Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos. Augusto Escobar Mesa

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Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos - Augusto Escobar Mesa


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Trece años después de haber publicado La tierra éramos nosotros y ganado en 1958 el Concurso Nacional del Cuento Folclórico, el escritor quindiano Adel López Gómez, observa que Mejía «continua la tradición antioqueña de los grandes realistas», la de Tomás carrasquilla, Efe Gómez y José Restrepo Jaramillo69. Recuerda el efecto que le produjo la primera vez que leyó La tierra éramos nosotros: «especie de retablo lírico, en cuya entraña y nervatura se anuda, consistente y seria, la realidad de una novela de la tierra». Aprecia la fuerza de su estilo, «la amplitud de la visión, la plasticidad de las imágenes, la seguridad de las formas». Para Gómez, es una «novela de retorno, tocada de juvenil melancolía» (López, 1958).

      Un comentarista de la época afirma que la primera edición de la novela, con un tiraje de 1300 ejemplares se había agotado de inmediato en Antioquia y se proyectó una reimpresión para el país70. Además, dice que Mejía «tiene lista, pero sin corregir, las hojas de una segunda novela» con el título provisorio «El hombre vegetal, que será publicada probablemente a finales del año en curso» («Manuel Mejía Vallejo», 1946*)71. Poco tiempo después alguien cercano a Mejía dice que este ha terminado hace poco una nueva novela y lleva el título provisional

      El hombre infinito. Se trata del violento choque que sufre un muchacho de clase media contra las agresivas murallas de prejuicios y egoísmos de la sociedad (moderna o antigua es lo mismo). El personaje —prototipo del hombre nuevo— quiere a toda costa liberarse, consolidar su espiritualidad y dejar atrás los vicios y las miserias de semejante paz artificial. El asunto no es nada nuevo. Pero es interesante conocer el esquema que pueda trazarnos de él una juventud en plena marcha hacia el gran mundo ideal. Mejía Vallejo se ha enfrentado al tema esencial que ha servido de tumba a infinidad de escritores en formación72. («Novela», 1946*)

      No se ha encontrado ninguna referencia de esta supuesta novela y tampoco corresponde en su temática con la siempre inconclusa novela El hombre vegetal, que comienza a publicar por capítulos de vez en cuando a partir de 1946. A finales de 1946, al hacer un balance de la literatura colombiana de ese año, un colaborador del periódico El Siglo dice que, con La tierra éramos nosotros de Mejía, Andágueda de Jesús Botero y Chambú de Guillermo Edmundo Chaves, se puede afirmar un renacimiento de la literatura del país que «había experimentado un largo eclipse» y «agotamiento de la cantera intelectual»73 («Resurge…», 1946)*). Otro comentarista de El Tiempo, al hacer el mismo balance con las mismas obras afirma que, de esas tres, la de Mejía «es la que más se aproxima a la concepción integral de la novela» («La novela…», 1946*).

      En 1957, un periodista le preguntó a Mejía sobre esta y él le respondió de manera franca que

      Esas páginas salieron naturalmente. Yo desconocía la literatura en general, tenía poca edad y tenía que escribir eso. Fue una especie de memorias poetizadas de mis primeros veinte años. Las quiero como quiere su infancia, o la sombra de un árbol donde se recuerda amablemente. («Una entrevista con el escritor Mejía V.», 1957)

      Cuando aún Mejía se encontraba en Centroamérica, un crítico salvadoreño que leyó la novela dijo sobre esta que «es una elegía a la tierra, al bien perdido. A ratos lo vemos resbalar peligrosamente hacia la dulcedumbre romántica al estilo de María. Pronto se recupera y vuelve a ser él. Son los recuerdos de un adolescente con alma de poeta» (Gallegos, 1956, p. 43). Cincuenta y tres años después de la aparición de La tierra éramos nosotros, el ensayista y poeta Santiago Mutis (1998) se acercó como pocos al espíritu de lo que esta es y lo que significa para un escritor que se inicia al oficio de manera precoz

