El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Читать онлайн книгу.en Ouvres (2006: 457-462), Debord hablaba más explícitamente de la relación entre psicogeografía y ecología. La ecología –decía– “parte del punto de vista de la población fija en su vecindario” y se concentra en la mejora de servicios y en la satisfacción de las necesidades utilitarias de los habitantes de un área.85 “La ecología ignora y la psicogeografía subraya”, añadía, la yuxtaposición de diferentes poblaciones en un mismo área, pues desgraciadamente muchas veces solo una parte de los habitantes es la que domina el ambiente de una zona (el distrito de Saint-Germain-des-Prés en los cincuenta le parecía un ejemplo de esto, con una población de hogares sin contacto con el ambiente burgués que parecía definir el barrio y que atrajo al turismo). La ecología “estudia una realidad urbana dada, y deduce de ello reformas necesarias para armonizar el entorno social existente”. La psicogeografía, en cambio, intenta modificar más radicalmente el entorno. La transformación de las llamadas “condiciones de vida” exige bastante más que la gestión de la habitabilidad. La psicogeografía no toma como foco de atención la reforma del hábitat ni una mejor acomodación al espacio dado, sino los deseos, las “realidades subconscientes” que sugieren, evocan y pueden llegar a producir otro espacio; disocia el ambiente de la habitabilidad, afirma Debord. O sigue pensando en la habitabilidad, si se quiere decir así, pero de otra forma, sin supeditarla a ningún tipo de territorialidad y entendiéndola más como una táctica efímera que como una planificación a largo o incluso a corto plazo. No tengo claro en qué urbanistas pensaba Debord cuando decía esto; da la sensación de que tenía en mente a administradores y gestores de servicios. En verdad, para aquellos años la mejora de la “calidad ambiental” ya era parte de mecanismos de control social ejercidos en nombre del “estado del bienestar”. Debord, obviamente, desconfiaba del lenguaje de gestión y del moralismo urbanístico. Por ejemplo, la creación de espacios de juego o entretenimiento no asegura una existencia más espontánea y creativa (menos aún, más libre…); al contrario, puede ayudar a separar aún más la esfera del trabajo de la del juego. Para Debord y los suyos la mejora del espacio de juego es lisa y llanamente una forma de expandir el alcance del funcionalismo modernista; o sea, solo puede acabar siendo otra esfera de la industria del ocio propia de una sociedad del consumo, claro. Pero para hacer frente a ese utilitarismo no parece que los situacionistas vieran necesario apelar a un naturalismo científico (ni a una “tecnología liberadora”, como la describían Bookchin y otros anarquistas estadounidenses). “No nos definimos como contrarios a la naturaleza. Estamos en contra de la ciudad moderna –decía Uwe Lausen (Debord, 2013). En otros tiempos se hablaba de la ‘jungla de las grandes ciudades’. En nuestros días difícilmente encontramos los residuos de una jungla en la normalización organizadas y el aburrimiento polícromo […] un día tendremos los encuentros que necesitamos, encontraremos aventuras en una ciudad nueva, compuesta de junglas, estepas y laberintos de un género nuevo. No tenemos nada que ver con ningún tipo de retorno a la naturaleza, igual que no hemos tenido ninguna patria que perder, ni queremos restaurar la antigua hospitalidad o los juegos inocentes”.86
Los anarcos estadounidenses tampoco tenían que ver con ningún retorno a la naturaleza, pero percibían signos de una degeneración ambiental acelerada y propugnaban un modelo de planificación sostenible. Los franceses estaban más preocupados por la vida insulsa y previsible que fomentaba la sociedad del bienestar y del espectáculo, por la desecación del deseo, mientras que los estadounidenses veían crecer un capitalismo global y brutal que desecaba el planeta.87 Para los situacionistas era necesario introducir ciertas dosis de caos en un sistema con mayor poder para controlar todos los órdenes de vida. Como decían Kotányi y Vaneigem en las tesis sobre el urbanismo unitario, la gente necesita un techo y los bloques de viviendas se lo proporcionan, y también necesita información y entretenimiento y se los da la tele que tienen dentro de sus viviendas dentro de un bloque. El llamado “desarrollo urbanístico” no les parecía más que otra forma de ampliar el control social, imponiendo una concepción funcionalista y