Activos de aprendizaje. Fernando Trujillo Sáez

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Activos de aprendizaje - Fernando Trujillo Sáez


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      “La experiencia de la duración, y no el número de vivencias, hace que una vida sea plena. Una sucesión veloz de acontecimientos no da lugar a ninguna duración”.

      Es el tiempo, amigo mío, el tiempo.

      ¡Qué bien funciona la escuela!

      El marco mental y cultural tradicional en relación con la escuela, mayoritario en la sociedad aún y también en muchos docentes, no es solo el que manejamos para entender y actuar en este contexto social, sino que es también el patrón según el cual valoramos la escuela. Sin embargo, cuando cambiamos las preguntas con las cuales interrogamos a la escuela, también cambian las respuestas: si en lugar de querer una “escuela de selección y exclusión” nos comprometemos con una “escuela de inclusión”, será necesario cambiar nuestra manera de ver y valorar la escuela.

      ¿Qué sensación ha provocado en ti el título de este texto? ¿Estarías de acuerdo con él o en desacuerdo? ¿Lo firmarías tú? ¿Te imaginas a ti mismo realizando tal afirmación en tu propio centro?, ¿en una reunión de amigas y amigos?, ¿ante unos padres?

      Lo cierto es que, a pesar de que ahora sea un deporte nacional hablar mal de la escuela, la escuela ha funcionado bien históricamente dadas las expectativas que había depositadas en ella, que eran, básicamente, la formación y la selección. Por un lado, la escuela debía preparar a los menores para la entrada en la vida adulta, mediante la adquisición de una serie de conocimientos atesorados y apreciados por la sociedad: la alfabetización, el gusto artístico, el conocimiento matemático o científico-tecnológico, etc. Eran cuestiones que se adquirían de manera fundamental en la escuela o quedaban, sin remedio, fuera del acceso del individuo.

      Por otro lado, la escuela ha sido la gran agencia de selección de personal. Antes de que llegaran los departamentos de recursos humanos para cribar a los mejores candidatos para un puesto de trabajo, la escuela ya organizaba a todos los individuos en un ranking competitivo, a partir de la superación de cientos de pruebas de evaluación realizadas a lo largo de todo el sistema educativo. Hablamos aquí, obviamente, de eficacia en los procesos de selección, pero no de justicia, pues el sistema es fundamentalmente injusto en beneficio de quienes más tienen y en perjuicio de quienes tienen menos o peor.

      Sin embargo, desde hace algunos años la escuela no posee ya el privilegio de la formación (que hoy comparte con muchas otras instituciones o servicios en la red), ni tampoco la superación de exámenes se estima como una evidencia necesaria del conocimiento o la competencia. Si existe la voluntad de aprender y tienes acceso a internet, es probable que exista ya una comunidad de aprendizaje y práctica en la cual puedas desarrollar tus intereses, satisfacer tus necesidades y demostrar tus conocimientos y competencias sin pasar por la escuela.

      ¿Significa esto el fin de la escuela? Francamente, no lo creo, pero sí implica una revisión en profundidad de su esencia. Hasta hace pocos años la escuela era un espacio centrado en los docentes y en su conocimiento (o en el libro y sus contenidos, como quieras verlo). Sin embargo, la nueva realidad llama a una reconstrucción de la escuela, centrada en los aprendices y su actividad, conectada a nodos de donde puedan tomar información que, después, es tratada con la ayuda de sus docentes y en compañía y cooperación con sus compañeros y compañeras.

      En este sentido, Mizuko Ito (Jenkins, Ito y Boyd, 2016: 91) llama nuestra atención hacia tres verbos que se retroalimentan: pertenecer, participar y contribuir: “La agenda educativa no debería concentrarse en llenar de cosas la cabeza de los niños sino en promover contextos de los cuales los niños puedan formar parte, en los cuales puedan participar y a los cuales puedan contribuir”.