      En plena y ardiente juventud, lo cual explica su inmanejable abundancia, la avalancha de emociones, su probable falta de maestría, su desbordante y espléndido caos, y el magnífico espectáculo de vida que nos brinda con su don natural de narrador: el de permitirnos ver nacer a un hombre y al mismo tiempo a un escritor. La fascinante complejidad de cualquiera de estos hechos está aquí contada con todas sus profundidades y matices, con todas las contradicciones, dudas y revelaciones, que como ángeles y demonios venidos del fondo del aire, del misterio mismo de la condición humana —atada al mástil del tiempo— se lanzan sobre una criatura que dolorosamente comienza a despedirse de la juventud y a internarse en la sombra que aún lo separa de la madurez […] La tierra éramos nosotros es una pieza autobiográfica y la sorprendente bitácora de un viaje interior por el que debe pasar la humanidad entera: la determinación de tomar la vida en las propias manos […], asumir el destino que brilla desde lo más lejano del alma y «leer en el tiempo el lugar del mundo en que se halla». En esto, la novela es admirable, y su lectura una lección que pocas veces se nos da en forma tan honrada […] La «falta de maestría» de Manuel en La tierra éramos nosotros está en haber llevado a la novela todo cuanto aquejaba su alma, todo cuanto sabía y había visto y oído, todo cuanto amaba y deseaba, todo cuanto quería poner a salvo. La complejidad de asuntos que intenta exponer en ella es abrumadora, y fascinante, y se funde con su vida […] No conozco entre nosotros un ejemplo más intenso, más dramático, más complejo y veraz, ni más diáfano, que este que nos brinda Manuel de cómo un hombre se aventura en la línea de sombra, este repentino eclipse que nos nubla el corazón y la inteligencia, y navega en sus aguas siguiendo solo una estrella, la suya, arrastrando el alma entre peñascos, con una honestidad, un talento y una entrega dignas del mayor respeto. (pp. 136, 137)

      Desde su publicación, La tierra éramos nosotros generó muchos elogios y los infaltables detractores que no conocían los antecedentes de la gestación de la novela ni les interesaba, porque les era difícil aceptar que alguien que apenas había superado los veinte años tuviera tanta capacidad para narrar e intercalar no pocas reflexiones de calado filosófico. Tal vez por esto, cuando salió la novela, Monseñor Félix Henao Botero, rector de la Universidad Pontificia Bolivariana, la atacó por inmoral. Esta fue la misma Universidad que había marginado a Mejía cuando estudiaba el bachillerato por sus ideas distintas, por lo cual no terminó sus estudios. Pero el ultra conservadurismo de cierto clero fue más allá cuando el padre Bernardo Restrepo, párroco de Jardín, hizo quemar, según Mejía, algunos ejemplares en el parque en una especie de auto de fe. Cosa que llegó al ridículo en una novela ingenua y sin malicia alguna. Al respecto de la desconfianza de algunos de sus colegas, afirma Mejía:

      Me dio mucha tristeza que los mismos amigos dijeran que la novela no era mía, que tenían pruebas suficientes para corroborar que era de mi tío, porque yo estaba muy joven para escribir cosas tan profundas como se veían en esa novela; por lo menos ahí me elogiaron y me llevaron a demostrarles, con mis posteriores trabajos, que era un escritor. (Escobar, 1997, p. 69)

      Además, como él mismo advierte, fue ingenuo escribir una novela en la que hasta se le «olvidó cambiar los nombres a los personajes, y fue eso lo que más gustó a los campesinos de mi tierra, que se reconocían en las páginas del libro» (Escobar, 1997, p. 70; Pineda, 1964, p. 27). La desconfianza y el cuestionamiento de ciertos sectores dominantes de la sociedad antioqueña ante la nueva generación fueron compensados en parte al ser aceptados y promovidos por la anterior generación de escritores, que era lo que a ellos en realidad les interesaba «porque sabíamos que la sociedad seguiría con sus prejuicios contra nosotros o contra cualquier nuevo poeta o artista que apareciera» (Escobar, 1997, p. 69)74.

      En un artículo publicado en 1928 por Sanín Cano (1977), conocedor del medio intelectual europeo y colombiano, este último es descrito como anclado en el academicismo, la tradición fijada, la mediocridad, el arribismo y lo poco que había cambiado con el paso del tiempo:

      El anhelo pueril de enriquecerse a toda costa, el ansia de entretenimientos superficiales y la aspiración a formar parte de los cuadros burocráticos, desadaptan a la juventud y le conservan a la República el carácter de residuo fósil en medio de la agitada vida que lleva la especie humana, allí donde la vida está de acuerdo con las ideas y sentimientos de una civilización renovada y perpetuamente renovable. (p. 642)

      Es tal el éxito de


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