Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa
Читать онлайн книгу.el contrario, desde muy temprano estos son escenarios, reveladores de los conflictos entre los seres que los habitan, terminan siendo infiernos grandes, porque en su inmediata cotidianidad se observa el cruce de las más diversas pasiones que enajenan y desarraigan.
Las artes predisponen el espíritu
El joven Mejía pensaba que su vida debía orientarse hacia otros derroteros. Le urgía conocer, viajar, escribir, porque todo lo de ese entorno amado era ya conocido a pesar de que «cada alba traía cosas nuevas». Estaba consciente de que su destino era otro: nombrar realidades e indagar por «secretos que no conocíamos» (TEN, p. 46). Ante tal situación de encierro inevitable en medio de estas altas montañas, el joven creía que era imperativo salir. A esto se sumaba un problema de orden económico para la familia que contribuyó aún más a acelerar tal decisión. La quiebra económica del padre de Mejía Vallejo derivó en el desmembramiento de la familia y en la búsqueda de nuevas alternativas de vida en otros lugares. Mejía describe de manera casi poética este desmoronamiento:
El tiempo seguía rodando, pero rodaba ya sobre nosotros. Pasamos de la niñez a la vida. La herencia se iba desmembrando, y el hogar también. Alfonso, el mayor, abandonó sus atavíos campesinos, su pedazo de tierra, y salió en busca de nuevos horizontes. Él también llevaba la consigna de los caminos […] Se fue para lejos con mejores perspectivas. Y Carlos, el menor de los tres, se fue detrás. Yo ya me había ido a estudiar. Pero con la tierra quedó mi sombra. Ocurrió luego lo inevitable. El éxodo, la huida de la herencia. Otra se casó, que había nacido para el arrullo. ¿Por qué creceríamos? […] Nuestros caminos del monte se fueron cerrando. Las ramazones se entrelazaron vencidas por el olvido. (TEN, p. 47)
A los trece años, Mejía abandonó su pueblo por recomendación de sus padres y se instaló en Medellín, capital del departamento de Antioquia, para continuar sus estudios colegiales39. Allí se dedicó a estudiar con la ayuda económica de su tío político José Manuel Mora Vásquez40, porque el tiempo seguía su curso y nada podría detenerlo cuando el nuevo destino había echado a rodar y, como afirmaba a los veinte años, algo distinto «rodaba ya sobre nuestros espíritus. Pasamos de la niñez a la vida» (TEN, p. 47)41.
Continuó sus estudios secundarios hasta quinto año de bachillerato en la Universidad Bolivariana, colegio católico y privado42. El confesionalismo de dicha institución le hizo avivar el espíritu contestatario e iconoclasta. Con unos cuantos compañeros conformó una pequeña tertulia en la que discutían problemas relativos a su tiempo, sobre todo asuntos políticos en una época en que el bipartidismo entre liberales y conservadores había polarizado los ánimos. Con ellos decidió publicar un modesto periódico llamado El Tertuliano que no alcanzó a divulgarse, porque las directivas lo decomisaron y rompieron el día de su lanzamiento, no sin antes haber tenido que escuchar del rector Félix Henao Botero43 «un sermón sobre la necesidad de Cristo y de Bolívar al servicio de la patria y de Dios para formar técnicos y no matemáticos ni literatos viciosos y bohemios» (Escobar, 1997, p. 176). Abandonó sus estudios cuando estaba a punto de terminarlos, por eso cuando salió su primera novela, para minimizarla, un periodista conservador de la época lo llamó «muchacho fracasado en sus estudios» (E. T., 1945, p. 5). En el colegio como en la ciudad y allende había un ambiente moralista y cerrado del que poco se podía esperar, por eso afirma Mejía:
Yo era un disidente porque era de los pocos liberales que había allí; además era de izquierda y antifranquista. Estaba la Guerra civil española en su apogeo. Yo tenía un mapa en mi pupitre y un cura que nos daba una aburrida cátedra de religión se enojaba cuando yo colocaba o quitaba banderas rojas según como marchara la guerra. Dos sacerdotes profesores míos tenían a Cristo al lado de Hitler y de Mussolini […] Sufrimos en nuestra pequeña porción de sensibilidad lo que en gran escala, metafísica, genialmente, sufrió César Vallejo en París. (Escobar, 1997, pp. 174-175)
