Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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e imaginarios, recreados tanto en la narrativa como en la poesía, este último género tardío en la producción del escritor36. Si bien el niño se inició en las historias y biografías que su madre y tías leían y contaban, las historias que más impactaban y llegaban eran los relatos casi siempre improvisados que protagonizaban los juglares del campo. Ese universo donde no había frontera entre la realidad real y la ficción fue el que le abrió la puerta a la escritura y alimentó su imaginario.

      A la imagen de ríos que se desbarrancan en tiempos de crudos inviernos, se une la de las noches en las que se escuchaba el galopar de alazanes solitarios que el niño Mejía asociaba con movimientos de caballos fantasmas que cruzaban calles y puentes a medianoche. O el resonar de gritos desgarrados de la legendaria Llorona después de haber ahogado a su hijo, nacido después de una visita que le hizo el diablo disfrazado de cristiano, según la leyenda, por lo cual su condena es ir buscándolo eternamente por todos los ríos del mundo. Estas historias eran las que le contaban su madre, los mayordomos o peones de su casa, que no hacían más que azuzar una imaginación predispuesta a nunca más olvidar. Así lo admite Mejía:

      Me sobrecogían esas historias, como me sigue sobrecogiendo y sacudiendo aquel paisaje tan violento de La Salina donde amanecía a las nueve y media y el sol se ocultaba a las tres y media; era una cañada tremenda donde el río, con sus aguas escandalosas y amables, parecía partir en dos la cordillera; a mí me atrajeron siempre mucho esas aguas. (Escobar, 1997, p. 160)

      Es con esta tradición oral, de leyendas, de fantasmas, en medio de un paisaje excepcional, que nace la literatura antioqueña. De esta habla popular se nutre y profundiza el escritor; más aún cuando entra contacto con otras culturas y literaturas como la centroamericana y descubre decenas de matices de las milenarias tradiciones orales profundamente arraigadas en las comunidades indígenas. Desde su más temprana edad, Mejía se vio rodeado de cantores, músicos, cuenteros, imaginadores. Para él, el narrador popular es la base de una mentalidad cultural y el fundamento de una literatura cuya ficción está adherida a esas circunstancias. Los recuerdos más remotos y amables de Mejía son aquellos en el suroeste antioqueño en medio de altas montañas, en donde se despierta su curiosidad insaciable por conocerlo todo. Allí se hizo posible una narrativa de lo azaroso, de lo dramático, por el ambiente abrupto, oscuro, desolado y, en gran parte, deshabitado. Los mitos que se van estructurando sobre las fuerzas inusitadas del medio natural, los hombres que las desafían y la mentalidad que ellos mismos fundan, casi siempre están mediados por la tragedia, por el dolor, por el coraje que se debe desplegar. Son mitos, en la opinión de Mejía:

      Enemigos del hombre, del colono, del habitante. La tierra se vengaba del que la iba pisando, del que abría trochas, del que tendía puentes, del que tumbaba monte para roceras o para leña del horno de la salina. Claro que esto, más los libros que había en mi casa, más lo que mi padre contaba, y una presencia de lo que se llama cultura, aprendida en el colegio, en la universidad, en los libros, fue ubicándome poco a poco en un mundo inmensamente extraño, pero que en realidad no ofrecía una dicotomía; no había un divorcio entre nuestra vida y la vida de los demás seres, y era tan natural que aparecieran espantos en estos ríos, charcos hondos, en estos puentes viejos, en el monte, como podría serlo la aparición de una familia que venía de Jericó, de Jardín o de Andes, a caballo. Eran presencias corpóreas, unas que vivían realmente, otras que hacía años habían muerto. (p. 19)

      Esta literatura oral seducía al joven Mejía y le iba mostrando en ciernes todo un universo que se magnificaba con grandes e inolvidables narradores que aparecen en La tierra éramos nosotros. Eran contadores de historias y leyendas extrañas plagadas de enseñanzas morales como era a la usanza en el medio antioqueño. Así van apareciendo los tradicionales relatos y fábulas con los aditamentos y el estilo de cada uno: «La flor de lilolá», «El caballito de siete colores», «El patojo», «Los cuentos del tío Conejo y del tío Tigre», «La tierra donde irás y no volverás» (TEN, p. 43) y muchos otros relatos recitados, casi siempre en verso, que nunca terminaban de contarse por las variantes y versiones que introducía cada cuentero. A veces los jóvenes de la familia Mejía Vallejo asistían a sainetes que representaban los campesinos en los días de descanso, en las navidades o en ocasiones especiales. Es ahí cuando la idiosincrasia campesina regional salía a relucir más ampliamente con las típicas exageraciones, los relatos fantásticos, las mentiras inverosímiles, los héroes que se la jugaban a Dios y al Diablo. Esta transmisión de boca en boca, en la opinión de Walter Benjamin (1991), es la fuente de la que se han servido todos los narradores. La figura del gran narrador, que será Mejía, adquiere su plena corporeidad solo en aquel que encarne al marino mercante y al campesino sedentario, es decir, al narrador viajero que «puede contar algo» de lo visto y vivido y al que «sin abandonar la tierra de origen conoce sus tradiciones e historias» (p. 113).

