El jardín de los delirios. Ramón del Castillo
Читать онлайн книгу.sobre los diversos paliativos de la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado (p. 80).
Aunque este nuevo reformismo sirviera para diversificar el mercado, hay una diferencia radical con los anteriores: que “ya no tiene tiempo por delante” (p. 81). El deterioro de la totalidad del medio natural y humano plantea por primera vez la desaparición “de las condiciones mismas de supervivencia” (p. 76), pone en entredicho “la posibilidad material de la existencia del mundo” (p. 77; subrayado de Debord). Ese nuevo horizonte (o la falta de este), no solo cuestionaba la ingeniería social y ambiental reformista, sino también el optimismo científico heredado del siglo xix. La vieja política, sentenciaba, “está del todo acabada” (p. 83). El optimismo se ha desmoronado en tres puntos: la pretensión de que la revolución es una solución feliz de los conflictos (“la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista”), la visión coherente del universo y de la materia y el sentimiento “eufórico y lineal del desarrollo de las fuerzas productivas” (p. 87). Diciendo esto, Debord marcaba distancias con la vieja guardia de izquierdas que aún podía usar la palabra progreso. Lo que quizá no se le pasó por la cabeza es que conforme se prescindió de cualquier idea desarrollista, cuanto más escepticismo se manifestó, mejor pudieron los liberales vender su propia idea de progreso entendido como mera gestión racional de recursos en un mundo posideológico y poshistórico.
El ataque de Debord, por lo demás, no era nuevo y se había expresado mucho más contundentemente, sin el lirismo con el que él lo hizo. En 1970, un año antes de que escribiera El planeta enfermo, la delegación francesa en la Conferencia Internacional de Diseño de Aspen dedicada al “diseño medioambiental” (formada por ingenieros industriales, economistas, arquitectos, sociólogos y miembros del Institut de l’Environnement) provocó cierto escándalo con una declaración titulada “Caza de brujas medioambiental” donde se venía a denunciar a la ecología como una nueva mitología con claras intenciones políticas e ideológicas. El escrito no tiene desperdicio. Los franceses empezaban criticando a quienes mostraban los límites técnicos y los errores de diseños y prácticas medioambientales, pero seguían ignorando la dimensión social y política de la crisis. No es una casualidad, decían, que los gobiernos occidentales lanzaran en aquel momento esta nueva cruzada y trataran de movilizar las conciencias alarmándolas con una especie de apocalipsis. En Francia, el debate sobre el medioambiente –decían– era una secuela de Mayo de 1968, más exactamente la secuela del fracaso de la revolución de Mayo. En Estados Unidos, la “nueva mística ecológica” coincidía con la guerra de Vietnam. El problema ambiental, llegó a decir el grupo francés, “no es la supervivencia de la especie humana, sino la supervivencia del poder político”. El ambientalismo es la nueva “ideología mundial” de las clases dominantes para mantener a la humanidad unida más allá de la discriminación de clase, más allá de las guerras, más allá conflictos neoimperialistas. En el pasado, el capitalismo supo desarrollar una mística de las relaciones humanas para reciclar, readaptar y reconciliar a los individuos y a los grupos en un contexto social considerado como norma y como ideal. Ahora, con la mística del medioambiente y la mise-en-scène de una catástrofe natural pasaba otro tanto de lo mismo: se volvía a adaptar al individuo, se le reintegraba en un orden, esta vez el de la naturaleza tomada como nuevo ideal. La naturaleza era –llegaron a decir– la droga social, el nuevo opio el pueblo, con la que crear una falsa ilusión de interdependencia entre los individuos. “Comparada con la anterior ideología, esta es aún más regresiva, más simplista, pero por esa razón aún más eficiente. Las relaciones sociales con sus conflictos e historia son completamente rechazadas a favor de la naturaleza, desviando todas las energías hacia un idealismo de boy scout y la euforia ingenua hacia una naturaleza higiénica” (aa. vv., 1974: 208-210).92 El grupo francés acababa diciendo:
No es cierto que la sociedad esté enferma, que la naturaleza esté enferma […] esta mitología terapéutica oculta el hecho político, el hecho histórico de que se trata de estructuras sociales y contradicciones sociales, no una cuestión de enfermedad o metabolismo deficiente, que podría curarse fácilmente. Todos los diseñadores, los arquitectos, los sociólogos que actúan como curanderos hacia esta sociedad enferma son cómplices en esta interpretación de la cuestión en términos de enfermedad, que es otra forma de engaño. En conclusión, afirmamos que esta nueva ideología ambiental y naturista es la forma más sofisticada y pseudocientífica de la mitología naturalista que siempre ha consistido en transferir la desagradable realidad de las relaciones sociales a un modelo idealizado de naturaleza maravillosa, a una relación idealizada entre el hombre y la naturaleza (ibíd.).