capitalista del espacio. “El grupo rechazaba el capitalismo como un presente vacío, el socialismo como un futuro equipado solo para cambiar el pasado” (ibíd.), pero ¿qué ofrecían en su lugar? Tácticas urbanas para reintroducir lo fantástico y maravilloso en la vida cotidiana, recetas para intensificar la experiencia diaria mediante prácticas antifuncionalistas que borraran la diferencia entre lo privado y lo público, el trabajo y el juego. Para los anarquistas ecologistas, en cambio, era imprescindible desarrollar otro tipo de ordenamiento territorial, descentralizado, y fomentar un sistema alternativo de producción sostenible. Como decía Bookchin “los recursos del planeta deben ser utilizados según las necesidades de las comunidades regionales”.88
La actitud de Bookchin hacia la tecnología quizá fue demasiado optimista, pero la de Debord fue vaga, lírica y especulativa.89 Por ejemplo, afirmó que dados los niveles de concentración urbana había que eliminar los coches, pero a renglón seguido sugería que quizá bastaba restringir su uso en algunos espacios de nuevo diseño y en algunas ciudades antiguas. Lo único que se le ocurrió como medio de transporte alternativo eran helicópteros individuales, como los que usaba experimentalmente el ejercito de Estados Unidos. En su sueño tecnológico, esos pequeños helicópteros –decía– “se difundirán probablemente entre el público en menos de veinte años” (2013: 56-57).90 Debord debería haberse visto inspirado por colaboradores que supieran de ingeniería, la verdad. Y por urbanistas realistas, y no por utopistas sin mucha conciencia ambiental. Las dos crisis del petróleo, la de 1973 y la de 1979, acrecentaron la conciencia ecológica de los anarquistas estadounidenses, pero no me queda claro cómo se tomaron las cosas los situacionistas. En 1971 Debord escribió un texto para la Internacional Situacionista, dedicado a la cuestión ecológica. Es un texto desconcertante. En él acaba evocando el Mayo del 68 durante el cual –dice– no solo descendió el número de suicidios, sino también el nivel de contaminación. Durante aquella primavera se logró un “cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción industrial alienada trae la lluvia. La revolución el buen tiempo” (2006: 89).
Antes de llegar a ese final tan evocador, Debord lanza ideas interesantes pero no del todo claras, como si el esmog nublara su propio pensamiento. Empieza con una declaración no tan previsible. La cuestión ambiental, dice, “está de moda […] se apodera de toda la vida de la sociedad y se la representa ilusoriamente en el espectáculo”. Más adelante añade con perspicacia: “una sociedad cada vez más enferma pero cada vez más poderosa ha recreado el mundo en todas partes […] como entorno y decorado de su enfermedad, como planeta enfermo” (pp. 75 y 79). Aquí surgen varios puntos interesantes porque asocia, correctamente, todo tipo de males con el deterioro ambiental: contaminación química en la atmósfera, contaminación del agua de ríos, océanos y lagos, contaminación acústica, acumulación de basuras –sobre todo plásticos–; pero también el aumento de natalidad, la manipulación intensiva de alimentos, la expansión urbana desmedida, el consumo de somníferos, las alergias y, muy importante, el aumento de enfermedades mentales, entre ellas unas curiosas: las de tipo neurótico y alucinatorio –decía– provocadas por la contaminación en tanto “imagen alarmante exhibida por todas partes” (p. 78). A su manera, Debord logra predecir algo esencial: el papel de los medios de comunicación en relación al problema ecológico y el desarrollo de una psique obsesionada con la calidad ambiental, pero justamente por eso más despolitizada.91 No desarrolla mucho más ese punto, lamentablemente, pero al menos se detiene en otro igual de fundamental, a saber: “Los dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación tanto para combatirla […] como para disimularla”, afirma. Combaten el desastre de la contaminación del agua, del aire y de la tierra, porque viven “a fin de cuentas en el mismo planeta que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las clases”. Sin embargo, también necesitan disimular esa misma degeneración. El grado de nocividad y de riesgo podría convertirse en un auténtico
factor de revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en el siglo xix la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso fundamental de todos los reformismos del pasado –que aspiraban