El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Читать онлайн книгу.(2017), Kirkpatrick Sale llegó a decir que no les importaban cuáles eran “los nimios arreglos políticos y sociales” que habían llevado a la crisis ecológica, ni las terribles consecuencias que las estructuras económicas tuvieran en determinadas naciones, etnias, grupos e individuos. Toda la humanidad era responsable, en su conjunto, sin distinción. No se podía perdonar a nadie porque ocupara una posición desfavorable en la escala económica. Lo único que importaba era revertir la historia, dejar de actuar sobre la naturaleza o actuar lo mínimo, no tratar de administrarla, gestionarla, ni siquiera cuidarla, sino solo venerarla “primando la intuición y la espiritualidad sobre la razón” (p. 551).70
Bookchin arremetió contra todo este tipo de ideas de un modo vehemente, beligerante, y sus críticas trajeron consecuencias.71 La corrección política empezaba a imperar en Estados Unidos y muchos trataron de despistar la atención denunciando sus formas, que a mí me parecían demasiado educadas teniendo en cuenta que los ecologistas profundos me parecían fascistas. Llamó a Foreman “montañero machista y patentemente antihumanista” y “ecodespiadado” (ecobrutalist), y a los seguidores de Earth First! racistas, supremacistas, machos chulescos, una especie de reaccionarios disfrazados de Daniel Boone. Creo que Bookchin se quedó corto y me sorprendió descubrir que cuando algunos de sus estudiantes le decían que Foreman era en el fondo un hombre estupendo, lleno de buenas intenciones, solo les dijera que podría ser una persona encantadora, pero que aun así su ideología era despreciable. Yo habría dicho al estudiante que su ideología ecológica era más peligrosa justamente por eso, porque resultaba una persona encantadora. Andy Price ha afirmado que la invectiva de Bookchin fue algo dura, pero ¿por qué debería haber sido más suave? ¿Qué más tenían que decir los ecologistas para tacharlos de locos? Los amigos de Foreman lo mismo también eran gente encantadora, pero proponían cosas espantosas. Foreman llegó a afirmar que la protección del medioambiente requería restringir la afluencia de inmigración latina (porque su afluencia no arreglaba los problemas de Latinoamérica, pero aumentaba la explotación de los recursos naturales de Estados Unidos, causaba más destrucción de zonas naturales y aumentaba la contaminación del agua y del aire)72, pero su colega el novelista Edward Abbey no se andaba con rodeos, defendía el origen centroeuropeo de Estados Unidos y predicaba abiertamente contra la presencia de latinos en Estados Unidos (sobre todo los mexicanos, a quienes tildaba de muertos de hambre, ignorantes, incultos, pobres y miserables moralmente).73 ¿Había que ser más comedido de lo que lo fue Bookchin?
El problema de las críticas de Bookchin no es que fueran encendidas, el problema es que iban al meollo del asunto y no solo concernían a los ecologistas reaccionarios, sino a buena parte de una población de mentalidad liberal que no estaba dispuesta a tolerar una nueva ola de izquierdismo y que para evitarlo sabía sacar partido de la corrección política. La ecología profunda no era el único obstáculo para una ecología social. El ecologismo liberal –dijo el propio Bookchin– también operaba como un bálsamo para tranquilizar la mala conciencia tanto de las empresas y sus abogados como de los funcionarios de administraciones públicas dedicadas al medioambiente. La ética que rige a estos grupos –dijo Bookchin– es la ética del mal menor y no la ética de un bien mayor: “un inmenso bosque es ‘compensado’ por un pequeño grupo de árboles, y un gran humedal por un pequeño santuario silvestre, supuestamente ‘mejorado’” (p. 24). De poco sirven esas políticas de compensación o de embellecimiento dentro de una economía del “crece o muere” que arrasa imparablemente con todo. Bookchin se esforzó mucho desde los ochenta tratando de demostrar que todos los problemas ecológicos son problemas sociales:
Que los problemas que enfrentan a la sociedad y la naturaleza emergen desde dentro del desarrollo social mismo –y no entre la sociedad y la naturaleza. Es decir, las divisiones entre sociedad y naturaleza tienen sus raíces más profundas en las divisiones al interior del dominio social, conflictos firmemente establecidos entre humanos y humanos […] oscurecidos por el uso vago de la palabra ‘humanidad’ (pp. 41-42).