Cuando se muestra este tipo de documentos a ciertos anarquistas estadounidenses, se disgustan. Les cuesta aceptar que la ecología sea el nuevo truco con el que unificar (falsamente) a una sociedad desintegrada. Les parece la típica postura de los intelectuales europeos, siempre negativos, nunca edificantes. Se inquietan más, por eso, cuando se les recuerda qué miembros de la delegación francesa redactaron el manifiesto de Aspen. Los dos formaban parte del grupo Utopie,93 uno era el arquitecto Jean Aubert y el otro nada menos que el terrible Jean Baudrillard, el intelectual que iría más allá de Debord, daría nombre a un nuevo orden social más perverso que la sociedad del espectáculo (el orden del consumo y del simulacro) y se proclamaría como el irónico cronista de una fase del capitalismo en la que la utopía finalmente se realizaba, solo que su modelo de consumación era el de Disney (en la declaración de 1970, Baudrillard ya dijo que Aspen era “la Disneylandia del diseño y el medioambiente”).
Conforme Estados Unidos empezó a importar la teoría social cáustica, la europea (como la de Baudrillard), la izquierda ecologista empezó a temer lo peor. No se consideraban políticamente cándidos, pero sabían que al poner el tema de la naturaleza en el primer plano serían objeto de feroces críticas. Tampoco rompían del todo con la idea de utopía del modo en que lo hacían los escépticos franceses. A principios de los setenta, Bookchin seguía criticando los sueños socialistas de desarrollo planificado y los intentos de leer a Marx como un precursor del ecologismo.94 Sin embargo, no renunciaba a una filosofía dialéctica animada por el ideal de una reconciliación de hombre y naturaleza, ni tampoco a la creencia en una tecnología con una cara humana, y durante años desarrolló un naturalismo dialéctico que permitiera “ecologizar la dialéctica” y fomentar “una especie de autogestión planetaria”. Como recuerda Biehl, esta filosofía no tenía nada que ver con la comunión cósmica a través de los sentimientos (que predicaban los taoístas, los budistas o la New Age), sino, al contrario, con el uso de la razón. En Europa, quizá Dios llevaba tiempo muerto y la secularización había puesto a raya las nuevas espiritualidades, así que la nueva generación de díscolos podía atacar a la razón de izquierdas, y con razón. En Estados Unidos, en cambio, predicar a favor de la razón seguía siendo necesario en un clima de creciente espiritualización. Que Bookchin atacara al marxismo como un movimiento autoritario y antilibertario no significa que renunciara a algún tipo de filosofía dialéctica como la que fue pergeñando entre finales de los ochenta y principios de los noventa y que aquí no vamos a analizar (los manuscritos que formarían parte de The Politics of Cosmology casi suman mil páginas). Si los situacionistas hubieran sabido de este libro, se habrían reído a carcajadas. Les habría parecido de una candidez asombrosa. A otros filósofos franceses que exploraban la nueva fase del capitalismo, la del simulacro, les habría provocado vergüenza ajena, y la habrían tachado de moralismo de izquierdas. Bookchin, desde luego, también habría tenido respuestas a sus críticos. Su argumento, bastante sencillo, apareció en un libro de 1995 (2012b): el fetichismo de la mercancía, dijo, “ha sido embellecido de manera diversa –y superficial– por los situacionistas como ‘espectáculo’”.95 El anarquismo francés solo ha contribuido, venía a decir también, a la prioridad de la libertad personal sobre la sociedad:
El anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años sesenta, los situacionistas, en nombre de una ‘teoría del espectáculo’, produjeron en realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de peso a su esteticismo.