El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Читать онлайн книгу.un movimiento. Como los desechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de los límites del ego […] y convierte la incoherencia bohemia en una virtud […]. Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neosituacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeñoburgués cada vez más marchito. Los dos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario comprometido de ideas y práctica, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común (Bookchin, 2012b: 89 y ss.).
Murray era un cascarrabias; tenía parte de la razón, como siempre, pero también simplificaba. Cuando decía estas cosas parecía un puritano estadounidense escandalizado por el decadentismo francés, un moralista indignado por la falta de responsabilidad de los sucesores de Baudelaire y de los surrealistas. El situacionismo no era un anarquismo narcisista. Otra cosa es que su programa de liberación de la vida cotidiana (una vida vivida directamente, como aún decía Debord) no fuera muy eficaz para resistir la colonización de toda esfera de vida que desencadenó la sociedad del bienestar. Pero ese es otro debate que no procede discutir ahora.
Es oportuno, en cambio, insistir en que el reproche de Bookchin a los franceses (su exceso de teoría) se entiende mejor si se tiene en cuenta la relación entre tecnologías y teorías. Para los anarquistas estadounidenses la relación entre tecnología y sociedad se basaba en experimentos sociales y no en especulaciones. Y esos experimentos implicaban a la ecología de una forma práctica. Para la tradición en la que se apoyaba Bookchin, el reto no consistía solo en pronosticar nuevas fases del capitalismo; eso era imprescindible, claro, pero también era importante crear en la realidad espacios alternativos, modos de organización que pudieran extrapolarse a la totalidad. No utopías, sino más bien modelos. En el urbanismo ecológico de Bookchin influyó, desde luego, Mumford, La cultura de las ciudades (1938) y algunos artículos de mediados de los cincuenta (“The Natural History of Urbanization”), quien a su vez se había inspirado en ideas de Kropotkin en Campos, fábricas y talleres (1912), de Ebenezer Howard en Ciudades jardín del mañana (1902) y de Patrick Geddes en Cities in Evolution (1915).96 También tomó ideas de un urbanista partidario de la descentralización urbana que había trabajado en Berlín durante la República de Weimar (y que luego renunció a coordinar la reconstrucción de Berlín de los aliados), Erwin Anton Gutkind, autor de Community and Environment. A Discourse on Social Ecology (1954) y The Twilight of Cities (1962). Bookchin era partidario de la creación de ciudades verdes de escala humana y autoabastecidas, pero propuso algo más anarquista: descentralizar las grandes ciudades, dispersarlas y descomponerlas en comunidades más pequeñas y autónomas, sostenidas por energías alternativas (eólica, solar e hidroeléctrica) con fábricas pequeñas y no contaminantes, automatizadas, mercados locales de abastos, granjas cercanas y campos de tamaño pequeño (donde rotarían una diversidad de cultivos, una técnica que no requiere pesticidas, a diferencia del monocultivo extensivo).97 En estas comunidades la gente no sería esclava del trabajo, podría organizar su convivencia de una forma no autoritaria y tendría más tiempo para sí misma. Suena fantástico, quizá demasiado. El plan de Bookchin sonaba demasiado utópico, pero él lo justificaba apoyándose en la experiencia adquirida a través de experimentos piloto (granjas agrícolas, comunas rurales), así como del conocimiento de técnicos e ingenieros. Su campaña ecológica había sido reactiva, protestando contra la industria del automóvil, pero también pretendía ser prospectiva. Desde 1972 empezó a colaborar en cursos de tecnología con Dan Chodorkoff (que consiguió convencer a la administración del Goddard College, una escuela progresista inspirada por la filosofía de Dewey, para que Murray diera cursos allí) y en 1973 se rodeó de expertos en granjas orgánicas y huertos hidropónicos, diseñadores de sistemas de energía solar y eólica, arquitectos ecológicos, constructores de invernaderos para frutas y verduras y biólogos marinos. Entre los técnicos estaban Wilson Clark, que diseñaba sistemas solares y eólicos; Eugene Eccli, que sabía de energías alternativas; Sam Love, coeditor de Environmental Action says: Ecotage!; un pionero de la ingeniería solar, Day Chahroudi, y John Todd, un biólogo marino. Todd instaló en una granja de Massachusetts tanques de agua que absorbían calor de día y lo irradiaban de noche, pero también criaba en el tanque tilapias, un pez de África oriental, de agua fría, que se alimenta de algas y larvas y que en aquel caldo crecía en diez semanas. El agua y los restos se usaban para irrigar cultivos. Este sistema, el llamado bioshelter, proveía de pescado, fruta y verdura todo el año, independientemente de la estación.98 En 1980, durante un curso del Instituto para la Ecología Social que Murray fundó en Vermont en 1974, también se creó un sistema de calefacción solar suficiente para mantener una casa y un sistema de acuicultura. En los tanques crecían algas y estos absorbían más calor al volverse el agua de color oscuro. Se criaron lombrices para dar de comer a peces y, de nuevo, el agua residual se usó para fertilizar el huerto. El sistema se basaba en la crianza de conejos, pero no me quedan claros los detalles.
