Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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cotidianos eran y serían siempre bohemios, marginales y contestatarios, por el solo hecho de no someterse a las normas morales impuestas a las mayorías por una casta eclesial y dirigente conservadora. En ese despertar a la adultez, Mejía era, como el protagonista de La tierra éramos nosotros, un ser precoz «en un país de infinitas precariedades». Y en uno y otro se adivinaba el destino singular que les esperaba por la manera franca y con desparpajo de ver las cosas y los seres. Así describe el narrador al protagonista:

      Tenía un aire de ganador a sabiendas de tan hondas limitaciones que nos impone la vida. Algo iluminado estaba cerca, al borde del estallido; un énfasis que solo la reflexión junto a la pasión mermaba su volumen. En ese entonces queríamos vivir, y vivir seguía siendo lo hechizado, el asombro del día ante la noche, de la noche ante la claridad del día, de la palabra decidora o el silencio cordial cuando la palabra sobra por interferente y limitada. Nos gustaban los días, las horas y los espacios en blanco bajo el cielo ocultador […] Las mujeres de trenza y las mujeres sin trenza, y las de sonrisa callada en el momento de la indecisión; nos gustaban las cosas humildes, el paisaje y los rincones para el vino […] Nos gustaban los compañeros de frase vecina, de apretón de manos sin temblor, cálida y abierta en su manera de cerrarse. Nos gustaba la mirada del niño y el hocico de los animales, el río y el árbol, la oscuridad, la poesía, los caminos. (Escobar, 1997, p. 64; Mejía V., 1985, p. 127)

      La fuerza plástica en las descripciones en La tierra éramos nosotros, tal como lo percibió Eddy Torres, deriva de un joven curioso y observador atento que se ha nutrido y absorbido el paisaje, el clima, la atmósfera, el ambiente geográfico sorprendente del suroeste antioqueño, al igual que el alma de sus gentes, sus hábitos y tradiciones. Asimismo, hay en él un conocimiento del perfil, dimensión, matiz y color de las cosas aprendidas por el joven Mejía al lado de su madre Rosana y de Jesusita Vallejo, dibujantes, ceramistas, pintoras expertas, para quienes el mundo era un paisaje para recrear y representar. Este viejo oficio de darle movimiento y plasmar los diversos matices de la realidad y el espíritu que se esconden detrás de la materia viva, es decantado por Mejía gracias a sus estudios en Bellas Artes, previos al primer ejercicio serio con la literatura. En esa institución y en medio de artistas amigos y profesores, descubre que trabajar con materiales como el mármol, la piedra, la madera:

      Da la sensación de permanencia. Uno se siente como un pequeño creador que puede cambiar las cosas. Los aztecas y los mayas decían que todas las cosas son creación de un artista superior al hombre, y cuando tomaban una piedra la modificaban, pero respetando la forma que ya tenía, porque era un atrevimiento reformar lo que ya había sido hecho por un artista. El primer contacto con el material artístico da una sensación muy rara. Uno hace una escultura y siente que está situado en el tiempo y en el espacio; en la pintura no lo sucede lo mismo […] Soy partidario de que todos los sentidos intervengan en la obra. Esa es la crítica que yo hago a los que escriben en el Taller literario, o a los escritores conocidos que me enseñan sus originales. Yo les digo que solo dos o tres sentidos intervienen en sus obras. Raras veces se siente la luz o el sonido, o un medio tono que es muy importante. Raras veces hay actos que son mecánicos pero importantes, por ejemplo, la manera como se fuma. Por ejemplo, cuando un tipo camina, yo puedo contar que el tipo salió de la cantina y llegó hasta la esquina sin necesidad de describir el camino, pero seguramente el tipo vio una tapita en el suelo y le dio una patada. Entonces describir esa patada a la tapa y el sonido que produce, son tan importantes como la llegada a la esquina. Lo significativo no es a dónde, sino el cómo se va. Yo me acostumbré a eso y le doy mucha importancia a los detalles aparentemente incompletos, de ahí que cuando pongo a hablar a un tipo y no lo acompaño con el ademán, con la forma como le sale el humo por la nariz, como se le mueve el bigote o los labios, o como mata el ojo o se soba la cabeza, siento que hago una cosa inconclusa, que no doy la imagen adecuada. (Escobar, 1997, pp. 178-180)

      Coherente con este principio rector, no hay novela o relato en Mejía en los que no se ponga a funcionar en los personajes una enorme gestualidad, rasgos precisos y caracteres definidos. En cuanto al ambiente y escenificación, se observa el manejo del detalle en las descripciones y la creación de atmósferas acordes a las acciones de los personajes; además de precisión en los elementos geoespaciales. Así, en cada texto puede observarse una peculiar plasticidad que define y singulariza su estilo. De ahí la tendencia a llevar al cine algunas de sus obras ante tal fuerza visual, escenificada por un autor que, antes que escritor, ha sido un atento observador y un acucioso dibujante con alma de artista y un espíritu sensible al más leve movimiento de los seres y las cosas.