La culpa de la crisis ecológica, pues, no la tenía la humanidad, sino un modo de producción concreto: el capitalismo industrial. Y si ese desastre tenía solución sería gracias a la humanidad, no a pesar de ella. Este argumento general era bastante más provocador que insultar a unos descerebrados ecologistas, o que otros argumentos más concretos contra el biocentrismo.74 Atribuir los desastres humanos y naturales a las multinacionales y a la economía desenfrenada y descontrolada era un argumento molesto para muchos otros sectores además de los ecologistas radicales. Para estos, los pobres eran igual de culpables que los ricos de que la madre Tierra se destruyera, pero para Bookchin la solución de problemas ambientales y la protección de la naturaleza eran inseparables de los problemas sociales y la protección de los más desfavorecidos. Bookchin se negaba, además, a concebir la relación entre naturaleza y humanidad en términos de dominio. Criticaba a los ambientalistas que querían someter a la humanidad a los supuestos dictados de la naturaleza y al hacerlo era acusado de volver a poner a la naturaleza bajo el dominio de la humanidad, cuando lo que verdaderamente defendía era un modo de organización no basado en ningún tipo de dominio, ni en uno biocéntrico ni en uno homocéntrico. Se negaba a tachar a la tecnología humana de maléfica o de intrínsecamente nociva, no echaba pestes de la civilización, ni de la historia de la humanidad. Denigrar a la humanidad, decía, era una forma de huir de los problemas que ella creaba, no una forma de afrontarlos.
Lo cierto es que a Bookchin le pasó factura arremeter contra la ecología profunda. Los verdes le acusaron de compincharse con los American Greenreds para dar un golpe y controlar el partido Verde.75 Pero Bookchin mantenía la distancia con los marxistas y con la política de partidos.76 De hecho, la organización izquierdista verde que acabó creando (Left Green Network) no se basaba solo en una ecología social, sino en un municipalismo libertario “que no tenía nada que ver con el socialismo como instrumento de dominación estatal”. Bookchin también animó a todos los anarquistas del país a unirse a ella, pero reforzando esa ala anarquista del movimiento verde no pudo impedir lo que menos deseaba, que se convirtiera en un partido tradicional. Desde 1988, algunos de sus seguidores empezaron a manifestar su descontento. Uno de ellos le pidió moderación y otro, un taoísta, prácticamente le dijo que fuera más abierto, que todas las ideas tenían algo de verdad, que la ecología profunda también era válida y que la ecología social debería quedar subsumida bajo la ecología profunda. En el propio Instituto para la Ecología Social también empezaron a pedirle que no usara tanto el término “izquierda” porque podía alejar a la gente del movimiento verde (Biehl, 2017: 554). De algún modo, Bookchin quedó varado entre dos tendencias: una convertía la ecología en una doctrina con la que hacer política de partidos; la otra, la usaba como una ideología moralizante para desplazar a la vieja política de izquierdas.
Lo que me llamó más la atención de todo esto solo lo entendí después. Bookchin no solo arremetía con argumentos políticos contra los ecologistas, sino también con una filosofía de la naturaleza que quedaba en segundo plano durante tan encendidos debates, pero que estaba ahí. La había planteado en varios libros de los sesenta y los setenta,77 pero luego la reformuló en Rehacer la sociedad. Senderos para un futuro verde y, sobre todo, en The Politics of Cosmology, donde trató de resumir los principios del naturalismo dialéctico que quiso difundir entre los verdes de Burlington desde principios de los noventa. A mí me bastaba el Bookchin reactivo, pero este otro era más idealista y romántico. Era como si contando de cierta forma la historia de la humanidad y su relación con la naturaleza, forjando una imagen donde la sociedad y la naturaleza forman un continuo, pudiera convencer a algunos de que sus principios políticos estaban basados en hechos y no solo en ideologías. Bookchin afirmaba, por ejemplo, que el equilibrio y la armonía en la naturaleza solo se obtienen por medio de la diferenciación. Si la acción de la sociedad industrial reduce la variedad natural, decía, entonces se destruye la fuerza que fomenta la unidad y la estabilidad. La ecología –decía– muestra que la naturaleza no puede interpretarse de ninguna forma jerárquica la diversidad y el desarrollo espontáneo son fines en sí mismos,78 y deben ser respetados por sí mismos, un lema que tiene su equivalente político en el municipalismo libertario, claro: el equilibrio social solo se puede obtener sobre la base de la diversidad, o sea, respetando a una multitud de comunidades espontaneas y descentralizadas. Los detalles nos llevarían muy lejos, pero no voy a entrar en ellos;