Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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autobiográfica basada en los recuerdos de infancia y adolescencia, y también biográfica sobre aspectos de su familia, personajes del lugar y la época y del paisaje de Jardín y el suroeste antioqueño. Tercero, es una novela precoz y fundacional, escrita a una temprana edad en la que apenas si se tiene una percepción de la realidad inmediata y muestra ya una visión del mundo que trasciende el marco rural y pueblerino en el que se desenvuelve la historia de la novela. Cuarto, sorprende que alguien que apenas despierta a la vida adulta pueda abordar temas como la vida y la muerte, el tiempo, la perennidad y fugacidad de las cosas, el amor y el olvido y otros asuntos de manera tan reflexiva y con distancia como pocos pueden hacerlo a esa edad. Quinto, es una novela emocional, espontánea y sin ínfula ni impostura alguna, construida con palabras dichas con verdad. Sexto, con La tierra éramos nosotros, Mejía inaugura buena parte de las temáticas que desarrollará a profundidad en otros textos posteriores y que en esta se encuentran como acertadas intuiciones.

      Iniciada su escritura a los veinte años, La tierra éramos nosotros relata la llegada del joven protagonista a su pueblo, que se supone sea Jardín, y luego a la hacienda. Está de nuevo de regreso al lugar y no permanecerá mucho tiempo, porque ya nada le pertenece a la familia. Desde su llegada, comienza a mostrar cómo es el lugar, los personajes populares que se distinguen en el pueblo y los que han hecho historia en el lugar: arrieros, guapos, músicos y, en la hacienda: administradores, trabajadores, empleados de confianza, serenateros, contadores de historias, mujeres de la cocina, enamorados y muchachas, como la hermosa Morena, que alegraron la vida del joven Bernardo60. Como si fuera una cámara, el narrador va describiendo los muchos y diversos paisajes, su vegetación maravillosa, los atardeceres y amaneceres, las tormentas que arrasan con la naturaleza, las viviendas, los animales y la vida en su natural discurrir y, de nuevo, el irrevocable renacer de lo natural. Recuerda, igualmente, los tiempos de cultivo y de cosechas, las noches al lado de la lumbre mientras unos cantan y otros improvisan historias de personajes legendarios, de fantasmas y de lugares maravillosos. También se habla de los momentos especiales de la familia, como la Navidad y fin de año, de la educación de los hijos del patrón y la convivencia de estos con los hijos de los trabajadores.

      En fin, el protagonista va dando cuenta de los muchos momentos especiales de su infancia y comienzos de la adolescencia en medio de un mundo rural singular, único y casi paradisíaco que ya no existe, porque es apenas una sombra de lo que era. Por eso siente un profundo desarraigo de haber perdido ese mundo. Ahora, a los veinte años, es un ser errante que busca caminos en el horizonte que no se dibujan todavía, solo en sueños, porque como afirma Bernardo,

      Se va perdiendo el campesino que en mí había para dar rienda suelta al eterno yo insondado. ¿Qué fue de todo lo que pude haber sido? ¿Qué de mis ansias de grandeza y del amor ideal y de la vida muelle entre la gloria? Quienes esperaron de mí, quienes esperan ¿estaban equivocados? Saldré de estas breñas cuyos campesinos me enseñaron a querer. Pero ¿para dónde?, ¿para qué? La tierra que por tantos lustros fue de la familia quedará en manos profanas. Han aislado nuestras vidas […] Siento remordimiento y no sé de qué. Me veo hecho un criminal. Me he matado a mí mismo. Se revuelcan las ideas en palabras inconclusas […] Soy una sombra, una sombra negra. Me iré solo. Soy una sombra… (TEN, pp. 207, 208, 209)

      Dos hechos reales motivaron la aparición de La tierra éramos nosotros: uno real y otro ficcional. El primero fue consecuencia del embargo de la finca en la que Mejía pasó su infancia y pubertad. Era un problema legal de entrega de una parte de la propiedad que afectó mucho al padre y a toda la familia, pero en particular al joven Mejía, porque la pérdida de aquel bucólico espacio sería irremediable. Según lo sugiere Mejía en algún momento, la venta de la hacienda no se debe a deudas directas del padre, sino a que este había servido de fiador a otras personas que no respondieron a la palabra empeñada, y su padre sí lo hizo; de ahí vino la quiebra. Con tal desastre económico familiar, recuerda Mejía, «todo se vino al suelo» (Hoyos, 1975, p. 235). Ante esta situación el tío político del escritor, el abogado y político José Manuel Mora Vásquez, le sugirió que debía escribir la historia de la injusticia cometida contra su padre y familia, pero en ese momento no tenía las suficientes herramientas ni el ánimo para hacerlo. Así cuenta Mejía lo que sentía en ese momento:

