Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio. Barbara Hannay
Читать онлайн книгу.de la ley y dudo mucho que quiera arriesgarse. Sin embargo, parece que sigue al pie del cañón, así que ¿preferirías que rechazara el puesto de gerente?
–¿Por qué iba a hacer algo así? –preguntó frunciendo el ceño–. ¿Crees que te acosaría en tu nuevo lugar de trabajo?
–No tengo ni idea de qué se le pasa por la cabeza, pero es una posibilidad, ¿no?
–No voy a permitir que un sociópata abusador determine a quién empleo o dejo de emplear y sé que tú eres la persona adecuada para este trabajo. Pero por el amor de Dios, Neen, ¿cómo se te ocurrió salir con alguien como él?
Lo había hecho porque estaba desesperadamente necesitada de amor. Chris se centraba plenamente en ella como nadie lo había hecho antes, aparte de su abuelo. Y ella lo había aceptado con entusiasmo, porque era débil y estúpida. Sus celos y su posesividad no salieron a la luz hasta más tarde. Si ella no hubiera estado tan necesitada a lo mejor se habría dado cuenta antes y habría puesto fin a la relación. Pero no lo hizo, y ahora estaba pagando el precio.
–Cometí un error. ¿Tú nunca cometes errores? –lo miró, pero en lugar de su rostro, vio un máscara oscura.
–Sí –asintió él bruscamente antes de darse la vuelta y emprender el camino de vuelta.
Ella miró en derredor, Monty seguía chapoteando en el agua, y se apresuró para alcanzar a Rico.
–Lo siento, no era mi intención desviar el tema hacia ti.
–Soy yo el que lo lamenta. A veces los inocentes pagan un precio muy alto, y es injusto.
Ella observó la pulcra corbata y los lustrosos zapatos y se preguntó qué errores del pasado lo atormentarían.
–Piensa en los jóvenes con los que trabajo. Ellos están pagando por los errores de otras personas. Ellos no tienen la culpa de ser hijos de madres adolescentes o de padres alcohólicos o drogadictos.
–¿Y tú quieres marcar la diferencia?
–¡Voy a marcar la diferencia! –dijo con ojos relampagueantes
Sus palabras, o quizá el tono en el que fueron proferidas, la estremecieron.
–¿Algunas vez has dado clases de defensa personal, Neen?
–No.
–¿Y por qué no? Es una de las primeras precauciones que deberías tomar.
Ella apartó la mirada de él y la dirigió hacia el mar y el monte Wellington, que dominaba la ciudad de Hobart.
–¿Neen?
–Esperaba que no fuera necesario, que la amenaza no llegara a ser física. Me imagino que me espía, que me sigue, y no quiero darle ideas.
Rico la miró y le dio un vuelco al corazón. De pronto le pareció pequeña y frágil. Se enfureció al pensar que alguien pudiera hacerle daño. Era importante que fuera capaz de protegerse en caso de agresión física.
–Las clases de defensa propia acaban de convertirse en obligatorias para el puesto que te he ofrecido esta mañana, Neen. Es una de las cosas de las que vine a hablarte.
Ella se quedó boquiabierta.
–Rico D’Angelo, menuda bola acabas de soltar.
–Se me olvidó comentártelo esta mañana cuando te entrevisté. La cuestión es que vas a trabajar con jóvenes desfavorecidos y algunos de ellos se han criado en ambientes agresivos.
–¿Y pueden ser violentos?
–Sin duda.
Él no tenía la intención de contratar en la cafetería a ningún maleante, pero…
–No creo que lleguemos a tener problemas, pero vas a lidiar con adolescentes.
–Y los adolescentes tienen un comportamiento hormonal e impredecible.
–El presupuesto para la cafetería cubrirá el coste de tus clases de defensa personal –ella hizo un gesto de protesta y él levantó una mano–. Insisto. Yo me encargaré de elegir al instructor, que me dará parte de tus progresos.
–Entonces esperaré a que me pases los datos –se giró para vigilar a Monty–. Este perro tiene una energía increíble.
Monty seguía revolcándose en las olas. La alegría física que desprendía por el hecho de estar vivo maravilló a Rico. Pero no tardó en volver a la realidad: estaba demasiado ocupado para nadar y holgazanear en la arena, algo que no echaba de menos en absoluto. Se giró hacia Neen.
–Mientras tanto… te convendrá practicar un poco ahora. Recuerda que si alguien te ataca tu primer objetivo es inutilizar al agresor el tiempo suficiente para escapar. Nunca te quedes a luchar con alguien más fuerte y experimentado que tú.
–Entendido.
–Si te atacan de frente, como estoy haciendo yo –explicó agarrándola por los hombros–, apártale los brazos así. Luego lo agarras por la camisa, le pegas un rodillazo en la ingle con todas tus fuerzas y gritas lo más alto que puedas.
La mayoría de las veces, el miedo a ser descubierto hacía huir al agresor.
–Ahora date la vuelta.
Ella obedeció.
–Si te atacan por la espalda, así, –dijo tomándola por los hombros y tirando de ella hacia sí mientras le inmovilizaba los brazos junto a los costados–, quiero que…
Se detuvo al ver que un perro furioso avanzaba velozmente hacia ellos. Rico comprobó, fascinado, que Monty se había convertido en una bestia asesina en un abrir y cerrar de ojos. Neen se apartó de él y vociferó «¡No!» al tiempo que mantenía la mano extendida frente a ella como si fuera un guardia de tráfico. El perro se detuvo en seco.
–¡Túmbate! –le ordenó con voz alta y dura, gesticulando con la mano.
Monty gimió y pateó la arena.
–¡Túmbate! –exclamó ella repitiendo el gesto.
Monty se tumbó en la arena y apoyó el morro sobre sus patas delanteras sin quitarle a Neen la vista.
–Los perros se rigen por un sistema de jerarquías –le explicó con una voz mucho más suave.
–Ajá –repuso él mientras su ritmo cardiaco aminoraba.
–Tengo que hacerle ver que tú estás más arriba que él en la cadena alimentaria, para que aprenda a respetarte.
Él tragó saliva.
–Estréchame la mano.
Él obedeció.
–Ahora, sin soltarla, inclínate hacia mí para que pueda darte un beso en la mejilla.
Él hizo lo que ella le pidió y se vio abrumado por su olor, una mezcla de fresas, madera… y perro. Los labios frescos de Neen rozaron su mejilla y él sintió que renacían estrepitosamente los impulsos de chico malo que llevaba diez años tratando de reprimir. Ella se apartó, pero no soltó su mano.
–Monty –dijo con voz suave al tiempo que hacía chasquear sus dedos. El perro se incorporó inmediatamente y le acarició la mano con el hocico–. Rico, acerca tu mano para que la huela, la recuerde… y te pida disculpas.
Rico hizo lo que decía, sin temor a que Monty le mordiera. La confianza de Neen se le había contagiado, y sabía que no era el tipo de mujer que pondría a alguien en peligro. Monty no tardó en lamer la mano de Rico.
–Buen chico –dijo Neen, soltando finalmente la mano de Rico y rascando el lomo del animal.
–¿Cómo es que sabes tanto de perros? –preguntó tratando de quitarse de la cabeza la curva de sus caderas en los vaqueros que llevaba puestos.
–Crecí con ellos.
–Creí