Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini
Читать онлайн книгу.según avancemos, veremos que hasta al final, hasta terminar el Paraíso, Dante no deja de preguntar, porque quiere comprender. Y veremos también, prosiguiendo el recorrido del Purgatorio, cómo se dará cuenta poco a poco de que el conocimiento verdadero no nace de una comprensión abstracta, racionalista, sino de la participación amorosa en una relación.
Desde esta perspectiva, también el verso central adquiere otro valor: «Contentaos, humanos, con los efectos». No significa, como habitualmente se entiende, «contentaos con constatar el hecho», sin pretender explicarlo; sino «permaneced firmes en el hecho». Es decir, no tengáis prisa por entenderlo enseguida, pero no dejéis de considerarlo, tenedlo presente porque llegará el momento en que vuestro conocimiento —iluminado por la gracia, por el parto de María— cambiará y podréis comprenderlo.
Volveremos sobre ello a su debido tiempo. Por ahora, sigamos a Virgilio que, en cambio, reclama la condición de aquellos que, como él, no han podido acceder a tal conocimiento (vv. 40-45):
«[…] Desear visteis sin fruto a quienes, de ser posible, hubieran visto satisfecho un deseo que eternamente los acompaña como pena. Lo digo por Aristóteles y Platón y muchos otros». Y aquí inclinó la frente, no dijo más y quedó pensativo.
Por eso desearon inútilmente en el pasado personas tan insignes, tan geniales que, si la razón del hombre fuera capaz de conocer el Misterio de Dios, ellos lo habrían conseguido sin duda. En cambio, todo lo que anhelaron durante su vida se les dio solo como algo que les falta eternamente, «como pena», como privación.
Y con este pensamiento Virgilio «inclinó la frente […] y quedó pensativo». Me imagino que le entrarían ganas de llorar porque él también está atrapado ahí durante toda la eternidad, en el limbo, en un deseo vivo pero sin esperanza de satisfacción: «un deseo sin esperanza» (Infierno IV v. 42).
Dante y Virgilio llegan por fin al arranque de la montaña. Aquí las primeras almas con las que se encuentran son las de los excomulgados, descritas con una larga imagen que las compara con un rebaño de ovejas (vv. 79-87).
¿Quiénes son los excomulgados? «Excomunión» deriva de ex- y communio, «fuera de la comunión». Por eso, los excomulgados son los que han sido excluidos de la comunión, de la unidad de la Iglesia. ¿Por qué uno termina excomulgado? Yo creo que se puede explicar así: porque cree que, respecto a la experiencia cristiana, sabe más que la Iglesia. Afirma su propio punto de vista en contra de la autoridad que guía al pueblo de Dios.
Y aquí se abre la cuestión sobre qué placer existe en tener razón uno solo. Porque el excomulgado puede en parte tener razón; cuántas veces un excomulgado ha afirmado un principio justo, una preocupación importante… Pero, en vez de poner humildemente lo que descubre al servicio de la unidad, hace de ello un motivo para romperla. Los excomulgados usaron la razón para dividir en vez de trabajar para construir, para que todos pudieran reconocer —con humildad y paciencia, con el tiempo, como ya hemos dicho antes— el valor de lo que ellos habían descubierto. Es más, si retomamos lo dicho previamente, podríamos decir que usaron esa razón entendida de forma reducida, racionalista, lo cual —dice Dante— no es suficiente, en lugar de insertarla en una relación, en una experiencia afectiva. Y, por eso, no comprendieron de verdad, no comprendieron en profundidad. ¿Por qué? Porque para comprender de verdad es necesario pertenecer al cuerpo vivo de Jesucristo, participar de la comunión, lo único que nos capacita para la comprensión verdadera. Este es el pecado que aquí se purga.
¿Cómo se purga? ¿Qué hace Dante con estas almas? Las compara con las ovejas. Es preciso entender esta comparación. Nosotros le damos a la oveja o al borrego un valor negativo, solemos decir «eres un borrego» para reprochar a alguien que sigue ciegamente lo que hacen todos. En cambio, Dante nos remite aquí a la imagen que usa Jesús cuando dice: «Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (Jn 10,14-16). Por eso presenta a los excomulgados en el purgatorio como un rebaño en el que todos son partícipes de la vida de los demás, sin crearse el problema de ser originales en el sentido de diferenciarse del resto.
