Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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convencionales, los ritualismos y forma fijas, por eso su amigo y aliado de siempre es el Diablo. Años antes de que Mejía ingresara al Instituto de Bellas Artes de Medellín en 194147, su sensibilidad por la pintura se había ido formando a la sombra de la espléndida y luminosa naturaleza del suroeste y, en particular, por admiración a su madre que plasmaba pictóricamente lo que contemplaba a su alrededor. Una de las cosas que mejor recordaba de su infancia era cuando ella salía al campo a pintar el paisaje. Ese acto, mediado por una mirada desprevenida y llena de asombro, era para él

      Un milagro: descubrir cómo raptar las cosas de afuera y ponerlas en el lienzo. Eso me sacudió. Siempre que ella dibujaba yo me le arrimaba. Una tarde vi el paisaje que ella terminaba en la tapa de galletas inglesas: ahí sentí por primera vez la belleza. Sentí el mundo. Lo vi por primera vez. (Hoyos, 1975, p. 241)

      A partir de ese momento, el dibujo y la escritura se convirtieron en una necesidad básica y una manera de proyectar la fuerza de las cosas. La madre sería siempre una presencia fundamental porque estuvo, desde la sombra, a su lado para impulsar todos sus proyectos, incluso para la publicación de su primera novela como se verá luego. Ella fue la interlocutora en la correspondencia del adolescente cuando Mejía se instaló en Medellín en casa de su tía Jesusita Vallejo48, mientras su familia permanecía en la hacienda Pipintá. El siguiente poema a su madre muestra la dimensión de ella y todo lo que significó para él; Mejía exalta esa imagen amada invocando la naturaleza, elemento esencial en la vida de madre e hijo. Así, después de cada estrofa en la que habla de la madre, casi siempre intercala otra sobre la naturaleza, en lo que esta tiene de esencial, extraordinaria y bella:

      Sensación tardía

      Recuerdo el asombro de sus ojos

      marcados por la angustia de dos cejas en ala.

      Recuerdo su silencio, su soledad, su llanto,

      sus fluviales palabras.

      (Aroma de eneldo y de romero,

      espigas en los carrizales.

      Voces de adiós en los caminos

      efluvios de nube y tarde).

      Desde el balcón bañaban sus ojos el paisaje

      si me iba a buscar caminos por el bosque.

      Y siempre que volvía, nacía en su sonrisa,

      en su voz, en su entraña.

      Jadeaba la infancia retozona

      en mortiños y arrayanes.

      (Pájaros azules en las rocas.

      Cavernas de agua y espuma.

      Río nocturno, cauce hondo,

      y entre gajos la luna madura).

      La recuerdo en las hojas de un libro

      o bordando unas frutas de mantel familiar

      que hacían grato el pan en el cedro y en el lino.

      (Silbos nacidos en los juncos.

      Alas perdidas en su vuelo.

      Y un pedazo de crepúsculo, dejado

      en las ramas de un ceibo).

      Se dobló mi niñez en su mano amorosa,

      mis veinte años nacieron desde un surco en su frente.

      La veo cuando murió mi padre.

      Voces sonámbulas. Galope de caballos.

      Rezos gemidos en la sombra.

      Una luna de sangre sobre el monte,

      un retazo de cielo entre las hojas.

      Después doblé caminos por el mundo.

      Si volvía —hondos cansancios sin ecos—

      ella abría los brazos para estrechar mi errancia.

      Y viendo mi paso vagar aún sin camino

      mirábamos abrirse la ventana.

      (Pompas de lluvia en los charcos.

      Viento de olvido en los helechos.

      Niebla en los dedos y en el monte.

      huella de los esteros).

      Y hallaba, después de cada viaje,

      más silentes sus manos, más surcado su rostro,

      más blancas su voz y su cabeza,

      más oscuros sus trajes y sus ojos.

      Algo lloraba en derredor con viejo llanto.

      Aroma de eneldos y altamisas.

      Espigas en los carrizales.

      Silencios de adiós en los caminos.

      Efluvios de nube y tarde49.

      En vacaciones, el encuentro entre su tía Jesusita Vallejo y su madre, que aprovechaban para pintar, alimentaba aún más en Mejía su deseo por el dibujo y la escultura. Ver a aquellas dos mujeres cercanas a su vida dedicadas a recrear el entorno natural en bellas acuarelas, fue para el joven Mejía «una revelación» (Escobar, 1997, p. 177). Jesusita, Débora Arango y otras mujeres fueron alumnas de Pedro Nel Gómez en el Instituto de Bellas Artes de Medellín y, en 1937, presentaron una exposición colectiva «que causó mucha sorpresa en Medellín […] constituyéndose, sin proponérselo, en la ‘vanguardia’ artística de entonces» (Londoño, 1995, p. 194). Se podría decir que ellas conformaron el primer grupo de mujeres artistas en el país, que de modo colectivo presentaron una propuesta propia sin depender del consenso masculino. Mejía admiró siempre la obra artística de su tía y de su madre, y en ocasiones fue el presentador de algunas de sus exposiciones50. En la Escuela de Bellas Artes, Mejía estudió escultura y dibujo durante dos años en compañía de Hernando Escobar51, José Horacio Betancur52, Ramón Vásquez53 y Francisco Madrid54. Aunque Mejía era bueno para el dibujo, pronto lo dejó por la literatura, pero nunca abandonó ese oficio. Sin embargo, descubrió que trabajar con materiales como la madera, el mármol, la piedra, le daba «la sensación de permanencia», de sentirse «como un pequeño creador que puede cambiar las cosas». Agrega:

      Yo recalco en la importancia de las artes juveniles. En la escuela aprendía con facilidad lo que me enseñaban en dibujo [...] Ahora pinto [lo dice en 1980] y hago cerámica sin ningún problema, porque ya sé lo que hago: soy un literato de tiempo completo [...] Este ha sido un oficio que nunca he abandonado. Me gusta mucho. (Escobar, 1997, p. 178)

      Este aprendizaje artístico fue importante para su trabajo literario, porque influyó en la construcción de sus personajes y en las exactas descripciones de ellos y de su entorno. En 1945, el crítico Eddy Torres55 fue el primero en resaltar la plasticidad de las imágenes de Mejía y la precisión en los detalles en la descripción del medio ambiente y de los personajes de La tierra éramos nosotros. Esta plasticidad se irá afinando en muchos cuentos y novelas56. Según Mejía, fue Torres «el primero que escribió sobre mi obra antes de ser publicada, porque estaba editando unas cosas en la editorial Bedout y pidió unas pruebas de mi novela y la leyó» (Escobar, 1997, p. 179; Torres, 1945, p. 5). Mientras asistía a las clases en Bellas Artes, Mejía trabajaba en el día y estudiaba idiomas por las noches, pero una idea comenzaba a obsesionarle, viajar a México siguiendo los pasos de su poeta preferido, Porfirio Barba Jacob, proyecto que postergó, porque un viaje repentino a la tierra de crianza lo incitó a escribir su primera novela. Desde antes de la publicación de La tierra éramos nosotros y después, la vida en Medellín transcurrió entre sus estudios, el trabajo y una vida cuasi bohemia. Empezó a frecuentar los cafés donde se reunían a diario los periodistas e intelectuales de la región, en una etapa que marcaría el rumbo definitivo de su labor productiva, porque de ahí saldrían hechos, personajes, lugares (bares, prostíbulos, rincones populares, etc.) y parte de las experiencias de la urbe que recrearía en las obras centradas en esa temática como en Al pie de la ciudad,


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