Lucha contra el deseo. Lori Foster

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Lucha contra el deseo - Lori Foster


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gano ese combate o no —Armie se encogió de hombros, simulando indiferencia. Nunca pensaba en términos de ganar o de perder: solo de ganar. Y, con ese fin, hacía siempre lo necesario para garantizarse el éxito.

      —Todo el mundo lo atribuye a la presión añadida por el hecho de que entrarás en la SBC. Pero yo te conozco demasiado bien.

      —Bueno, un combate es un combate. El tamaño de la multitud…

      —¿O la cifra del cheque?

      —… no me importa.

      —Lo sé —Cannon enarcó una ceja—. Entonces… ¿vas a decirme qué es lo que te está reconcomiendo?

      «Un grave caso de lujuria desesperada por tu hermana», pensó. Pero no iba a compartir eso con él. En lugar de negar el problema, sacudió la cabeza.

      —Ya me las arreglaré.

      —¿Evitando tener sexo?

      Alzó la barbilla.

      —¿Quién ha dicho eso?

      Cannon ni siquiera pestañeó.

      —Hombre, te conozco. Mejor que nadie. ¿Creías que no me daría cuenta de que estabas con síndrome de abstinencia?

      Armie se quedó tan sorprendido que retrocedió un paso. No se le ocurrió nada que decir. Si intentaba achacarlo a la preparación para el próximo combate, su amigo volvería a reírse en su cara.

      —Supongo que no voy a poder convencerte de que no es asunto de tu incumbencia.

      —Claro que sí. Si eso es realmente lo que quieres —Cannon se apartó de la pared—. Pero si quieres hablar, si necesitas cualquier cosa…

      —Lo sé —una vez, hacía una eternidad de aquello, Cannon había sido la única persona que lo había apoyado. Contra toda lógica y contra las peores acusaciones, se había puesto de su lado y nunca, ni una sola vez, había dudado de él. Incómodo ante el pensamiento de volver a sentirse tan necesitado, Armie flexionó los músculos de los hombros y dijo:

      —Gracias, pero estoy bien.

      —Eso ya lo sé —Cannon le apretó cariñosamente un hombro—. Solo falta que tú mismo te lo creas.

      Armie lo miró ceñudo mientra regresaba al bar. No necesitaba en absoluto una charla melodramática como aquella. Con un profundo suspiro, contempló la calle de asfalto iluminada por la luna, el banco del autobús cubierto de escarcha, y alzó luego la vista al negro cielo tachonado de estrellas.

      ¿Se las estaría arreglando bien Merissa en aquel momento? ¿Estaría con otro hombre… tal como él mismo le había sugerido?

      Era eso lo que él quería, lo que sería mejor para ella… pero, al mismo tiempo… Dios, lo torturaba.

      Después de la vida que había llevado, con los antecedentes que había tenido que superar y las habilidades que había adquirido, no le tenía ya miedo a nada ni a nadie, excepto al efecto que Merissa Colter ejercía sobre él. Y eso le aterraba. Lo llenaba de un miedo cerval, devorador.

      Miró hacia atrás, a la gran cristalera del bar, y vio a sus amigos. Los amigos de Merissa. Solo que ella no estaba allí… por culpa de él.

      Había llegado el momento de dejar de comportarse como un cobarde en lugar de enfrentar aquel miedo. Al día siguiente por la mañana, se enfrentaría con ella.

      Y, de alguna manera, solucionaría las cosas.

      La mayoría de la gente pensaba que los directores de banco trabajaban con un horario fijo de nueve a una. ¡Ja! Desviando la mirada del impaciente cliente que todavía le quedaba por atender hacia el reloj y las agobiadas cajeras, supo que aquel día volvería a llegar tarde a casa. Lo que deberían haber sido cinco minutos más iban a convertirse en media hora, como poco.

