Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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a desaparecer definitivamente con la muerte de una generación cimentada en ese orden peculiar que en el presente ha desaparecido o tiende a desaparecer: el coraje, la aventura, el valor de la palabra empeñada, el riesgo asumido, la lealtad, la amistad y la imaginación. Dada su nueva vida en la ciudad, a Mejía le urgía abandonar el campo y con este un pasado que lo marcaría de manera definitiva, porque lo vivido en ese tiempo primero, que generó no pocos interrogantes, es lo que serviría de pauta para un largo aprendizaje y un ejercicio de escritura en busca de las raíces rotas. Finalmente, esto no es otra cosa que la búsqueda desesperada de sí mismo porque, como diría Rulfo (1994), «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta» (p. 38).

      Por ser la primera novela de Mejía en la que aparecen en ciernes muchos de los temas que desarrollaría luego en otros cuentos y novelas, nos vamos a detener en las opiniones que suscitó esta obra en una época y medio cultural bien limitados en el campo de la crítica. Eran los mismos escritores y periodistas los que ejercían este oficio de modo circunstancial y no pocas veces más emocional que analítico. Sin embargo, sorprende la cantidad de artículos publicados en periódicos y revistas que motivó la aparición de esta novela y podría decirse que son excepcionales aquellos que no aprecian este texto iniciático. Pocas semanas antes de su publicación, se tuvo noticia de la novela por primera vez, cuando apareció un breve artículo en el periódico, bajo el seudónimo de Sonia, que anunciaba que estaba en prensa la novela de un joven escritor desconocido que nunca había publicado, y adelantaba el tercer capítulo (Sonia, 1945*). Recién salida la novela, el periodista José Jaramillo Zuleta (1945) percibió la «plasticidad» de esta como si fuera una pintura, no «de un hombre sino del conjunto de hombres que pueblan Antioquia», no de un lugar específico sino del campo y de los campesinos en general, no de «determinadas costumbres, sino de las que se observaban en todo lo largo y ancho del campo antioqueño». Sostenía que el retrato que hace de Antioquia «es bien diferente» de sus antecesores. Mientras Efe Gómez muestra una Antioquia campesina «vigorosa y terrible» y la de Carrasquilla «es fuerte también, ambiciosa y definida», el joven Mejía brinda una visión «decadente, tediosa, desconfiada [que] quiere oír a la ciudad» (p. 4). Esta última afirmación de la decadencia de una familia poderosa venida a menos y de muchas costumbres del campo podría confirmarse bien cuando Mejía (1946*) dice a otro periodista: «mis abuelos fueron ricos, pero la vida ha igualado con su rasero a nobles y pecheros, a ricos y pobres, y las dinastías sometidas a este único influjo se remansan en sus glorias antiguas y en sus recuerdos». Un amigo cercano de Mejía, que lo acompañará por Centroamérica, Alberto Upegui Benítez (1945*), reconoce en la primera obra de Mejía

      Una gran obra. Es la producción más sorprendente de la novelística colombiana moderna. Se siente bullir la vida de los personajes, de toda nuestra montaña antioqueña, se siente el crepitar de las pasiones elementales y el discurrir fatal del tiempo, barriendo los hechos y las cosas en una interminable sucesión sin descanso. Nada allí es postizo. Todo es verdadero, justo, dinámico. Y en el fondo, un amor inmenso al terruño, a las fuerzas vírgenes que aferran al hombre a la tierra que infunden la vida y hacen del hombre el más alto producto de la madre universal.

      A otro lector o lectora le parece que en la novela «no hay nada de postizo, de hueco, de retórico, ni de rabularia emocional». Es una novela que «satisface el gusto y las aspiraciones contemporáneas». Mejía «tiene todos los rasgos temperamentales para emprender una novela de aliento más capital. Sus dotes están comprobadas» (Aldebarán, 1945)66. Por la manera como Mejía describe el paisaje y habla del mundo campesino, Alfonso Lopera opina que, más que narrador y novelista, es un «lírico genuino al sentir las emociones que la montaña engendra». Esto se observa en la musicalidad de los diálogos entre campesinos, en la descripción del paisaje que es como «la pintura de un cuadro cuajado de vida y colorido». Mejía ofrece al lector «la imagen de la tierra que, al fin y al cabo como la mujer esquiva, solo se entrega a quien sabe comprenderla y amarla, sentirla y trabajarla». Lopera (1946*) concluye diciendo que en Mejía «hay una consoladora revelación y una más alta promesa».

