Activos de aprendizaje. Fernando Trujillo Sáez

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Activos de aprendizaje - Fernando Trujillo Sáez


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el aprendizaje en la vida. También en la escuela.

      Obviamente, esta pedagogía orgánica demanda tres rasgos, tres C, del docente: ser creativo, estar conectado y vivir la ciudadanía desde el liderazgo educativo. Ser creativo para diseñar situaciones de aprendizaje que resulten memorables para su alumnado; estar conectado para permanecer abierto a aprender y a trabajar con el claustro-en-la-red; y vivir como la ciudadanía desde el liderazgo educativo para movilizar los activos de aprendizaje que residen en el entorno urbano, así como para asumir una posición que ayude a reconducir la más importante fuente de azar en educación, la lotería del nacimiento.

      En este sentido, la escuela forma a los ciudadanos del mañana pero también tenemos que ser conscientes de que es la ciudad (como metáfora del entorno social) quien da sentido a la escuela. Por ello, una pedagogía orgánica en la escuela puede quedar ahogada por formas de anti-escuela (Bruner, 2014) presentes en la sociedad. Solo aquellas ciudades que toman consciencia, como la escuela, de su capacidad educadora y la hacen operativa en un proyecto educativo de ciudad están ellas mismas en línea con los tiempos y sus necesidades. Si en la escuela es necesaria una pedagogía orgánica, en la ciudad también, y son los docentes quienes tienen que reclamar esta sintonía entre escuela y ciudad.

      Solo trabajando juntos sociedad y escuela tendremos éxito en nuestro empeño de ofrecer una educación a la altura de nuestras necesidades. Como afirma Mariano Fernández Enguita (2016):

      “Este binomio es, creo, la madre de todas las fórmulas: alcanzar un compromiso social por la educación, asumir el compromiso profesional con la educación”.

      Así pues, la pedagogía orgánica no es más que una etiqueta para simbolizar el compromiso profesional con la educación que observamos en muchos centros y muchos docentes que se encuentran a nuestro alrededor. En estos centros y en la actividad de estos profesionales, la docencia deja de ser una actividad de provisión de servicios para pasar a ser una actividad de creación de experiencias que trascienden el espacio del aula. En ese camino, sin lugar a dudas, habrá dificultades, pero también mayores cotas de aprendizaje y satisfacción: hoy hay alternativas para enseñar mejor que nunca, pero todas pasan por replantearnos los fundamentos del acto educativo.

      ¡Es el tiempo, estúpido!

      Revisar en profundidad el marco mental y cultural con el cual se enseña implica plantearnos hasta aspectos invisibles de la tarea educativa, como el tiempo. El tiempo es una especie de activo “cero” de aprendizaje: necesitamos tiempo para madurar y para conocernos a nosotros mismos y conocer a los demás; necesitamos tiempo para definir nuestros objetivos y cómo queremos hacer el camino; necesitamos, finalmente, tiempo para aprehender conceptos y procedimientos, para analizar las relaciones existentes entre ellos y nuestros conocimientos previos y para poder reelaborarlos, generando un nuevo “producto” en el cual se concrete el aprendizaje que hemos realizado.

      Sin embargo, en la escuela el modelo de la “provisión de servicios” provoca más prisas que sosiego porque sentimos la necesidad de descargar nuestra carga de conocimiento en el contenedor que es el estudiante. Puesto que el tiempo es limitado en la escuela (y en la vida), y hemos elaborado una lista exhaustiva de servicios que tenemos que prestar a nuestros estudiantes (a la cual normalmente llamamos objetivos y bloques de contenido), queremos avanzar a toda prisa para que el final de trimestre o el final de curso no caiga como una espada de Damocles sobre nuestra programación.

      Pero ¿qué pasaría si la prisa inherente al modelo de la provisión de servicios fuera un error y una de las claves del fracaso escolar?

      ¿Recordáis aquella frase?:

      –“The economy, stupid!”.

