Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín. Giovanni Odino

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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - Giovanni Odino


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empina al máximo. Velocidad cero. Las revoluciones... las revoluciones. ¡Dios mío, qué pocas! Nivela la posición. Las revoluciones... cae demasiado rápido. Sobre el prado. Se ha hundido el asiento.

      Las palas del rotor han golpeado el suelo. Salgo disparado.

      Cuidado con la cabeza. Debo mantener la tensión muscular. Los mandos tienen sacudidas. Se me escapan de las manos. Un trozo de una pala se ha empotrado en el árbol. El motor sigue en marcha. Menos mal que he bajado las revoluciones. No consigo atrapar los mandos. Me estoy cayendo, pero por mi lado.

      Qué golpe.

      El motor se ha parado. Esperemos que no se incendie. Qué silencio.

      Â¿Qué es esta agua? Es el producto que entra en la cabina. No puedo moverme. Espero no haberme roto la columna.

      Dudaba de cómo reaccionar. Venciendo sus miedos, se dirigió hacia la puerta de la cocina que daba directamente a la amplia veranda que se asomaba al jardín. Se acordó de la tarta: no podía quemarse bajo ningún concepto, sea lo que fuere que había pasado. Volvió al horno, lo apagó y salió.

      Rodeado de rosales variados y de manchas de las mil flores multicolores de las plantas de la huerta, de los árboles frutales y de los ornamentales, había un amasijo informe de piezas metálicas humeantes: era un helicóptero, roto y abollado, en medio del amplio jardín de la villa.

      La nave estaba volcada hacia un lado, con un patín levantado hacia el cielo, como la pata de un pájaro víctima de un cazador.

      De la amplia fisura de un depósito se escapaba un líquido azul que se vertía en el interior de la cabina, sobre las partes metálicas y también sobre el motor todavía caliente, produciendo una columna de vapor sibilante. El derrame llegaba hasta la hierba del jardín, donde se había formado un charco alimentado también por el contenido de otro depósito, aplastado entre el helicóptero y el terreno. Las palas del rotor estaban arrancadas y esparcidas por el jardín, y la cola estaba rota y plantada en la tierra como para sujetar la estructura.

      Carlotta se acordó del helicóptero que trabajaba los veranos para los viticultores de aquellas colinas del Oltrepò Pavese, esparciendo el pesticida que protegía los cultivos de los ataques de mildiu. Más o menos una vez por semana lo oía volar sobre los viñedos que cubrían las colinas alrededor de su casa. Se dio cuenta de que no veía al piloto.

      Esperemos que no se haya hecho daño.

      Estaba intentado decidir si debía acercarse cuando el rugido de un motor atrajo su atención. Un Fiat Ritmo blanco frenó bruscamente delante de la verja de acceso a su casa, produciendo, al derrapar sobre el camino blanco, una nube de polvo. Del coche salieron tres personas que, después de trepar el pequeño muro y el seto de laurel, corrieron hacia el helicóptero. Carlotta los vio pasar por delante de ella sin que ninguno diera indicios de haber notado su presencia.

      â€”¡Edoardo! Edoardo, ¿estás bien? —gritó, nerviosísimo, el hombre más anciano de los tres, mientras corría hacia el helicóptero.

      â€”Espera, Maurizio. Espera antes de acercarte, podría haber riesgo de incendio —le previno el segundo hombre, más joven, que iba corriendo detrás de él llevando un extintor portátil. Tenía una expresión serísima y parecía muy preocupado.

      El tercero, un chico atlético con el pelo castaño claro bastante largo y unos ojos azules brillantes, se paró antes, más cerca de Carlotta, como si no tuviera el valor de acercarse más a la escena del siniestro. Carlotta notó que, a parte del hombre más anciano, vestido con el estilo de los agricultores cuando están de faena, con pantalones amplios y camisa de cuadros arremangada, los otros llevaban unos monos de color azul con grandes bolsillos.

      â€”Buenos días. —Carlotta saludó al joven para llamar su atención.

      El chico se dio la vuelta y la miró, como si se hubiera dado cuenta de su presencia solo en ese momento.

      â€”Buenos días, señora. Perdóneme, pero no la había visto.

      â€”Me he dado cuenta. Soy Carlotta Bianchi y este es mi jardín. Sois del helicóptero, me imagino.

      â€”Sí, sí. Hemos venido por el accidente —respondió precipitadamente el joven, volviendo a mirar el helicóptero con los ojos desorbitados.

      â€”Edoardo. Respóndeme, ¿cómo estás? —seguía llamando con voz fuerte el primer hombre, mientras intentaba meterse bajo la mole de metal, pringándose en el charco azul que se había formado bajo y alrededor del helicóptero.

      â€”Joder. Sacadme de aquí. ¡Me estoy ahogando en el producto! —pidió con vehemencia el piloto, que permanecía atrapado bajo la nave volcada.

      â€”Gracias al cielo está vivo. Diego, ven y empuja la cabina. Tienes que conseguir levantarla unos diez centímetros mientras Carlo y yo intentamos extraer a Edoardo —dijo el hombre más anciano.

      â€”Vale. Voy —respondió el chico, haciendo un gesto a Carlotta, como pidiéndole permiso para alejarse.

      â€”Edoardo, ¿puedes mover las piernas? Inténtalo con cuidado, y si sientes dolor no fuerces el movimiento —dijo Maurizio, que había tomado la dirección de las operaciones con autoridad.

      â€”Puedo, e incluso lo haría mejor si no tuviese esta mole de chatarra encima. Sacadme de aquí y os haré ver un par de pasos de vals.

      â€”Veo que estás bien, puedes soltar las tonterías típicas de todos los días —dijo Carlo, que, mientras tanto, había dejado el extintor en el suelo y había conseguido cogerle un brazo.

      â€”¿Listo, Diego? Cuando diga «vamos» levanta lo más que puedas.

      Carlotta observaba con una cierta admiración la aparente facilidad con la que los tres hombres se estaban coordinando en el salvamento. Se veía que estaban acostumbrados a trabajar juntos.

      â€”Vamos, Diego, levanta... ¡para! —ordenó Maurizio—. No te muevas, Edoardo, te sacamos nosotros. Venga, Carlo. Juntos. Tiii-ra, vamos, tiii-ra, último esfuerzo: tiii-ra.

      Edoardo apareció de debajo del helicóptero con gran satisfacción de todos. Se puso de pie soltando un grito a todo pulmón:

      â€”Aaagh… —Después, apretando fuerte los puños y cerrando los ojos, volvió a gritar—: Aaagh … —como un guerrero maorí queriendo asustar a sus enemigos.

      Carlotta vio erguirse en medio del amasijo aquella figura imponente, con el mono de vuelo empapado pegado al cuerpo. De la cabeza a los pies, estaba todo recubierto de un bonito color azul. Le pareció un extraterrestre y pensó en el helicóptero como una nave espacial. Sintió una breve perturbación en el pecho y le vino en mente la letra de una vieja canción:

      Extraterrestre llévame lejos,

      quiero una estrella para mí,

      extraterrestre ven a atraparme,

      quiero un planeta para volver a empezar.

      Edoardo jadeaba, tosía y escupía una saliva azulada. —Joder. Qué asco me da esto. Soy un idiota. Un idiota. Sabía que tenía que volar más alto. Lo sabía.

      â€”Túmbate, tranquilízate un poco. Hemos llamado a la ambulancia y estará aquí dentro de poco —dijo Maurizio.

      â€”Pero ¿qué ambulancia? No tengo nada. Quiero ir al hotel a lavarme y quitarme esta porquería.

      Â»Mierda. ¿Habéis


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