Sin embargo, lo llamativo no es que esta ecotecnología fuera viable fuera de las ciudades, sino dentro de ellas, especialmente en las zonas depauperadas.99 Las ciudades estadounidenses se degeneraban aceleradamente no solo porque su aire cada día era más irrespirable, sino también por el aumento de los conflictos raciales, la falta de vivienda, el derrumbe del sistema educativo, el aumento de la criminalidad, la escasez de servicios sociales y la huida de la clase media blanca desde los centros urbanos hacia los nuevo barrios residenciales de la periferia, los suburbs. El desproporcionado desarrollo urbanístico aceleró la decadencia de los centros urbanos, pero provocó la aparición de un activismo de base cuya concepción de los derechos civiles abarcaba cosas tan sencillas como disponer de una vivienda en condiciones, de espacios salubres y seguros y de medios mínimos de subsistencia. Los mensajes cósmicos de los hippies de buena familia empezaban a ser menos relevantes que las estrategias de la ingeniería que podían ser útiles a los vecindarios y los colectivos que querían ayudarles. Como recuerda Biehl, el “empobrecimiento premeditado” (planned shrinkage) de barrios era una estrategia para echar a la gente y poner el espacio abandonado a disposición de especuladores inmobiliarios. Sin embargo, en algunos casos los residentes a los que “la sociedad había abandonado decidieron encargarse ellos mismos de los problemas de las zonas en que vivían” (p. 337).
En Loisaida (una zona de Nueva York al este de Tompkins Square Park) algunas bandas callejeras metidas en droga se transformaron en activistas sociales y crearon redes de apoyo vecinal. El grupo de los charas, encabezado por Chino García, llegó a construir domos siguiendo la técnica de Richard Buckminster Fuller, que podían usarse –recuerda Biehl– como refugios para pobres, lugares de reunión o estructuras para juegos infantiles, pero también como invernaderos para huertos.100 Se recuperaron edificios abandonados, se experimentó con energía solar y eólica, y se plantaron jardines comunitarios en terrenos baldíos antes cubiertos de basura. En 1976, los charas limpiaron de basura y ratas un solar en la calle 9 y crearon una plaza para actividades culturales, y en el 519 de la calle 11 ayudaron a un grupo de jóvenes arquitectos a desescombrar y rehabilitar un edificio que se había quemado. En la azotea se instaló el primer sistema de paneles solares de Manhattan y un molino de viento con generador, el primero que se ponía en un tejado en el país. Este sistema produjo energía suficiente como para transferirla a la red eléctrica de la ciudad y recibir beneficios como reembolso. Esta experiencia del Colectivo 519 inspiró el Movimiento de la calle 11, una red de cooperativas que rehabilitaron cerca de 40 edificios de la zona y que también con ayuda de los charas construyeron sistemas de energía solar y eólica, piscifactorías y huertos urbanos como Sol Brillante, donde una estudiante del Instituto para la Ecología Social de Vermont aplicó técnicas de compost.101
Otras experiencias comunales en otros estados también resultaron instructivas para Bookchin, sobre todo la de otro libertario, Karl Hess,102 que fundó cooperativas de alimentos y comunas en el vecindario de Adams Morgan, en Washington, colaborando con técnicos que encontraban soluciones energéticas fabricando colectores solares con latas de comida de gatos o con espejos. También crearon jardines comunitarios y huertos alimentados por disoluciones minerales en vez de suelo agrícola, adaptaron