíritu riguroso como el de Tertuliano, el fracaso de la función salvadora proclamada en los Evangelios. En efecto, si Cristo es un fantasma y no posee una naturaleza carnal, entonces no es capaz de sufrir; ergo, la pasión es una quimera y, con ella, también la resurrección y la salvación de los hombres.68 En efecto, si “Cristo no era un cuerpo verdadero [non erat veritas corporis],69 sino un fantasma [phantasma], una cosa insubstancial [res vacua]” (AM IV, 20), y si “un fantasma no es capaz de sufrir” (AM III, 8), entonces “el fundamento del Evangelio [fundamentum evangelii], y de nuestra salvación, y de su prédica, son aniquilados” (AM III, 8). La consecuencia extrema, que Tertuliano juzga calamitosa, es


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