Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín. Giovanni Odino

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Ha Caído Un Piloto En Mi Jardín - Giovanni Odino


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simples anillos dorados, que acompañaba con un collar del mismo estilo. Calzaba unas sandalias con una pequeña cuña que la obligaban a asumir unos andares vagamente perturbadores. Mientras bajaba los escalones de la veranda, sus caderas se movieron capturando la atención de los presentes, sin excepciones. Los hombres se preguntaron cómo habían hecho para no verla antes. Pensaron que se debía al hecho de que su atención se había centrado exclusivamente en el accidente que acababa de ocurrir. En realidad, Carlotta se había transformado, y había sustituido a la mujer de pelo sin vitalidad, vestido estival anónimo y zapatos bajos y anchos por la versión seductora que tenían delante de ellos ahora.

      â€”La señora Bianchi es la dueña de la casa. Nos está ayudando, y soportando, con una paciencia enorme —dijo Maurizio.

      â€”Conozco a la señora; ya nos habíamos visto en algunas ocasiones —respondió el mariscal—. ¿Cómo está? Veo que han intentado demoler su casa.

      â€”Lo más importante es que nadie ha resultado herido; lo demás se puede reparar —respondió Carlotta. Después, mirando a todos, dijo—: Les he preparado algo para comer. He oído que tienen que esperar a unas personas, y he pensado que sería mejor hacerlo sentados en una mesa. No es nada especial, solo una merienda y algo de beber.

      â€”Ya la hemos molestado demasiado... —Maurizio intentó rechazar la invitación, con poca convicción.

      â€”No es ninguna molestia; es un placer. Todo está bien, podemos olvidar lo que ha pasado tomando algo. Son las tres y me da que se han saltado la comida. Me hará feliz, naturalmente, que el mariscal y el cadete se apunten.

      â€”Gracias, señora —dijeron al unísono los dos carabineros mencionados. El mariscal añadió—: Aunque estamos de servicio, se agradece poder comer algo. El cuerpo de Carabineros nos perdonará este pequeño pecado.

      Tras estas muestras de cortesía se dirigieron todos hacia la casa de buen grado.

      â€”Aquí fuera. Está todo preparado al exterior. —Carlotta señaló el lado de la construcción donde estaba, a esa hora completamente a la sombra, la veranda amplia, ligeramente elevada con respecto al césped. En su centro había una mesa que ofrecía una gran variedad de comida y de bebidas: salami de Vanzi, coppa de Piacenza, panceta del Oltrepò, queso de producción local, pan y focaccias. No faltaban, dispuestas a lo largo de la mesa, botellas de agua, de cerveza y de vino.

      â€”Siéntense y sírvanse —dijo Carlotta, que entró de nuevo en la cocina. Un poco después, volvió con una tarta de mermelada de melocotón que exhalaba un fuerte aroma, y que colocó sobre la mesa.

      â€”Está recién hecha. He apagado el horno cuando se ha caído el helicóptero. La mermelada de melocotón es casera; la hice el año pasado.

      â€”Entonces está destinada a acabar como el helicóptero: destruida —dijo Maurizio, mientras cogía el cuchillo con la intención de cortar una porción.

      En ese momento llegaron, en dos coches distintos, el dueño del helicóptero y dos ingenieros de la Aviación Civil, encargados de llevar a cabo una breve investigación del accidente.

      â€”Comandante, carajo, ¿qué ha hecho? —dijo, en tono serio, pero no duro, el dueño del helicóptero.

      Edoardo, que se sentía humillado por los daños causados, se disculpó, avergonzado. Contó el toque con el árbol y la consecuente pérdida de control. Quizá el tamaño de las plantas le había dado unas referencias engañosas.

      Los ingenieros le hicieron más preguntas, acumulando todos los elementos necesarios para su informe.

      â€”Pueden sentarse a la mesa —intervino Carlotta, señalando todo lo que había encima—. También los señores que acaban de llegar.

      Edoardo la presentó al dueño del helicóptero y a los ingenieros.

      â€”Es muy amable, señora —le dijo Santino Panizza, al tiempo que le daba la mano—. Me tiene que decir lo que le va a costar reparar los daños. El seguro se lo pagará.

      â€”¿Solo por un agujero en el jardín y un poco de tierra contaminada? Es muy poca cosa. Buscaré a una empresa especializada para que retire la tierra. Ahora, siéntense.

      Santino apoyó la mano sobre el hombro del piloto y le dijo:

      â€”Vaya mañana a Casale para usar el helicóptero de reserva. Cuidado, que es el último, ¿eh? Si lo perdemos, cerramos y volvemos a los tractores.

      â€”Usaré el Fiat Uno de la empresa y volveré con el helicóptero. En cuanto podamos, iremos a recoger el coche.

      â€”De acuerdo, hagamos así —respondió Panizza, que ya empezaba a mostrar interés por lo que estaba sobre la mesa.

      Se sentaron, y empezaron con la tarta, que atraía a todos con su perfume de hojaldre. Lo acabaron muy rápido. Después continuaron con los embutidos y el queso, al revés de lo normal, ya que se suele empezar por lo salado y acabar con lo dulce. Una media hora después el mariscal dijo que su presencia no era necesaria y que se marchaba. Recordó a Carlo y a Edoardo que hicieran fotocopias de los documentos y un breve informe.

      â€”No se preocupe, mariscal. Mañana tendrá todo —confirmó Carlo.

      â€”Gracias, señora Bianchi. Todo estaba muy rico. El mariscal se despidió de Carlotta dándole la mano y esbozando un saludo militar, en un perfecto estilo de galantería militar. Se llevó la mano a la visera dirigiéndose a los demás:

      â€”Buena continuación. —Se marchó junto con el cadete, el cual también saludó de manera militar.

      Los ingenieros de la Aviación Civil continuaron su trabajo sin dificultades particulares: no había ningún secreto que descubrir, todo estaba clarísimo, y la versión que había proporcionado el piloto bastó para no requerir una investigación adicional. Por la noche, cuando se marcharon todos, quedaron sobre la mesa de la veranda muchas botellas vacías y algunos restos de comida. La cantidad de dulces, embutidos y queso consumidos, acompañada adecuadamente por vino local y cerveza, había contribuido a la conclusión rápida y benévola de la investigación.

      Durante toda la tarde Carlotta se había dirigido a Edoardo de manera formal, sin dejar ver ninguna confianza. Habló con todos, él incluido, tratándoles de usted. Y todos tuvieron la misma cortesía cuando se dirigieron a ella, a pesar de que, al pasar la tarde y llegar la noche las relaciones se habían ido relajando poco a poco. Ella se había dado cuenta de que él la miraba a veces, pero había hecho como si nada. Por una coincidencia particular, de la que no había hablado con ninguno de los presentes, ese mismo día, 21 de junio de 1988, había cumplido cuarenta años.

      Ahora, en el silencio de la noche, mientras limpiaba la veranda, se paró para observar la chatarra que antes había sido un helicóptero ágil y elegante.

      No me esperaba que me llegaría del cielo un regalo tan bueno, y de una manera tan ruidosa.

      A Carlotta le pareció ver mariposas luminosas volando alegres alrededor de los hierros.

      No son mariposas, son luciérnagas. Luciérnagas macho. Son ellas las que vuelan, las hembras esperan en el suelo.

      Respiró otra vez, casi un suspiro, apoyada sobre la escoba, y después siguió limpiando todo con energía renovada.

      II

      22 de junio de 1988, miércoles — Recogida del helicóptero accidentado


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