Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
Читать онлайн книгу.personas que yo conocí niños o viejos y comprobé dolorosamente hasta qué punto una gran porción de mi mundo se había derrumbado con ellos. A siete de los que yo menciono, tres de ellos protagonistas, los mataron en la violencia (Escobar, 1997, p. 194)62.
Como dirá Mejía (1975), décadas más tarde en uno de sus cuentos, definitivamente «nos vamos quedando con los seres a quienes amamos un día… Salimos de ellos como náufragos» (p. 139), pero irremediablemente a ellos se vuelve. Es lo único esencial63. No obstante, incluso antes de estos dos hechos históricos, el interés por contar e imaginar comienza a despertarse en la pubertad, cuando sirve de cartero del amor entre una pareja de campesinos enamorados. Así lo cuenta Mejía:
Aquellas primeras cartas que yo hice con mala letra y pésima ortografía entre Jael y Ramón Ángel fueron el primer esbozo literario que yo tuve; luego fueron los cuentos que yo contaba cuando íbamos a algún velorio […] Así que puede decirse que mi primera obra fue haber servido de secretario de dos amantes campesinos; después, cuando cumplí trece años, mi madre me envió una carta donde elogiaba mi manera correcta para describir situaciones de la vida cotidiana, como por ejemplo, lo que sucedía en una plaza de mercado o la visita de un familiar o amigo. Fue en ese momento que me puse a pensar qué era esa vaina de escribir bien y de ahí tal vez nació mi vocación (Escobar, 1997, pp. 195-196)64.
Dieciséis años después de La tierra éramos nosotros y con motivo de una segunda edición con miles de ejemplares, la novela fue parte de uno de los libros seleccionados para las colecciones del Festival del Libro del Continente Latinoamericano, celebrado entre 1959 y 1961. Mejía revisó su texto y escribió un prólogo en el que expresaba lo que su novela representó en su momento, lo mucho que de ella seguía vigente en su espíritu de escritor y en el hombre, porque él continuaba atado a la naturaleza, al paisaje del suroeste antioqueño y a las tradiciones de los habitantes de su región. También manifestó que esta fue una novela de los aprendizajes primeros y por eso las muchas falencias formales, la visión ingenua de un mundo que apenas comenzaba a despuntar en un joven al que todavía no se la había revelado la vida y por eso lo hacía un utópico soñador, porque
Vivía entonces la exuberancia de los primeros veinte años, cuando la angustia propia y la ajena no alcanzaban a empañar una descomplicada visión de las cosas. Tenían los pasos un amable sonambulismo, reflejaban los ojos el asombro de quien va descubriendo la vida y el mundo como si nadie antes los hubiera vivido y habitado. De ahí cierto infantilismo en mi estilo, cierta reiteración, cierto caos defectuoso en su misma abundancia de poesía. Porque esta novela es un viejo estado del alma. En ella transcribí con juvenil fidelidad unos cuantos destinos, copié con regocijada quejumbre sucesos demasiado ligados a mí, ignorante de que el transcurrir humano es en sí de un deplorable gusto literario, de que el entusiasmo y el dolor son malos consejeros si se escribe bajo su inmediato influjo. Además, carecía de medios para trascender la realidad, tal vez no veía las cosas desde ellas mismas en esa formidable transferencia del novelista verdadero. Sin embargo, en ese intervalo solo he llegado a convencerme de que nunca se aprende a escribir ni a vivir ni a fabricar belleza, pues a esta la rige un poco el azar, un poco el genio, un poco la intuición repentina, y la vida y la literatura exigen para cada situación una solución distinta, difícil de hallarse en experiencias pasadas. Por ello me he convencido de que siempre seré aprendiz de mí mismo y de lo que me rodea. Por ello también, y por la sonreída seguridad de que esta obra no cambiará el curso de la literatura de hoy, estoy a salvo de la más leve vanidad. Lo anterior no obsta para que, al releerla, me atraiga todavía el vaho de aquellos hechos, el eco amortiguado de aquellas palabras, el recuerdo de aquellos tropiezos que me fueron enseñando el camino del hombre, y ese modo suave que tienen los viejos rostros para acomodarse en nuestro olvido. Fueron auténticas al fin y al cabo estas experiencias que han hecho lo que soy. Que han hecho, sobre todo, lo que pude ser: tantas posibilidades entrevistas con inicial entusiasmo y que la vida volvió ajena como la luz de los espejos. (Mejía V., 1961, pp. 7-8; Escobar, 1997, pp. 198-199)
La tierra éramos nosotros es de alguna manera una novela de educación o Bildungsroman, porque muestra una cierta evolución del protagonista y su proceso de formación, tanto con las cosas agradables como con las negativas, desde el momento en que regresa a la hacienda que fuera antaño de su padre y antes de sus abuelos65. Todo se va dando como en una película. A medida que observa la geografía del lugar y, en especial, a los personajes cercanos, conocidos y lejanos, la memoria se hace presente y revive cada episodio del pasado como si estuviera sucediendo. A través de la novela deja colar todo lo que va aprendiendo de las personas cercanas, de los animales y de la naturaleza. Todo eso es una escuela de los aprendizajes primeros, que para él fueron los esenciales, y de los que le siguieron que consolidan esa formación iniciática y auténtica. Bernardo, el protagonista, se revela en la novela como un antihéroe realista que al final sale del lugar con el sentimiento de una triple frustración: la primera, saber que la hacienda Pipintá de su infancia se ha perdido de manera definitiva y jamás volverá sobre los pasos perdidos. La segunda, por el alejamiento de su amor primero al que un nunca más verá. La tercera, por los amigos y conocidos de la época de infancia y adolescencia que no se cruzarán de nuevo por su camino.