      ¿Pertenece la escuela realmente a los aprendices? ¿Forman los aprendices realmente parte de la escuela o es para ellos un espacio extraño? ¿Está la escuela realmente abierta a su participación? ¿Creamos oportunidades de aprendizaje en las cuales los aprendices tengan que contribuir con su trabajo y su conocimiento para la resolución de problemas o retos relevantes? Estas son las preguntas que tendremos que responder si en los próximos años realmente queremos que la escuela siga teniendo un papel que jugar en la formación de los ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI.

      Obviamente, el paso siguiente es plantearnos qué somos como docentes ante este cambio en profundidad. Si el objetivo fundamental de la escuela ya no es la transmisión de la información, ¿qué papel jugamos los docentes? ¿Podemos seguir utilizando de la misma manera el libro de texto, como si nada hubiera cambiado a nuestro alrededor? ¿Hasta cuándo aguantará el engaño al que nos sometemos a nosotros mismos pensando que aprender es superar nuestros exámenes, cuando en realidad en nuestros estudiantes no se produce ningún cambio significativo ni perdurable, a pesar de nuestros suspensos o aprobados?

      Tomando como inspiración las palabras de Francesc Ferrer i Guardia (2002: 119), necesitamos educadores

      “capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida”.

      Una buena noticia y otra mala

      La estrategia fundamental para trabajar a partir de activos de aprendizaje es ser capaz de “mirar” de un modo diferente. Cofiño et al. (2016: 93) exponen que “el modelo de activos aporta una perspectiva de salud que fomenta que las comunidades reorienten su mirada al contexto y se centren en aquello que mejora la salud y el bienestar”. En el mismo sentido, un modelo de activos de aprendizaje requiere también esa reorientación de la mirada, que en un primer momento comienza con evaluar radicalmente las propias prácticas de enseñanza desde el aprendizaje y el bienestar del aprendiz.

      Tengo dos noticias que daros. ¿Por cuál queréis que empiece? Para no acabar el texto con mal sabor de boca, empezaré por la mala noticia.

      Dependiendo de cómo enseñemos hay aprendizajes distintos, y más o menos duraderos. Cada manera de enseñar –es decir, cada manera de estar en clase, de proporcionar información y feedback, o de promover unas actividades u otras– supone poner en funcionamiento, por parte del estudiante, maneras distintas de aprender con consecuencias lógicamente diferentes.

      Esta conclusión de sentido común es a la que llega John Hattie, uno de los autores más de moda en el contexto educativo anglosajón, tras una inmensa labor de revisión de investigaciones sobre aquellos factores que inciden en el aprendizaje: la mayor variación en resultados en nuestros sistemas educativos se debe al profesorado porque (Hattie, 2012: 18) “un adecuado marco mental combinado con las actuaciones apropiadas contribuye a generar un efecto positivo de aprendizaje”.

      Así pues, el profesorado es el factor fundamental que determina las diferencias entre centros, y también las diferencias dentro del mismo centro.

      A partir de ahí, Hattie propone “visibilizar el aprendizaje”. Por un lado, invoca la figura del docente evaluador de su propia práctica, que se detiene a contemplar junto a sus compañeros y compañeras cuál es el impacto de su trabajo en el aprendizaje de sus estudiantes, y con esa información toma decisiones de mejora. Por otro lado, Hattie defiende la necesidad de ayudar a que los estudiantes sean conscientes de qué sentido tiene lo que están aprendiendo, cuáles son los objetivos planteados, cómo pueden alcanzarlos y si, finalmente, los han alcanzado: el aprendizaje debe ser algo visible también para quien aprende.

      La mala noticia es que ni nuestra tradición ni el ritmo actual de la profesión favorecen la visibilización del aprendizaje. Nuestra tradición dictamina que cada docente impone en la clase su estilo de enseñanza, aunque este esté más relacionado con atavismos que con evidencias. Enseñar como nos enseñaron nuestros maestros y maestras, cuando todo ha cambiado a nuestro alrededor, es hoy un buen precedente para el fracaso más que una garantía para el éxito.

      Por otro lado, vivimos una escuela de la prisa. Muchos compañeros y compañeras se quejan de que el tiempo de clase es insuficiente y de que los pasillos son pistas de carrera entre una


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