      Sonó el teléfono. Acababa de contestarlo cuando la puerta se abrió de nuevo. Junto con una corriente de aire helado, entraron dos clientes embutidos en gruesos abrigos de invierno, bufandas y gorros de lana.

      Y, justo detrás de ellos, estaba… Armie.

      Al contrario que los otros tipos, llevaba solamente una camisa de franela abierta sobre su camiseta térmica. Tenía las mejillas enrojecidas por el frío, con el pelo rubio tan despeinado como de costumbre, y estaba tan guapo que Merissa sintió que el corazón le daba un salto en el pecho para dispararse luego a doble velocidad.

      Llevaba semanas enteras diciéndose a sí misma que estaba perfectamente, mejor, de hecho… sin él. Y casi se había convencido de ello, también. Pero una sola mirada a Armie y ya volvía a estar locamente enamorada.

      —¿Hola? ¿Hay alguien?

      Dándose cuenta de que no había dicho nada desde que descolgó el teléfono, Merissa apartó la mirada de Armie y recuperó su tono más profesional. O al menos lo intentó.

      En el preciso instante en que Armie la miró, la piel empezó a arderle y las mariposas empezaron a volar dentro de su estómago. Volvió a dejarse caer en el sillón acolchado, contenta de sujetarse en algo.

      El irritado cliente había dejado su cuenta al descubierto y quería que el banco le retirara la penalización. Merissa solo lo escuchó a medias y, finalmente, incapaz de concentrarse, derivó la llamada a una de las cajeras.

      Dado que la hora de cierre ya había pasado, necesitaba cerrar la puerta, pero eso significaba que tendría que hacerlo con Armie dentro. Vaciló, titubeante, pero finalmente él tomó la decisión por ella y se le acercó.

      Saltando de su sillón, lo recibió a la puerta de su despacho. Lo saludó con la mayor naturalidad que pudo.

      —Hola, Armie.

      La recorrió con la mirada. Esa vez, como estaba en el trabajo, Merissa llevaba un suéter abotonado al frente, falda larga y botas sin tacón, pero la atención que él le dedicó la hizo reverberar por dentro, de todas formas. Él flexionó los hombros, se removió.

      —¿Podemos hablar?

      ¿Otra vez? ¿Acaso no le había dicho suficiente? Para alguien que no quería tener nada que ver con ella, le gustaba bastante charlar.

      —Armie… —susurró, algo avergonzada, porque estaba segura de que nadie en el banco había pasado por alto su presencia. Tenía ese tipo de presencia: alto y grande, tremendamente sexy.

      Él seguía mirándola de aquella manera tan intensa, cálida y firme a la vez, así que ella terminó cediendo.

      —Está bien. Pero tengo que cerrar la puerta, y luego todavía tardaré un poco en acabar.

      —Ya, no hay problema —suspiró—. Esperaré.

      Mientras Armie se acercaba al sofá de la esquina, uno de los hombres que le había precedido al entrar caminó hacia ella. En la puerta de su despacho, Merissa se disponía a indicarle con una sonrisa que se pusiera en la fila de las cajeras… cuando el tipo la hizo a un lado y entró.

      Incrédula, retrocedió automáticamente un paso.

      —¿Qué cree que está haciendo?

      El hombre cerró la puerta. Con el gorro calado sobre los ojos y la bufanda ocultándole la mayor parte del rostro, sacó un arma y chistó con tono amenazador:

      —Sshh.

      A Merissa se le secó la garganta, sobre todo cuando aquellos ojos entrecerrados recorrieron su cuerpo.

      —Pero…

      —Tú y yo —dijo el hombre, después de volver a chistarle— vamos a quedarnos fingiendo aquí dentro mientras mi socio se ocupa de todo ahí fuera. Y, cariño, espero que finjas bien.

      El miedo y el estupor la dejaron paralizada cuando tomó conciencia de que aquello era un atraco… y, Dios, Armie estaba al otro lado de la puerta.

      En


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