En ese sentido, en ese regreso y viaje por el pasado del que tanto aprende, revela la complejidad de su individualidad y conciencia; pero ese viaje es el primero de muchos otros porque nunca cesará de emprender y aprender. Mejía lleva en sí la condición del trashumante como lo confiesa su imberbe protagonista: «caminar, viajar, caminar. Mi alma lleva el sello errante. Hace veinte años emprendí el viaje al mundo y aún no he llegado a la vida. ¡Necesito vivir!» (TEN, p. 154). En esa novela se observa la emoción en su más primigenio y natural estado. Se podría decir que este es un texto en el que, con palabras de Pascal, «el corazón ha impuesto su razón que la razón desconoce». Es una novela que, como el mismo escritor afirma autocríticamente en 1961:
Escrita con peligrosa fluidez, con derroche exagerado de paisaje, con énfasis escaso de matices. Por aquel entonces no pensaba mis sentimientos, no enjaulaba en definiciones, siempre arbitrarias, el latido espontáneo de cada hora. Así, al leer de nuevo estas páginas, me siento como un ciego que va trajinando un camino al que no se puede juzgar, aunque es el suyo. O fue el suyo muchos años atrás. Ahora, un poco más sobre mí mismo, veo en mi novela el testimonio de los apasionamientos primeros, del nacer a la vida y a la literatura con toda su claridad, toda su puerilidad y toda su autenticidad. Porque en La tierra éramos nosotros hay, cuando menos, una obra honrada. Y si la honradez no significa virtud literaria, sí es base fundamental en la brega creadora. En ella estoy como tal fui antes y porque, a pesar de todo, sus páginas me traen el sabor y el aire de las viejas canciones que un día cantamos emocionadamente […] Ya es lugar socorrido decir que la mejor obra es la que uno está por escribir. Me parece que en la que más me di, en lo poco que yo era, es La tierra éramos nosotros, cuando ni sabía escribir ni entendía qué cosa pudiera ser la novela. Esas páginas me fueron saliendo con una fluidez peligrosa, porque yo me sabía y sentía todo aquello que iba componiendo en esas páginas. Es una novela ingenua, muy fresca y poética; un canto exaltado de paisajes y seres nuestros, narrada en primera persona y con los nombres que conservaron en vida los habitantes de aquellas montañas. El único nombre cambiado es el mío; yo me llamo Bernardo, el mismo nombre que ha aparecido en novelas posteriores, porque sigo siendo aquel niño inocente lleno de miedo, de terrores, lleno de deseos y de fuerza para poder combatir lo que llegara encima, es decir, un magisterio de cierto tipo de valentía que nos inculcaron nuestros padres y parientes que eran hombres y mujeres de verdad. Es una novela llena de ingenuidades, pero para mí representa un honesto, aunque ingenuo punto de partida, porque es muy importante para un escritor tener una primera obra, una obra sobre la cual basarse y además dar pie a que la gente comente sobre uno y diga algo en favor o en contra. Eso, más el criterio que uno se va formando a través de los libros, libros ajenos, de las conversaciones de café, de la autocrítica a que está obligado todo escritor que tenga cierto sentido de la responsabilidad, pues, repito, unido a todo esto, se va dando la formación de un estilo que, en fin de cuentas, nace de la manera personal de decir las cosas y de la discriminación de otros autores modernos y antiguos para decir las suyas. (Escobar, 1997, pp. 199-200, 201-202)
Pero esa novela precoz es también un