Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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de creadores. La dignidad del oficio es una cosa tan frecuentemente olvidada. Ella no debe dejarse encasillar, no dejarse sobornar, no oficializarse […] Yo bebo, pero mi trago es amigo de las canciones, de la mirada larga sobre un paisaje, de lo dolido en algunas almas dolidas. Mi trago es amigo de los amigos, de las cuerdas de una guitarra, de una voz que nos va diciendo lo que diríamos si tuviéramos voz […] Mi trago es amigo de los muertos vecinos, de los nombres olvidados, de los epitafios que siguen en mí y que en alguna forma anuncian mi propia muerte. Soy amigo de esa muerte y de la vida que vamos viviendo y muriendo en cada trago, en cada palabra, en cada respiración. (Mejía V., 1985, pp. 151, 152)

      Mientras se da la polémica y para poner en evidencia a sus enemigos gratuitos, Mejía publica un capítulo de la novela El hombre vegetal, titulado «Miseria», en octubre de 1946 en la revista Artes y Letras, con ilustraciones de Hernán Merino Puerta, amigo de tertulia de Mejía82. El cuento se inicia con la descripción del protagonista, Antonio, un hombre viejo y en la miseria total que vive con su esposa y un perro flaco, tan hambriento como sus dueños. El hombre siente rabia ante ese estado de miseria, pero nada puede hacer. Toma su tiple que ha alegrado tantas tardes y piensa que debe empeñarlo o venderlo, así como sus sembrados, y abandonar la tierra que tanto quiere para paliar el hambre del momento, a la espera de que las cosas puedan cambiar en la ciudad. Pero un destino aciago parece imponerse.

      El narrador se implica para brindar al lector una imagen del estado de desolación del protagonista y del lugar: «la miseria rondaba hacía mucho a la familia, como canes desesperados que desgarran los vestidos y las almas, como arañas peludas y uñosas, que tejen una oración maldita». Cuando Antonio se dirige a buscar su caballo, descubre que este se está muriendo de viejo, de enfermedad y de hambre, debajo de un árbol. En el momento en que piensa en toda la miseria e infelicidad que le rodea, su perro a los lejos emite un ladrido de muerte, la misma que se aproxima a los que allí quedan, porque han perdido todo, hasta la más mínima esperanza. Este es un texto mediado por una excesiva adjetivación con la que se describe el paisaje del entorno y el estado de ánimo del protagonista. Es una mirada introspectiva de alguien a punto de la inanición física y moral. La frase final es elocuente al respecto cuando el hombre ve a su perro al borde del agotamiento: «fuiste un gran perro, Amarillo. Yo también fui un hombre. Y pronunció esto como si escribiera en una lápida». Este tema de la miseria campesina y el abandono de las instituciones del campo y sus habitantes será un tema recurrente en los siguientes cuentos de Mejía, como producto de lo que ha visto en su país y verá luego en Venezuela y Centroamérica. Una especie de fatalismo y tragedia se impone sobre los hombres del campo.

      Seis meses después de «Miseria», en abril de 1947, aparece otro capítulo de la novela en la Revista 82 de la Universidad de Antioquia, titulado «Las azarosas noches campesinas». En este capítulo, el narrador habla de algunas tradiciones entre campesinos como contar historias de personajes populares o legendarios, bailar, enamorarse, etc.83. El narrador introduce al lector con una descripción del río Cauca que se arrastra apacible entre acantilados en una noche de luna, mientras se oyen los cascos de un caballo, el de Antonio o «Niño Malo», que viene a una parranda de campesinos alrededor del fuego, en la que se encuentran varias mujeres sencillas del campo. Una de ellas es la vieja Serafina que ha conocido la historia de tantos hombres como Antonio que se juegan la vida por una mujer o para demostrar su bravura. También ella ha visto o le han contado cómo se fueron conquistando con coraje y temeridad esas rudas y escarpadas montañas. Ella es hoy la invitada a contar, entre muchas historias, la del Duende Malo, que cada vez que es invocado, aparece y arrasa con todo. Un día, un hombre que no creía y se burlaba del Duende apareció muerto en una cañada, comido por los gallinazos. Desde ese momento no volvieron a invocarlo y el Duende desapareció. Serafina es uno de esos narradores naturales del campo, en cuyas historias se mezclan «lo bueno y lo malo, lo divino y lo diabólico, la magia negra y la magia blanca» y todos gozan escuchando (Mejía V., 1946, p. 265)84. Antonio comienza a contar la historia imaginaria e hiperbólica de su tío en una pelea con el diablo, antes de que este se lo llevara. Interrumpe la historia cuando ve a Rosa, una joven a la que quiere conquistar como lo ha hecho antes con muchas otras. Rosa se hace la esquiva y le recrimina su condición de seductor y mujeriego, lo que incita más a Antonio, porque la joven rechaza los halagos y regalos que le ofrece. El baile comienza y Antonio no deja de observar a Rosa mientras baila con otras. Por su cabeza pasan muchas imágenes y se incrementa su deseo por la escurridiza campesina85.