Aunque en el país gobernaban los liberales, en Medellín y casi toda Antioquia, se vivía bajo dominio conservador, y la Iglesia controlaba casi todo el aparato educativo en los pueblos y los mejores colegios y escuelas de Medellín. Pero Mejía tenía bien anclada la cuestión de la literatura y nadie se la iba a quitar, menos con sermones. Además, en los tiempos de ocio o en las mismas clases aprovechaba para dibujar y hacer caricaturas de los profesores —aptitud que desarrollaría después, en el Instituto de Bellas Artes de Medellín—, lo que le valió no pocas recriminaciones y castigos, para luego negarle la continuidad en la institución por su actitud inconforme y «díscola moralmente». A todo esto se agrega la necesidad de un trabajo para lograr la independencia que requería. Comenzó entonces su viaje de iniciación por la vida y la sobrevivencia en diferentes oficios que desempeñaba paralelos a sus estudios de arte. Ante tal mentalidad de la época, afirma Mejía,
Mi rebeldía se acrecentaba ante un medio tan fanático y conservador. Era una convicción personal contra el medio hostil [...] En Colegio nos tenían prohibida la lectura y había que pedirle autorización a monseñor Henao o a los vigilantes para prestar alguna obra; por ejemplo, no nos dejaban leer la Biblia, ni ningún diccionario y menos novelas. ¡Era el colmo! Nos tocaba vivir a la enemiga. Así fundamos un periódico muy malo donde escribí mis primeros poemas malos de amor y una crónica, con seudónimo, de una varada en Bolombolo (pp. 175, 176)44.
En el mismo momento en que Mejía dejó, por circunstancias ajenas, la casa paterna para comenzar a buscar en Medellín su propio camino mediante la acción y las palabras, Saint-Exupéry (1939) algo que bien podría ser apropiado por el joven Mejía:
Se es un hombre por una patria, un oficio, una civilización, una religión. Pero para apropiarse de tales seres, es indispensable fundarlos en sí mismo. Donde no existe el sentimiento de la patria, ningún lenguaje transportará esos seres. No se funda en sí el Ser si no está mediado por los actos. (pp. 230-231)45
En ese momento el joven Mejía solo deseaba una cosa: trasegar por el mundo, y así lo confiesa el protagonista de La tierra éramos nosotros: «siempre he soñado con viajar» (p. 153). Viajar es en él un acto mayor e impostergable: viajar para conocer otros modos de ser, otras culturas, otras maneras de pensar e imaginar el mundo, cosa que hará pocos años después. Aunque aún es el asombrado soñador —que nunca dejará de serlo—, todo lo motiva a la acción como veremos luego. Hay algo en su espíritu inconforme que, apenas franqueado los veinte años, intuye que lo llevará lejos, porque no podrá acomodarse jamás al statu quo del mundo que le tocó como cuna. Pero siempre, no importa donde vaya, el rincón de la patria chica es indestronable. Es su Ítaca, como también lo será el oficio de escritor, oficio exclusivo y excluyente. Esto dice Mejía en La tierra éramos nosotros:
Vine a la tierra para seguir cavilando. La naturaleza es el mejor libro para quien sabe leerlo. A su contacto me siento libre, sin ese aire de ciudad que asfixia. América necesita novelistas de su tierra y de sus hombres, y tal vez pueda ser uno de ellos […] Quiero estar en todas partes, ser todo, saberlo todo. ¡No seré nada! ¡Necesito despertar! ¡Necesito vivir! Conocer, viajar, sentir y más sentir. Quien no siente no vive. Aumentar los ímpetus rebeldes entre las montañas de mi tierra. Imaginar caminos a orillas de ríos tormentosos o apacibles. Contemplar junto a la ribera del océano y soñar con sirenas que en alguna isla habitan. Y en barco repasar todos los puertos […] Meter el alma por agujeros que lleven a lo desconocido; dormir en cavernas de esquimales y en rascacielos neoyorquinos […] Ejercitar todos los sentidos. Ser pirata de la vida, tahúr del amor, prestigitador de las emociones. Y pecar para sentir con honda embriaguez lo bello. Porque para contemplar la belleza y sentirla en toda su intensidad satánica y destructora, es necesario asomarse por la ventanilla del pecado. (p. 153)
Sorprende esta última frase en boca de un joven criado en el campo con limitados recursos bibliográficos, que está dispuesto a desafiar todo lo convencional y la moral enclaustrada del medio. Tal espíritu rebelde lo acerca a aquella idea de los poetas malditos franceses de finales del siglo XIX, vista desde una perspectiva moral y estética distinta a la moral y estética establecida: «¿Qué le importa la condena eterna a quien ha encontrado por un segundo lo infinito