      En la campaña electoral estadounidense de 1992, George H. W. Bush parecía insuperable. Su nivel de popularidad estaba en todo lo alto y parecía que sus éxitos (aparentes) en la Guerra Fría y la Guerra del Golfo Pérsico le garantizaban la reelección ante un débil y joven Bill Clinton. Sin embargo, Bill Clinton fue elegido presidente de Estados Unidos y Bush tuvo que marcharse a su rancho de Texas.

      Una de las claves de aquellas elecciones fue la expresión “The economy, stupid!”. Tan contundente frase se la debemos a James Carville, asesor de aquella campaña presidencial de Bill Clinton. Como toda gran idea, combinaba la sencillez de una evidencia con la potencia de una de las claves de nuestro modo de vida: de nada valen los éxitos en política exterior si la economía nacional se resiente y los ciudadanos sienten que viven peor. Sin duda, era una idea ganadora.

      Pues bien, desde hace algún tiempo me ronda una preocupación que provoca que, con bastante frecuencia, me sorprenda diciéndome a mí mismo: “¡Es el tiempo, estúpido!”. Por ejemplo, cuando veo el interés que existe por reformar los espacios con la confianza de que, rompiendo las paredes y acristalándolas, comprando nuevo mobiliario y enmoquetando las salas, se obrará el milagro de transformar la educación, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”.

      También, cuando veo que queremos cambiarlo todo comprando tecnología, sustituyendo la pizarra tradicional por su homóloga digital, teniendo un buen carro de portátiles o de tabletas y utilizando todo tipo de apps disponibles en el repositorio de Apple o de Google, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”

      Así mismo, cuando veo que centramos nuestro interés en cómo redactar la programación, o debatimos durante largas horas si hay objetivos o no en el nuevo currículo; cuando invertimos nuestras fuerzas en marcar la diferencia entre estándares o indicadores; o cuando rellenar tablas y tablas con cada uno de los elementos del currículo es lo que ocupa buena parte de nuestras tardes, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”

      Cuando participamos, uno tras otro, en planes y programas de innovación o en innumerables experiencias de formación del profesorado; cuando renovamos nuestros libros de texto y las editoriales nos facilitan todo su material complementario; cuando abrimos nuestras plataformas y las cargamos de contenidos y actividades, porque en el fondo seguimos pensando que nuestra tarea es transmitir cuánto más mejor y la suya limitarse a recibir, yo me digo a mí mismo:

      –“¡Es el tiempo, estúpido!”.

      Dice Byung-Chul Han en el libro El aroma del tiempo (2015):

      “La inquietud hiperactiva, la agitación y el desasogiego actuales no casan bien con el pensamiento”.

      Según el filósofo, podemos distinguir entre sujetos de rendimiento y sujetos de experiencia. Los primeros no pueden detenerse a pensar y se ven conducidos a rendir (supuestamente) más y mejor, aunque la misma carrera en la que están inmersos les impide hacerlo realmente: van “haciendo zapping por el mundo”; los segundos son los que dominan el tiempo para poder vivir experiencias realmente significativas, porque “en contraposición al saber y la experiencia en sentido intenso, las informaciones y los acontecimientos no tienen un efecto duradero o profundo”.

      Pues bien, la escuela hoy tiene más que ver con “las informaciones y los acontecimientos” que con “el saber y la experiencia”, con la educación de sujetos de rendimiento más que con la más deseable educación de sujetos de experiencia. Tanto el alumnado como el profesorado están sometidos a una velocidad vertiginosa, acuciados los unos por un horario de escenas académicas fulgurantes que se suceden ante ellos como brevísimos expositores de contenidos, mientras que los otros, el profesorado, corren pasillo arriba y pasillo abajo de una clase a otra en una sucesión rápida de caras, unidades y actividades.

      Quizá ha llegado el momento de frenar, de agrupar, de integrar. Buscar la coherencia en nuestra propia voz puede que esté más relacionado con tener una visión más holística de nuestras materias, que con verlas como pequeños botes de contenido curricular que tenemos que abrir a toda prisa a lo largo del año para que nuestros estudiantes puedan aspirarlos mínimamente. Quizá ha llegado la hora de darnos cuenta de que disponer de treinta semanas de clase no quiere decir que tengamos que dividir nuestro trabajo


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