Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio. Barbara Hannay

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Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio - Barbara Hannay


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admiró la amplitud de la parte delantera del local, con sus dos magníficos ventanales que daban a la calle. Era una pena que no tuviera vistas al mar, aunque si fuera así, el alquiler no sería tan barato.

      –Obviamente nos encargaremos de las obras de mantenimiento necesarias.

      No cabía duda de que había mucha limpieza por hacer.

      –¿Qué opinas?

      –Creo que puede quedar genial. Bastará con una mano de pintura y un poco de trabajo duro –dio un paso atrás–. Calcula que aquí caben cómodamente unos sesenta comensales.

      –Eso era lo que esperaba oír. Ven a ver la cocina.

      Ella pasó una mano por el mostrador y las vitrinas de madera que se extendían por la pared del fondo. Se los imaginó pulidos y brillantes, exhibiendo una amplia selección de deliciosas tartas y pasteles. Sonrió por dentro. Era perfecto; no podría haber elegido un sitio mejor para la cafetería de sus sueños y… Se enderezó y, saliendo de su ensimismamiento, siguió a Rico hasta la cocina. Era más pequeña de lo que había imaginado.

      –¿Has organizado ya una inspección de riesgos?

      –Todavía no, ¿por qué? –bramó–. ¿Ves algún problema potencial?

      Ella comenzó a señalar cosas.

      –Hay cableado al descubierto ahí, ahí y ahí, y aquel enchufe podría provocar un incendio. Ese ventilador de techo no me hace sentir segura. Pero el horno quedará bien una vez esté limpio –abrió un armario e hizo una mueca cuando vio una cucaracha correteando en su interior–. Esta parte es muy oscura, lo que puede ser muy problemático. Necesitaremos tiras de iluminación en toda esta zona. Una buena visibilidad es importante cuando hay hornillos al rojo vivo y cuchillos afilados. No pondría en peligro a gente con experiencia, y mucho menos a novatos.

      –¡Los chicos ya aprenderán!

      –Por supuesto que lo harán, pero el proceso será más rápido y seguro con una buena iluminación –dijo mientras pasaba el dedo por una bancada y lo inspeccionaba con cara de asco.

      Él soltó un suspiro.

      –Eso costará una fortuna.

      –¿Me has traído aquí para que te dé mi franca opinión o para que te dé unas palmaditas en la espalda y te diga que estás haciendo un trabajo fabuloso?

      Él la miró con el ceño fruncido y Neen comprendió que estaba calculando frenéticamente el presupuesto del que disponía.

      –Ahora entiendo por qué el alquiler es tan barato –gruñó.

      –¿Cuánto estás pagando?

      Él le dijo la suma y ella se encogió de hombros.

      –Estamos en plena zona turística de Hobart. Has hecho un buen negocio.

      Él no dijo nada y Neen dudó que la hubiera oído.

      –¿Qué hay por ahí?

      –El almacén, los servicios de los empleados y la puerta trasera.

      Él le indicó el camino y abrió bruscamente la puerta del almacén. Una criatura peluda le rozó los tobillos y Neen soltó un grito.

      –¿Qué…? –dijo él girándose hacia ella.

      –¡Salgamos por la puerta trasera ahora mismo!

      Salieron precipitadamente al patio encementado y ella pateó el suelo estremeciéndose.

      –¡Qué asco!

      Rico la miró como si se hubiera vuelto loca.

      –¿Qué demonios estás haciendo?

      Ella le señaló con el dedo.

      –Puedo soportar los ratones, e incluso las cucarachas, ¡pero no estoy dispuesta a tolerar ratas!

      El gesto de Rico se ensombreció.

      –Aquí no hay ratas.

      –¿Ah, no? –señaló algo detrás de él–. ¿Entonces qué es esa cosa que hay en el escalón?

      Capítulo 3

      RICO lanzó un enérgico juramento. El roedor bajó correteando los escalones y se escabulló detrás de unos cubos de basura.

      Una rata. ¡Maldita sea! El departamento de Sanidad se pondría las botas con aquello. Su visión de una próspera cadena de cafeterías benéficas quedó empañada durante unos instantes. De pronto parecía fuera de su alcance. Con la cabeza baja y los hombros vencidos, pensó que estaba exhausto de tener que pelear cada subvención, cada céntimo de dinero gubernamental, cada… Se puso derecho.

      «Ya basta, D’Angelo. No tienes razones para quejarte».

      Se le llenó la boca de esa bilis tan familiar. Alzó la cabeza y enderezó los hombros. Neen lo observaba con los ojos entornados y los labios fruncidos.

      –¿Estás al día con la vacuna del tétanos?

      La pregunta lo sorprendió.

      –Sí.

      Ella señaló la puerta.

      –Entonces entra por esa puerta, apaga las luces y cierra con llave. Te espero en la parte delantera. ¡Ah! ¿Te importaría traerme el bolso? Lo he dejado en la encimera de la cocina –dicho esto, desapareció.

      Con el ceño fruncido, él obedeció y se reunió con ella en el caminito de entrada a la cafetería. Le dio el bolso tratando de decir algo jovial, pero no se le ocurrió nada. Puso rumbo al coche, pero ella lo tomó del brazo.

      –Ven conmigo.

      –¿Adónde?

      –Vamos a celebrar una reunión de emergencia.

      –¿Una qué? ¿Dónde?

      –En el pub que hay a la vuelta de la esquina.

      –¿Qué te apetece beber?

      Ella alzó la barbilla con aire desafiante.

      –He tenido una semana de aúpa, y tengo sed.

      Rico no supo por qué, pero sintió ganas de sonreír.

      –¿Te apetece una buena jarra de cerveza?

      –Será mejor que me la pidas sin alcohol. No quiero ponerme tontorrona y que me dé la risa floja. Pide también una bolsa de patatas fritas con sal y vinagre. Estaré ahí mismo –dijo señalando una mesa en el rincón.

      Cuando regresó, se la encontró sentada frente a un boli y un cuaderno. Le dio un sorbo a la cerveza que él le tendía y, abriendo la bolsa de patatas, se llevó una a la boca.

      –Tenemos que hacer una lista de tareas y organizarlas por orden de prioridad.

      Él depositó con brusquedad su limonada encima de la mesa. Tenía que haber empezado a pensar en posibles soluciones a los problemas, como había hecho Neen, en lugar de desesperarse. Debería de haber sido más proactivo. Normalmente era tan…

      El cumpleaños de Louis. Se desplomó sobre una silla. Aquel día habría sido el cumpleaños de Louis; la idea lo había hostigado desde el momento en que abrió los ojos aquella mañana, rodeándolo de oscuridad y de desprecio por sí mismo. Dio un respingo en el asiento al darse cuenta de que Neen lo observaba atentamente.

      –¿Cuándo fue la última vez que dormiste a pierna suelta? –le preguntó.

      «Hace diez años», pensó.

      –Yo podría preguntarte lo mismo –dijo él observando las bolsas negras bajo sus ojos–. ¿Qué pasó en la cena de anoche?

      Ella alzó una ceja.

      –Lo siento, no es asunto mío.

      –Terminó


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