      Tanto en La tierra éramos nosotros como en Al pie de la ciudad y los cuentos escritos entre 1946 y 1959 son, en este punto, parte de un largo aprendizaje en la reconstrucción de un escenario único, cerrado, mítico, plástico como es Tambo en El día señalado. La visión del medio natural en La tierra éramos es de tal plasticidad que pareciera la extensión de una composición pictórica, fotográfica o fílmica. Todo esto obedece a esa formación inicial aprendida de su madre y tía y ante todo de un paisaje espléndido que fue revelándole sus secretos, en tanto que él estuvo atento a apropiarse de esa sensibilidad a flor de piel. De ahí su convicción de que la enseñanza del dibujo debería ser obligatoria en las escuelas, porque aporta al individuo no solo otra dimensión, otra percepción de las cosas, sino porque actúa como un liberador de energía que exige concentración y hace olvidar el suceder exterior. También esa obligatoriedad debería extenderse a los escritores ya que el estudio del dibujo, según el mismo Mejía,

      Da una ley de las proporciones; si yo sé dibujar o pintar bien una silla, sé describir también las proporciones de esa silla. Lessing dijo que la poesía es una pintura parlante, y la pintura es una poesía muda. De todos modos, se pueden ensayar muchas cosas: el ángulo desconocido de las cosas, a dónde tenemos que llevar la mirada para ver qué es lo que nos pasa. Es importante saber no solo de dónde venimos y para dónde vamos, sino también saber qué es lo que nos sacude y qué es lo que vale la pena querer u olvidar. (p. 241)

      Para Mejía, el arte se encuentra por doquier, solo basta despertar el ánima de las cosas para que sea posible. Eso sí, para este fin, se necesita una sensibilidad y esta debe animarse, mientras más temprano posible, mejor. En Mejía, la habilidad para dibujar se convierte en algo esencial que ejercita en la recreación de mundos reales y fabulados como Tambo o Balandú, que le acompañan fielmente durante más de cincuenta años de escritura. Esa habilidad, dice: «me ha dado una cierta armonía, una cierta proporción de las cosas» (p. 179). La formación en la Escuela de Bellas Artes de Medellín era exigente y había que estar atento para captar del mundo exterior el ángulo de las cosas, la perspectiva, la luz y los detalles, así como la gestualidad auténtica de las personas, exigencias a las cuales Mejía fue fiel. El día señalado es uno de sus mejores testimonios de este aprendizaje, así lo confiesa: «entonces eso que fue naciendo de la observación y del estudio de las bellas artes, me fue educando la retina para la plasticidad de los personajes que yo les imprimo en mis obras» (p. 180)57.

      La historia de La tierra éramos nosotros comenzó cuando la madre de Mejía encontró los manuscritos guardados en un escritorio y decidió consultarle a su cuñado José Manuel Mora Vásquez, que era un conocedor de asuntos literarios y había sido un miembro del grupo literario Los Panida. Los comentarios positivos de este motivaron a doña Rosana a invertir sus ahorros en la publicación, porque tenía gran confianza en la capacidad narrativa de su hijo, demostrada ya antes con el estilo de las cartas enviadas a su madre desde Medellín, y cuando había servido de mensajero amoroso entre campesinos, en sus tiempos de Jardín.

      En una entrevista a la madre de Mejía con motivo del Premio Nadal, cuenta esta que cuando su hijo cursaba cuarto bachillerato en la Bolivariana escribió La tierra éramos nosotros, «pero sus dotes no eran conocidas sino en el campo de la pintura y de la escultura; tenía entonces veinte años» (Mora, 1964. Arch.*). La novela fue publicada en diciembre de 1945, bajo el sello editorial de su amigo Balmore Álvarez58, con 229 páginas, diseño de portada de Mejía y un valor de 1,80 pesos59. La tierra éramos nosotros


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