      El filósofo Fernando González (carta, 1946) habla así de la novela: «obra juvenil, fuerte, movida, tan nuestra y tan universal a un mismo tiempo […] Usted se ha señalado como el delantero de nuestra novela». Para el poeta Carlos Castro Saavedra (1946), «La tierra éramos nosotros es un canto a Antioquia, una alabanza que entraña todo lo propio, todo lo autóctono» (p. 498). Para Carlos Agudelo Echavarría (1946), la novela refleja «el alma de la raza palpitante y preciosa, dulce y trágica a veces», y detrás de ella se percibe «una verdadera promesa para las letras patrias» por «un carácter que denota madurez y responsabilidad de escritor». En un extenso ensayo, Carlos Palacio Laverde saluda la novela de Mejía en una época de «prosas desteñidas y soñolientas, sin hondura y sin tuétanos», «de opaca cotidianía literaria», de «agresivo mercantilismo, de enloquecido ajetreo comercial y de vertiginoso afán de lucro». Valora el temple y osadía de Mejía de tener «el valor de enfrentarse con el público —sordo y ciego siempre ante toda manifestación de arte— armado solamente de un inofensivo cuaderno literario […] de un muchacho desconocido», pero en el que se percibe «una admirable sensibilidad artística y una firme y poderosa vocación de novelista». Para su tiempo, agrega Palacio (1946), La tierra éramos nosotros es una «heroica proeza» (p. 5)67. Este crítico se acerca al espíritu de la novela cuando sostiene que en ella «se cruza insistentemente la sombra de la tristeza» y detrás el rostro eufórico y la sonrisa indefinible del protagonista —alter-ego del autor—. Se observa

      La máscara angustiada del inconforme, el rictus amargado del torturado mental, golpeado acaso súbitamente por la angustia y la desesperación metafísica del hombre que, abominando de serlo, añora su niñez —esfumada en el tiempo, pero presente en el abecedario de su pizarra emotiva— y su perdida Arcadia, a la que jamás volverá y quiere, sin embargo, embriagarse con el mosto agridulce del recuerdo […] ¿Y habrá tragedia mayor y problema más humano que el del hombre desarraigado de sus afectos y de su solar, zarandeado por el destino, despojado de todo, hasta de su cuna, y cuyo espíritu inquieto y ambicioso, vibrátil antena de sensaciones no encuentra sosiego y acomodo? […] Hay en ella páginas líricas —de lirismo mesurado y de buen gusto, no del melifluo y empalagoso— grávidas de la más alta y pura poesía. (pp. 5 y 13)

      Pero no solo los elogios vienen de Antioquia, también de Bogotá68. En una nota de El Espectador, de 9 marzo de 1946, se afirma de Mejía que este «sabrá conquistarse una alta posición en nuestra literatura, pues posee algo más que vocación: cualidades intelectuales y sensibilidad artística que sería injusto desconocerle». Un crítico reconocido del momento, Álvarez D’Orsonville (1946*), reconoce en Mejía «su capacidad novelística, apta para aguda interpretación del subconsciente, traza con acierto innegable la vida externa del habitante campesino. Hay calidad, armonía, color, inspiración en las actitudes y maneras de obrar de los personajes del pueblo […], sensibilidad lírica, imaginativa y observadora». El escritor quindiano Antonio Cardona Jaramillo (mayo/46*) considera La tierra éramos nosotros como «la más fiel novela terrígena de que se tenga conocimiento en la literatura colombiana». Por la manera como el joven escritor escucha del alma de la cultura campesina, este es un «libro sinfónico con una prosa que vacila entre la desesperación y la sonrisa; libro de los recuerdos y de los olvidos; libro de animados diálogos con una precisión ‘fonográfica’; libro del destino que no pudo alcanzarse, pero de sueños esperanzados». Estima esa obra «entre las mejores novelas colombianas».

      El bogotano Álvaro Sanclemente (1946) sostiene que «uno de los mayores méritos de la novela» es que el autor «ha procurado ir más allá de la aparente vida campesina». A pesar de anotar algunos defectos como «la frondosidad literaria», concluye que es una de «las mejores producciones de su género aparecidas últimamente en el país» y Mejía «una verdadera promesa de la literatura nacional» (pp. 388, 390). Otro crítico escribe un extenso comentario sobre la novela en el que resalta sus novedades y aportes; descubre en ella una visión «profunda y sensible de la


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