Porque la verdadera originalidad —una vez más nos ayuda la etimología— es la de quien ha decidido descubrir su propio origen. La verdadera originalidad, la verdadera diversidad, es la de quien combate «la lucha del cuerpo y del alma» (Infierno II vv. 4-5), la batalla por llegar hasta el fondo de sí mismo. Y nadie puede combatir en tu lugar o sustituirte en la batalla, precisamente porque es tuya. Esto te hace original. Sé tú mismo, busca tu origen, esta es la única originalidad que puedes vivir.
Y de esta guerra nace también la unidad verdadera. Porque la verdad no divide, al contrario, une. La verdad es una y es la raíz del corazón de cada uno, por eso nos une. Dante construye la imagen de los excomulgados como un rebaño, en el sentido positivo del término: es el pueblo que nace cuando buscamos unidos una verdad más grande que nosotros y cuando seguimos unidos a la verdad que ha encontrado.
En un momento dado, se adelanta del grupo de excomulgados un alma que Dante dibuja con dos versos muy famosos: «Era rubio, hermoso y de gentil porte, pero tenía una ceja rota de un golpe» (vv. 107-108). Es Manfredo, último rey suabo de Sicilia. Había sido jefe de los gibelinos, y por tanto enemigo de Dante (que era güelfo), y había sido excomulgado muchas veces. Era un candidato perfecto para ocupar un puesto en uno de los círculos más profundos del infierno. En cambio, Dante lo sitúa entre los salvados. Y a él, precisamente, le confía una de las expresiones más bellas del abrazo, el perdón y la magnanimidad de Dios.
Manfredo le pide a Dante que, a su vuelta al mundo de los vivos, vaya a tranquilizar a su hija contándole que no está en el infierno, sino que está salvado. Y relata el fin de su vida (vv. 118-123):
Después de tener mi cuerpo herido por dos golpes mortales, me volví llorando hacia Aquel que se complace en perdonar. Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve.
Herido de muerte en una batalla, se arrepintió justo en el último instante. Y por eso se salvó.
¿Cómo es posible?
Es posible porque la vida se juega siempre en un instante. En cada instante me pongo en juego por entero. En cada instante decido quién soy, quién quiero ser, qué valor tiene lo que he hecho y lo que he sido hasta ese momento. Es la cuestión de la libertad, como ya hemos visto. En el fondo, la vida se compone de dos factores: la historia y la libertad. La historia, es decir, lo que he visto, aprendido y hecho. Y la libertad, es decir, el uso que decido hacer con mi historia ahora. En cada instante establezco qué valor tiene el pasado y decido si proseguir o cambiar de rumbo, si seguir defendiendo lo que siempre he afirmado u optar por otra cosa. Entonces la muerte, el momento de nuestro acto supremo, o los instantes que la preceden, son esta posibilidad que se me ofrece por última vez.
Después de haber aclarado que la misericordia de Dios ha abrazado incluso a un desgraciado como él, Dante pone en boca de Manfredo, del excomulgado Manfredo, una digresión sumamente significativa sobre la relación entre la justicia divina y la humana, incluida la de la Iglesia. Si el obispo de Cosenza —dice Manfredo— hubiera sido un poco más consciente de lo que es la misericordia de Dios, no habría hecho desenterrar mis restos para tirarlos fuera de los confines del reino de Sicilia, donde «ahora los moja la lluvia y los empuja el viento» (v. 130). Pero prosigue (vv. 133-135):
Por su maldición [a pesar de que mis restos fueron maldecidos], uno no se pierde de modo que no pueda volver al eterno amor mientras florezca la esperanza.
Este es el desafío de Dante: ni siquiera la excomunión —«su maldición»— impide que el «eterno amor», el amor de Dios, «pueda volver», pueda disponer según su voluntad que el alma arrepentida se salve. Sin embargo —concluye Manfredo—, esto no quiere decir que la sentencia eclesiástica carezca de valor y, de hecho —explica (vv. 136-141)—, aquel que muere excomulgado debe pasar en el antepurgatorio un tiempo treinta veces superior al que ha transcurrido como excomulgado en la tierra. Lo cual quiere decir que es justo que se cumplan las normas y las leyes de la Iglesia, de modo que sus consecuencias se extienden también