El jardín de los delirios. Ramón del Castillo

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El jardín de los delirios - Ramón del Castillo


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que mantuve sobre esta filosofía de la naturaleza salí mal parado, porque a mí me parecía que era el anarquismo el que conformaba su imagen de la naturaleza y no sus principios ecológicos los que conducían al anarquismo. Pero sus seguidores no querían verlo así y me criticaban por no admitir ciertos datos que Bookchin aportaba sobre historia natural. De algún modo, yo no era capaz de ser tan dialéctico, o me negaba a serlo porque no veía claro que la ecología social tuviera que dar una definición alternativa de los términos que usaba la ecología profunda (sobre todo el concepto de diversidad). A mí me parecía peligroso decir que lo que une a la sociedad con la naturaleza en un “continuo evolutivo graduado” –decía Bookchin– es el alto grado con el que los seres humanos “que vivieran en una sociedad racional ecológicamente orientada podrían encarnar la creatividad de la naturaleza, en contraste con un criterio puramente adaptativo de éxito evolutivo. Los grandes logros del pensamiento, el arte, la ciencia y la tecnología humanos no solo sirven para monumentalizar la cultura, sirven para monumentalizar la evolución natural misma”. Tampoco me parecía adecuado afirmar que los humanos no son una amenaza para la Tierra, que pueden expresar “los mejores potenciales creativos de la naturaleza”, o que cuando son capaces de alterar racionalmente sus ambientes son una “extensión de una naturaleza plenamente autoconsciente” (2012a: 45). ¿Por qué desconfiaba de esta filosofía de la naturaleza? Es difícil de explicar, pero creo que mis reservas para aceptar la filosofía de la naturaleza de Bookchin no eran muy distintas a las que tenía para aceptar las de otros filósofos de Estados Unidos a los que había dedicado tiempo (sobre todo, John Dewey). Yo pensaba que se podía hacer ecología social sin ningún tipo de naturalismo dialéctico, e incluso que era más conveniente. Bookchin decía que las imágenes espiritualmente atractivas de la naturaleza podían ser ecológicamente engañosas y que el rechazo a la política y la tecnología eran parte del problema de la crisis ecológica y no su solución, pero yo pensaba que su propia filosofía de la naturaleza podía propiciar alguna confusión y no era necesaria para defender esas dos ideas, ni muchas otras igual de razonables.79 Me bastaba ver las consecuencias políticas negativas de las ecologías reaccionarias y también de las edificantes ecologías liberales, nada más. Y para verlas no necesitaba tener una idea más elaborada de la historia natural.80

      ecología y anarquía

      Durante el encuentro en París los situacionistas habían calificado a Bookchin no solo de pequeño burgués y de retrógrado. También se habían mofado de su insistencia en la importancia de la ecología y se burlaban de él llamándole “Oso Smokey” (la mascota de los guardabosques estadounidenses). Se equivocaban. Bookchin tenía razón en muchos puntos, pero no por tener una filosofía de la naturaleza, sino porque vivía en el corazón del sistema capitalista y veía venir problemas que los situacionistas no lograban diagnosticar desde una forma más lírica pero demasiado abstracta. Dicen que a Bookchin le fastidiaba el lado literario y estético de los franceses, pero eso no era lo más importante. Tampoco soportaba el lado estridente de los poetas activistas de Nueva York. Era igual de gruñón con los jóvenes californianos que con los parisinos. Quizá lo que realmente chocaban eran dos formas distintas de percibir la relación entre vida social y naturaleza. Debord temía que la vida cotidiana dejara de ser un espacio libertario y se convirtiera en otro campo de la sociedad del espectáculo (como de hecho acabó ocurriendo), mientras que Bookchin tenía claro que el amor a la naturaleza y la ecología reformista no eran suficientes para frenar una ola de destrucción medioambiental y social de proporciones descomunales.


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