      Uno de los narradores natos que más recuerda Mejía y del que tanto aprendió por su manera natural de contar e inventar fue Miguelito Marulanda que, aún muy viejo, seguía contando las muchas aventuras de «Sebastián de las Gracias», que aglutinaba a los escuchas durante varios días porque tenía 146 coplas. Pero Mejía tampoco puede olvidar a fabuladores como los hermanos Arenas: Jesús, Ramón y Marcos, grandes trovadores y serenateros. Estos eran arrieros de su padre y sus hijos compartían de igual a igual con los hijos del patrón la música de tiples y guitarras y aquellas trovas y coplas que decían del amor y la pena, de la soledad en el monte. Estar frente a esos trovadores naturales e imaginativos, afirma Mejía, «me fue dando una dimensión del mundo» (Escobar, 1997, p. 107), sobre todo en las noches cuando después del trabajo y junto al fuego comenzaban a contar historias «de aparecidos o de muertos recientes que empezaban a estrenar su vida de espantos» (p. 105).

      En el ámbito campesino de la época cuando la luz eléctrica era una quimera, lo sobrenatural pululaba en todas las historias de campesinos y pueblerinos, máximo si eran eternos viajeros como los arrieros que recogían las historias de aquí y de allá y les iban agregando lo de su propia cosecha hasta convertirlas en historias propias, con sus siempre consabidas exageraciones. De ahí nacen historias populares que emigran por todos los pueblos del continente con distintos nombres, según la región, como las historias de «La Patasola», «La Llorona», «La Madremonte», «La Patetarro», «El Mohán» y «El Judío errante», entre muchas otras, y «de toda esa mitología prodigiosa nacida de un paisaje violento» (p. 105).

      Cuando narraban en largas noches una historia, debí intuir que la palabra era mágica, que la palabra creaba y podría reemplazar a los seres que un día vivieron. No sé si lo pienso ahora o si llegué a entenderlo oscuramente en ese entonces y sabía que la palabra era siempre algo bautismal y que al nombrar las cosas, las cosas aparecerían. En esos momentos, en aquellas noches de terror cuando nos contaban los cuentos más violentos que he conocido, más azarosos y amables también para el recuerdo, resolví ser escritor. (Mejía V., 1985, p. 17)

      Para Mejía, muchos eran los escritores antioqueños que le habían dado unidad e identidad a la literatura regional con esta rica tradición cuentera, pero que en ese momento eran poco citados y menos leídos, por ejemplo, Jesús del Corral37, Emiro Kastos, Pacho Rendón, Samuel Velásquez, Romualdo Gallegos, Tulio González y Jesús Posada. Ellos no tienen hoy la recepción y menos la crítica valorativa que merecen38. Vale la pena reconocer que esos escritores por diversos motivos, casi todos ajenos a la literatura, escribieron poca ficción y sin la continuidad requerida. Si bien escribían sin apremios estéticos inmediatos, sí tenían un intuitivo talento narrativo y dieron una imagen propia y auténtica de su entorno cultural. Algunos de ellos pusieron los primeros peldaños de la narrativa realista antioqueña que abandonaron pronto. Otros, continuaron con esa tradición siguiendo al gran maestro Carrasquilla e hicieron de la literatura un oficio: Luis Tejada, Barba Jacob, Fernando González, Sanín Cano, León de Greiff y Mejía Vallejo, entre otros. A estos se aúna Efe Gómez, el ingeniero sin título que sostenía «que era mejor saber que ser doctor» y quien mostró los efectos devastadores en el hombre del alcohol, los celos, la intolerancia política y religiosa, la locura, el trabajo en las minas o en las selvas. Asimismo, esa literatura antioqueña revela las vivencias del hombre enfrentado a medios naturales hostiles, lo que permite mostrar con detenimiento el drama humano vivido, el ímpetu necesario para domeñarlos o para sucumbir ante ellos, no sin antes poner de


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