¿Cuándo perdí las llaves?. Ezequiel Martí

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¿Cuándo perdí las llaves? - Ezequiel Martí


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debía llevar mi empresa y hacer las cosas. Qué iba a saber él. Y, además, iba a cobrar un dinero que me podía ahorrar.

      Al fin y al cabo, la crisis se ha llevado muchas empresas por delante y problemas hay en todas partes. Cuando hablo con compañeros de otras empresas, todos están igual. Y lo que más me cansa es el personal que no quiere trabajar. Este país es un desastre. Todos los buenos se van fuera.

      Después de la yincana de cada mañana, logramos salir de casa con diez minutos de retraso. Como siempre, el tráfico empieza a ponerme de los nervios. De camino al cole, la circulación es complicada, aunque, si salimos a la hora, normalmente llegamos temprano. Hoy, por el retraso que llevamos con los críos, supongo que llegaremos muy justo.

      Como habréis deducido, soy el encargado de llevar a los críos al cole. Mi mujer lo tiene mejor montado que yo. Resulta que la escuela está de camino hacia la empresa y con esta excusa me toca llevarlos a mí cada mañana. Sí que es verdad, de todos modos, que he conseguido algún que otro trabajo con algunos padres que también llevan a sus hijos al cole. Es una manera de hacer networking gratuito. Solo con dejarte ver, muchas veces se acuerdan de ti.

      En el fondo, me gusta llevar a mis hijos a la escuela. Me acuerdo de que mis padres también lo hacían. Mejor dicho, mi madre. Ella era la que nos acompañaba a mis hermanos y a mí cada día al colegio. De mi padre, recuerdo que salía temprano de casa para ir a trabajar y que llegaba muchas veces a media tarde, cansado y sin ganas de decir nada ni tampoco de jugar con nosotros. Mi madre era la que llevaba la casa. A veces me pregunto qué pensarán mis hijos de mí. Quizá sea una pregunta cuya respuesta, si realmente ellos explicaran lo que han vivido en estos años, es posible que me dejara completamente frío. Mejor no profundizar en ello, por ahora.

      Solo de pensar que tengo que ir a la empresa después del colegio me empiezan a entrar escalofríos.

      «¡Otro día de pena!», hablo solo en el coche. Si alguien me ve, se pensará que estoy loco. Me espera otro día de ajetreo, reuniones, problemas en la empresa. Y por si no fuese poco, hoy tengo visita y comida con ese cliente tan pesado.

      ¡Sí!, a las doce del mediodía tengo reunión con Andrés López, propietario de Pansdefood, S. L. Es un buen cliente, pero está hecho un tiquismiquis. Nunca está contento con los pedidos que nos encarga. Pero supongo que lo hacemos bien, porque somos su empresa de mantenimiento desde hace diez años. Es la típica persona que no encuentra nada bien hecho. Da vueltas a las cosas y cuesta muchísimo acertar con él. Me pregunto qué pensarán sus trabajadores. Es un pesado.

      Sí, lo habéis adivinado, soy propietario y ceo de Electric Climatic, S. L., una empresa dedicada a las instalaciones eléctricas industriales, con departamentos de frío industrial, calefacción y climatización.

      Estudié mecánica industrial y electricidad en el mejor centro de formación de esta especialidad del país y después de graduarme me puse a trabajar en una empresa de instalaciones de una población del extrarradio de la capital donde residía entonces con mis padres. Fueron años en los que aprendí mucho y además ganaba dinero. Hacíamos horas por un tubo y se trabajaba a destajo. Eran los años locos de la construcción y se vendía todo. Una vez que terminabas de estudiar era fácil encontrar trabajo en alguna empresa del sector. Eran tiempos fáciles para los trabajadores y los empresarios. Todo iba viento en popa.

      Era la época en que todo valía. Todo se vendía. Todas las personas eran capaces de crear un negocio que parecía que pudiese durar toda la vida y que todo aquello nunca se terminaría. Era joven y me quería comer el mundo.

      Un día se fijó en mí el encargado de una empresa que operaba a nivel nacional, después de que mi empresa fuese subcontratada por la suya. Su responsable decía que le gustaba mi manera de trabajar. Yo no era malo en mi labor. Me gusta y creo que lo sé transmitir. Se interesaron en mí porque soy muy resolutivo y el tema de las instalaciones eléctricas es lo mío. Soy un genio de la electricidad y no hay nada que se me resista. Me gusta meterme entre planos, ingenieros industriales, instalaciones a medias, cables, motores. Cuando estoy inmerso en ese mundo pierdo la noción del tiempo, disfruto con mi trabajo y me absorbe. Además, no me gusta que nadie me ayude porque no están a mi nivel de conocimientos y experiencia. Al fin y al cabo, es mejor trabajar solo que mal acompañado.

