El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo


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puntos de vista sirven para enfrentar al ser humano contra la naturaleza, ya sea pintándolo como plaga o como amo” (p. 26). Cuando Bookchin preguntó al californiano cuál creía que era la causa de la crisis ecológica, y el joven dijo que los responsables eran los seres humanos, “la gente”. Bookchin le preguntó si de verdad creía que “la gente” y no las multinacionales, la agroindustria, las élites y los estados eran los causantes de tantos desequilibrios ecológicos. Entonces el joven le dio la vuelta al argumento de Murray: todo el mundo, incluidos los grupos oprimidos y explotados, todos, contribuyen a la sobreexplotación y la contaminación, todos devoran recursos, todos son codiciosos, “y por eso existen las corporaciones, para darle a la gente las cosas que quiere”. Bookchin se quedó a cuadros, pero no pudo discutir más con el ecologista porque este cortó la conversación y se puso a jugar al voleibol. Murray tenía sesenta y seis años y lo mismo ya no le apetecía ponerse a jugar al voleibol, así que acabó escribiendo y desarrollando más su crítica. El argumento del joven sano y deportista era curioso, era como decir que el capitalismo saca lo peor de la gente, su deseo desenfrenado, aunque no estaba claro si creía que en la gente también hay algo bueno que pueda compensar la insaciable voracidad. Quizá todo aquello era propio de la vida californiana, pero no lo parecía. Ese discurso ecológico se estaba poniendo de moda: Bookchin ya se había desesperado años antes, cuando descubrió que el ambientalismo catastrofista llegaba incluso al Museo de Historia Natural de Nueva York:

      Gracias a la abstracción de una humanidad devoradora –por tanto– quedaba oculto lo más importante: la relación entre medioambiente y relaciones sociales. Si la humanidad en su conjunto (sin distinciones) es la responsable última de los trastornos ambientales, entonces “estos dejan de ser resultados de trastornos sociales” (p. 19). O sea, las hambrunas y la pobreza no serían consecuencia de las injusticias creadas por un orden económico, sino medidas naturales de regulación, correcciones que la naturaleza impone a los seres humanos para mantener su propio equilibrio; no serían consecuencia de la explotación de recursos y de seres humanos, sino efectos de la inclemente naturaleza contra los excesos de la especie. La preocupación de Bookchin era esa: concebirse como especie puede servir para dejar de verse como seres históricos y sociales. El ecologismo no hace entender, e incluso puede impedirlo, que las hambrunas tienen que ver con intereses económicos (por ejemplo, los que obligaban a poblaciones a plantar algodón en vez de grano).

      Bookchin sonaba un tanto desesperado, pero más aún cuando se dio cuenta de la influencia creciente de la llamada “ecología profunda” que el escalador y activista Arne Naess había fundado en 1973 (inspirándose en los principios ambientalistas de Rachel Carson) y a la que en 1985 Bill Deval y George Sessions habían dado un nuevo desarrollo. Defendían el llamado “igualitarismo biosférico” según el cual los seres humanos no tienen mayor derecho a la vida que los organismos no humanos, una ideología curiosa porque de llevarla adelante podía empujar no solo a ignorar las necesidades humanas sino incluso a justificar la eliminación de seres humanos (muerto el perro, se acabaron las pulgas). Cuando estos ecologistas promovían la experiencia solitaria de comunión con la naturaleza, pues, no lo hacían por lo mismo que mis conocidos, que también se perdían en bosques a solas pero no se veían a sí mismos como los nuevos primitivos ni se vestían con ropa de camuflaje e intentaban vivir solo de lo que cazaban con un arco. Durante algunas de las excursiones que disfruté con amantes de la naturaleza me encontré de todo: algunos parecían piadosos puritanos que habían sustituido el órgano de la iglesia por el sonido de las cascadas. Solo hablaban del respeto a la Madre Tierra y de que el mundo natural era sagrado. Cualquier alusión al modo de producción capitalista parecía contaminar los buenos sentimientos que inspiraban las montañas. Otros daban mucho más miedo: sus impresionantes atuendos de explorador me resultaban similares a los del paramilitarismo. Quizá me equivocaba: la ropa de montaña era barata y accesible y estaba al alcance de todas las ideologías. Pero empecé a desconfiar de caminantes muy avezados, que sabían cómo encender fuego o seguir rastros de animales. A mí no me parecían puros, buenos y sencillos como los indios que vivieron en armonía con su entorno y que ellos mentaban como modelo ecológico, sino ecologistas supremacistas. Me recordaban más bien a buscadores de recompensas o a tratantes de indios que había visto en películas, aunque los propios ecologistas se montaban una película mejor y se veían como los pobladores de un nuevo Pleistoceno. En la mayoría de las marchas me mordí la lengua. Bookchin no lo hizo. La ecología profunda, dijo,


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