      Desde finales de 1945, Mejía piensa en la escritura de El hombre vegetal como una segunda parte de La tierra éramos nosotros, en la que busca reconstruir ese mundo bucólico y de personajes que conoció y que, a su pesar, están a punto de desaparecer, porque las costumbres están cambiando, debido a una lenta pero progresiva industrialización y a una nueva infraestructura que va comunicando los pueblos y la violencia partidista que empieza a llegar a los campos para alterar las anteriores formas de vida. En 1947, Mejía se ve en la necesidad de multiplicarse en varios oficios para sobrevivir en lo económico, por lo cual se ve resentido su trabajo literario. A comienzos de ese mismo año, el director del suplemento cultural «Fin de Semana» de El Espectador, Eduardo Zalamea Borda («Ulises»), propuso a los lectores y no a los «intelectuales y críticos» que enviaran una lista de las diez novelas que consideraran representativas de la literatura nacional. Mejía, que escribía bajo el seudónimo de «Un lector antioqueño», se excusó por entrometerse en el asunto y planteó su lista, no sin antes hablar de los recelos de publicar a los jóvenes escritores, tal vez pensando en lo que le había pasado a él:

      Siempre he creído que en materia novelística es abundante la literatura nacional; solo que a todo aquel que se aventura en la publicación de esta clase de obras se le recibe, o se le recibía, porque también en esto vamos cambiando con indiferencia manifiesta o severidad injusta e implacable. El autor, novato la mayoría de las veces, se dolía y dejaba de escribir más libros o encaminaba su afición a otro género más fácil […] El nombre del incipiente novelista se olvidaba fácilmente y el libro pasaba a ser curiosidad bibliográfica en empotrados estantes de unas pocas bibliotecas particulares, de donde años después lo tomaba algún curioso, quien adivinaba, quizá con optimismo exagerado algún futuro novelista de categoría. (Mejía, 1947; Ulises, 1947)

      En vez de novelas, Mejía propuso diez autores que para él representaban bien lo que había sido la literatura colombiana y las formas de pensar en distintos momentos. Entre algunos seleccionados, incluyó a Carrasquilla, Osorio Lizarazo, Zalamea Borda, César Uribe Piedrahita y Eduardo Caballero Calderón86. Este año es interesante para la literatura colombiana porque, pocos meses después, en agosto de 1947, en una carta de un lector dirigida al director del suplemento «Fin de Semana» de El Espectador, Zalamea Borda, se lamenta de que no se publiquen autores jóvenes, sino reconocidos; mismo reclamo de Mejía. Zalamea reacciona motivando a los jóvenes escritores a enviar sus textos. García Márquez es uno de ellos y es así como aparece su primer cuento

      «La tercera resignación» y luego vendrán otros, porque como dice Zalamea: «los lectores […] habrán advertido la aparición de un ingenio nuevo, original, de vigorosa personalidad. Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor […] Pero sí me resisto a creer […] que sea un caso aislado entre la juventud colombiana». (Eligio García, 2001, pp. 101, 102)

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