      «¡Uf!, acabo de llegar a la empresa», otro día con problemas.

      Mi cabeza no deja de pensar en el día en que la firma que trabajaba a nivel nacional me contrató. Fue una inyección de adrenalina en mi sangre. Cuando llegué a casa fue lo primero que les expliqué a mis padres y a mi novia. Iba a ganar más y con más responsabilidad. ¡Wow!, fue fantástico. Pero la alegría duró muy poco Al cabo de ocho meses empezó la crisis. Y como tantas otras, la empresa entró en suspensión de pagos y cerró con una deuda millonaria. Y yo, en la calle.

      Lo demás es historia. Me encontré en la calle, con novia estudiando diseño de interiores y una hipoteca. Básicamente, un desastre. Lo peor del mundo me tenía que pasar a mí. Yo, un genio de electricidad, sin trabajo y sin futuro.

      Aunque parecía el final del mundo, seguía reuniéndome con mis amigos cada viernes a tomar algo. Al cabo de tres meses de quedarme en el paro, en uno de esos viernes de gloria que pasábamos discutiendo quién tenía la culpa de la crisis y buscábamos al responsable de los males de la humanidad, de que los dioses se hubieran girado en nuestra contra y de que los astros no nos acompañasen, me dieron la referencia de una persona interesante.

      Recuerdo perfectamente su nombre —aún sigo pensando en voz alta, solo en la entrada de la empresa, qué vergüenza si me ve alguien, pero a veces, cuando recuerdo cosas o pienso, tengo la costumbre de hacerlo hablando en voz alta.

      Se llamaba Gonzalo Hernández, de padres mexicanos y nacido aquí. Era una persona delgada, con el pelo castaño y que normalmente vestía con pantalón vaquero, camisa azul y calzado deportivo. Lo que me llamaba la atención de él era que en su muñeca lucía un reloj Casio calculadora de esos de color negro digitales que tanto estaban de moda por los años 80. Era propietario de una empresa de distribución alimentaria y necesitaba a alguien que le hiciese el mantenimiento de su instalación frigorífica.

      Me comentó que supo esquivar la crisis observando las costumbres de sus clientes, fijándose constantemente en lo que compraban y en qué hábitos de consumo tenían. Esa observación fue la clave para poder adaptarse a lo que venía. «Juan, nunca dejes de observar a tu alrededor», me repetía constantemente. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque en ese momento tampoco supe adivinar lo que me quería transmitir ni tampoco le hice caso.

      El lunes siguiente me presenté en su empresa y sin pensarlo dos veces le comenté que yo podía ocuparme del mantenimiento de sus instalaciones.

      Así es como comencé a trabajar otra vez. Me di de alta como autónomo y empecé con los mantenimientos frigoríficos. Al principio, solo una vez por semana, pero después también le llevaba todo el mantenimiento de sus naves industriales: calefacción, electricidad, aire acondicionado. Vaya, todo lo que necesita una empresa en estos temas. De allí, me propusieron renovar la instalación eléctrica de una tienda que se iba a reformar. Poco a poco me salieron trabajos, aunque pequeños, que sirvieron para crear lo que es ahora mi empresa. De esto hace ya veintiséis años. Hoy tengo una plantilla de cincuenta y ocho personas.

      Pero ahora, estoy completamente cansado. Estoy agotado y me siento solo.

      No es que esté solo —no tengo a nadie en quien confiar en mi empresa—, creo que es soledad. Esa sensación de aislamiento en que te sientes solo, sin acompañamiento de nadie. Esta soledad empresarial para mí es muy desagradable y cada vez me cuesta más abrirme a los demás y relacionarme con ellos. Ya no disfruto con mi trabajo. Me paso todo el día apagando fuegos y me falta concentración, tengo mucho estrés y la sensación de que me estoy perdiendo cosas importantes. Ya no tengo la capacidad de descubrir oportunidades ni nuevas ventas ni de aprovechar los contactos para ampliar mi cartera de clientes. Además, me llevo los problemas a casa. Tengo la sensación de estar dedicando los mejores años de mi vida a algo que no tiene ni futuro ni recorrido. Creo que los empresarios estamos hechos de otra pasta, pero tampoco sé hasta qué punto vale la pena pagar el precio que


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