      A raíz de un embargo de las fincas, comenzó a perderse el café y toda clase de comida y frutos porque no se podía tocar nada. Vivimos entonces una crisis que nos afectó a todos, especialmente a mi padre. Hubo pues que vender gran parte de la tierra. Un día le dije a mi padre que había que vender y me dijo: «que me traigan un poder que yo lo firmo, pero que la venda Bernardo, porque yo no vendo eso. Vender Gibraltar, Monteloro, Pipintá, La India, es como venderlos a ustedes, es como vender a Rosana, la infancia, la vida que se vivió allí; yo no firmo». Mi padre nunca quiso firmar la escritura de la venta de la finca. Aceptaba que había que venderla porque era una situación económica apretada, pero no lo haría él, y nunca quiso volver por esos caminos. Y a mí no se me ha podido despegar de la memoria la vida que viví de niño y de adolescente en aquellos territorios azarosos, abruptos y hermosos, y aquellas narraciones que escuchaba de «La tierra del irás y no volverás», de «La flor de lilolá», de los cuentos encantados, de los aparecidos locales [...] Por eso mi primera novela se llamó La tierra éramos nosotros. Nosotros en realidad éramos el barro, la arcilla que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas, con nuestros compañeros. Esa novela trataba de contar mínimas aventuras cuando no había realmente una conciencia de la aventura. Tal vez no salíamos a buscar pelea con seres sobrenaturales, ya era sobrenatural salir, adentrarse en el monte, tirarse a los charcos, domar potros y novillos como lo hacíamos; tal vez era aventura escuchar al padre, a los tíos que venían de otros países, de otras ciudades y contaban también con ese poder mágico de la palabra para rehacernos los mundos posibles que siempre tiene el hombre cerca o lejos de su mirada. Pasaba el tiempo y era la búsqueda desesperada de un camino, la pelea grande que debe pelear el hombre; de dónde viene y para dónde va. Buscar una seña de identificación, una cédula para presentarse a sí mismo y en su territorio. (Escobar, 1997, pp. 193-194, 201)

      El protagonista de La tierra éramos nosotros, con tono casi elegíaco, confiesa que con la entrega obligada de la finca también les tocó vender una historia, una tradición, unos amigos y conocidos, un paisaje añorado, «una comunidad hermana». Con ese pedazo de tierra se ha ido lo más esencial, las raíces a las que estaban aferrados y que habían dignificado sus vidas y la de quienes los acompañaban. Con esa expropiación, dice Bernardo:

      Hemos perdido la juventud. Ya no pertenecemos a la raza de los brazos abiertos, a la que tendió caminos en tentáculos de progreso, a la que con el hacha compuso un himno guerrero contra la selva, a la que con la pica horadó y preñó la montaña. (TEN, p. 207)

      Pero es una película la que ofreció a Mejía el tono y la motivación definitivas para escribir su primera novela cuando estudiaba pintura en la Escuela de Bellas Artes y quería irse a México. «La vuelta a la tuerca» ficcional que motivó la escritura de La tierra éramos nosotros ocurrió una tarde en que el joven Mejía estaba aburrido y decidió entrar al teatro Junín61 para ver una película estadounidense. En esta se cuenta la historia de un hombre que se ve forzado a salir de la tierra que le ata. Al final de la película se observa al personaje mirando por última vez y a la distancia ese valle hermoso que amaba y tuvo que abandonar. Al salir del cine, Mejía compró un «cuaderno grandote cuadriculado» y decidió escribir esa noche los dos primeros capítulos de La tierra éramos nosotros, no solo sobre el desarraigo que generó el hecho de verse obligado a dejar la tierra que quería, sino también los perros y los caballos amados que los acompañaban a todas partes, los muertos familiares, los fantasmas de otros conocidos y de los personajes legendarios. En ese mismo momento, en 1943, afirma Mejía, apenas si tenía

      Los veinte años y no había leído más de cinco novelas. Partí de un inmenso impacto a raíz de la salida nuestra del campo y de la aldea donde nacimos, nos criamos y comenzamos a descubrir el misterio de cada día. Me parece que ese impacto volcó algo en mí y quise, tal vez, por ese instinto primario de conservación que tenemos de no dejar olvidados los seres que acompañaron mi infancia. A tal punto llegó la ingenuidad que en esa novela todos los personajes, excepto el mío, que narro en primera persona, tienen el nombre


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