Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín. Giovanni Odino

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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - Giovanni Odino


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Salió una persona y corrió hacia el grupo.

      â€”Soy el enfermero. ¿Quién es el herido?

      â€”Él —dijeron Maurizio y Carlo al mismo tiempo, señalando a Edoardo.

      â€”Pero qué herido ni qué ocho cuartos. ¡No me he hecho nada! —exclamó el piloto—. Aquí el único herido es él, piensa qué puedes hacer para reanimarlo. —Se dio la vuelta señalando con el índice en dirección del helicóptero.

      Carlo intervino:

      â€”Érase una vez un helicóptero de constitución sana y robusta. Después tuvo relaciones íntimas con un piloto poco recomendable.

      El enfermero los miró a todos como si hubiera llegado allí por error. Se recuperó rápido, porque él también estaba acostumbrado a gestionar situaciones de emergencia.

      â€”Tenemos que ir al hospital para asegurarnos de que no hay lesiones internas o un traumatismo craneal. —Hizo un gesto al conductor de la ambulancia y al voluntario, que completaban el grupo que había llegado con él, para que se acercaran con la camilla.

      â€”Joder. ¿Cómo tengo que deciros que no me pasa nada? Alejad esta camilla de aquí. Da mala suerte, y al final alguien va a necesitarla de verdad.

      â€”Al menos déjeme hacer los controles mínimos para determinar su estado —pidió pacientemente el enfermero—. ¿Era un líquido tóxico? ¿Lo ha ingerido?

      â€”Me ha llegado a la boca, pero no lo he tragado. No puede ser muy venenoso, si no, estaríamos todos muertos hace tiempo —respondió Edoardo. Después se sentó en la hierba y consintió, mientras se calmaba, a que le hicieran unas pruebas. Después de un examen rápido, el enfermero excluyó el traumatismo craneal y los daños a la columna vertebral.

      â€”Si realmente no quiere ir al hospital me tiene que firmar esta hoja en la que declara que renuncia por voluntad propia.

      â€”Démela, firmo todo. Pero que no haya facturas después.

      El enfermero, que tenía mucha experiencia, sonrió: había notado una cierta alteración en el comportamiento del piloto, debida a la adrenalina que todavía circulaba por su cuerpo, pero también veía, por lo que había podido verificar durante las pruebas y por cómo se movía para todos lados, escupiendo y blasfemando, que no había sufrido ningún daño físico. Una vez firmada la declaración curioseó unos minutos más junto a los otros dos colaboradores alrededor de los restos del helicóptero, y después decidió que podían irse. Los tres volvieron a entrar en la ambulancia e intentaron marcharse. Lo intentaron, porque durante todo este tiempo se había juntado un pequeño grupo de curiosos, y sus coches habían bloqueado la carretera. Tras unas cuantas maniobras y varias imprecaciones, la ambulancia consiguió marcharse. También el grupo de curiosos se marchó, después de las muchas invitaciones amables, pero firmes de Maurizio y de Carlo a que lo hicieran.

      â€”Bueno. ¿Queréis llevarme al hotel? —preguntó, irritado, Edoardo—. ¿Tengo que llamar a un taxi? ¿Tengo que ir en helicóptero?

      Empezaron a reír todos, que lo miraban mientras se observaba a sí mismo, con las manos en la cintura, goteando líquido azul.

      â€”Vamos. Te llevo yo —dijo Maurizio.

      â€”Si quiere, puede ducharse aquí —intervino Carlotta.

      Se dieron la vuelta para mirarla. Maurizio, que conocía a la mujer por haberla visto alguna vez en el pueblo, pero sobre todo porque vivían en la misma colina, se dio cuenta de que ni siquiera le habían pedido permiso para entrar. Le habló, con una clara expresión de embarazo en su cara:

      â€”Gracias, señora Bianchi, perdónenos por la intrusión. Hemos sido maleducados, pero estábamos preocupados por el piloto.

      â€”¿Y quién no lo habría estado? —respondió ella. —Para nosotros no hace falta, pero si el piloto pudiera, sería muy amable por su parte.

      â€”Como les he dicho, no hay ningún problema. Maurizio se dirigió a Edoardo:

      â€”Tú, es mejor si te arreglas aquí. La señora te deja usar su baño. Nosotros vamos rápidamente a limpiarnos y volvemos enseguida. Nos encontraremos dentro de media hora, todos arreglados.

      â€”De acuerdo, hasta luego —respondió Edoardo. Todavía se sentía algo aturdido, y la idea de darse una ducha inmediatamente lo seducía. Después añadió—: Maurizio.

      â€”Dime.

      â€”Dame uno de tus cigarros. Los míos ahora solo valen para los pitufos. —Enseñó la caja de cigarrillos holandeses, aplastada y empapada de agua azul.

      â€”Cuidado al fumarlo. Es para hombres de verdad, no como tus cigarrillos para mariquitas.

      Edoardo sonrió con expresión de resignación, y cogió con dos dedos, para no mancharlo, el cigarro toscano que le daban.

      â€”Démelo, señor Edoardo, he oído que le llaman así, así lo mantendré seco. Soy Carlotta Bianchi.

      â€”Edoardo Respighi, es un placer. Siento la que he montado...

      â€”No se preocupe. Lo importante es que no esté herido.

      â€”Entonces, hasta luego —dijo Maurizio.

      Carlotta precedió al piloto hasta el cuarto de baño. Cogió unas toallas limpias de un mueble apoyado en la pared, y un albornoz para hombre. Se aseguró de que en el estante de la ducha hubiera gel y champú y colocó una alfombrilla en el suelo y unas sandalias havaianas.

      â€”Están limpias —dijo—. Deberían ser de su talla.

      Edoardo la miró y se excusó otra vez:

      â€”Gracias, señora. Siento tanto las molestias...

      â€”No se preocupe, tómese su tiempo.

      Los ojos del hombre, que resaltaban en el azul de la cara, le hicieron el efecto de la mirada de un animal... de un animal herido, todavía peligroso, con toda su fuerza, pero que también necesitaba esconderse y curar sus heridas.

      Se acordó del gorila que había visto hacía muchos años —todavía era una muchacha joven— en un zoo llamado impropiamente jardín zoológico, ya que de jardín no tenía nada, instalado en un espacio que no bastaba para contener su deseo de libertad. Cuando Carlotta cruzó la mirada con él recibió un impulso de fuerza animal constreñida por la impotencia. Se había sentido asustada y al mismo tiempo atraída por aquella llama de humanidad primordial que había notado en la mirada del gorila. En su interior se había creado un estado de excitación que se calmó solo cuando, al reparo de un árbol enorme y algunos arbustos, convenció a su novio para hacer el amor.

      â€”Marcello, tesoro... más fuerte. Más fuerte —insistía con la voz ronca, mientras lo abrazaba con todas sus fuerzas. Solo en otras pocas ocasiones le había susurrado, casi como si no quisiera que le oyera, aquellas palabras que ahora sin embargo pronunciaba lentamente acompañándolas con potentes movimientos de cadera. No tardó mucho en alcanzar el culmen del placer, lo cual alivió a su compañero: no habría podido resistir mucho más un tal asalto. Después recordaría aquel episodio como una prueba del amor fuerte y el gran deseo que Carlotta, de joven, sentía por él. Ella, por el contrario, intentó olvidarlo, porque el recuerdo de aquella relación física le traía a la memoria, inevitablemente, la mirada triste e inquietante del gran


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