Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri. Franco Nembrini

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Purgatorio. Divina comedia de Dante Alighieri - Franco Nembrini


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una luz indistinta, luego paulatinamente se va perfilando la figura hasta mostrarse con todo detalle. Exactamente como sucede a menudo en la vida ante una experiencia buena y novedosa, como pasó con los primeros que conocieron a Jesús o como nos pasa cuando nos enamoramos: al principio no lo entendemos bien, percibimos solo la fascinación de un atractivo; después, a medida que crece la familiaridad con el objeto, su fisionomía se manifiesta y vamos comprendiendo cada vez mejor de qué se trata.

      Aquí la aparición suscita un respeto infinito, una reverencia. De hecho, Virgilio conmina enseguida a Dante —como ya lo había hecho antes, al aparecer Catón— a arrodillarse; Dante se queda deslumbrado ante semejante luz y baja la mirada.

      En este gesto de bajar los ojos he percibido siempre dos cosas. Por un lado, desde luego, la humildad, el asombro agradecido que se experimenta ante una realidad que supera toda expectativa; pero, a la vez, también el esfuerzo que implica adaptarse a una nueva realidad. Dante viene del infierno, el reino de la oscuridad, y aquí estamos aún en la penumbra del crepúsculo; no es inmediato que los ojos se acostumbren a la luz. Se trata de un esfuerzo que vale para todos y para todo. Cuanto uno cambia de vida resulta difícil adaptarse a las nuevas condiciones; es preciso tener paciencia y hacer un trabajo. Siempre está el riesgo de renunciar, de evitar el compromiso que requiere asimilar lo nuevo. Por eso se necesita una compañía que —como Virgilio— sugiera, sostenga y anime al camino continuamente.

      Después, encontramos un primer esbozo del tema de la Revelación que recorre todo el Purgatorio. La vida humana —ya se capta en el canto I del Infierno— va siempre acompañada de un sentimiento de infinito, de la intuición de que en el origen de las cosas hay algo divino. De aquí arrancan todas las religiones. Pero precisamente porque está más allá de la realidad perceptible, lo divino es inevitablemente misterioso, inaccesible; lo máximo a lo que puede aspirar la inteligencia humana es a que lo divino se muestre, como dice de forma ejemplar Platón.1

      A mí me parece, Sócrates, y quizá a ti también, que la verdad segura en estas cosas no se puede alcanzar de ningún modo en la vida presente, o al menos solo con grandísimas dificultades. Pero pienso que es una vileza no estudiar bajo todo punto de vista las cosas que se han dicho al respecto, o abandonar la investigación antes de haberlo examinado todo. Porque en estas cosas, una de dos: o se llega a conocerlas o, si esto no se consigue, se agarra uno al mejor y más seguro entre los argumentos humanos y con este, como en una barca, se intenta la travesía del piélago. A menos que no se pueda, con más comodidad y menor peligro, hacer el paso con algún transporte más sólido, es decir, con ayuda de la palabra revelada de un dios.

      Pues bien, para mí, la barca del ángel que llega ante Dante corresponde precisamente a la imagen de la respuesta que soñaba Platón. En Jesucristo, ese Misterio al que todos los hombres tienden ha dejado los cielos y ha bajado a la tierra, revestido de carne humana, ha venido a nuestro encuentro. Ese Misterio que Ulises trató de alcanzar con medios insuficientes se acerca ahora en su forma adecuada: en vez de los «remos» con los que el héroe griego intentó hacer «alas para el loco vuelo» (Infierno XXVI v. 125), son las alas del ángel las que hacen que la barca se deslice sobre la superficie del agua sin que se hunda la quilla. En definitiva, nos hallamos ante algo que hemos soñado, esperado, y que al mismo tiempo desborda infinitamente nuestra imaginación, de modo que no podemos evitar arrodillarnos ante ello y bajar la mirada.

      ¿Y qué hacen las almas que van en la barca? ¡Cantan! ¿Y qué cantan? El Salmo 114, que celebra la salida de los judíos de Egipto, el salmo de la liberación. Se trata del mismo salmo que Dante cita dos veces, en El convite y en la Carta al Can Grande de la Scala,2 en ambos casos para explicar cómo un texto tiene a la vez un significado literal y uno alegórico: los versos recuerdan un acontecimiento histórico, real, y también aluden a la liberación de cada hombre por los méritos de Cristo. Esto corrobora que la cuestión decisiva es la liberación, la libertad.

      Además, ¿cómo cantan los salvados? «Todos a una voz» (v. 47). Cantan a coro. Se trata de un cambio de perspectiva. En el infierno las almas están solas, aisladas; las únicas relaciones que son capaces de entablar caen en la ira, en el insulto, en la mutua acusación. En cambio, ¿cuál es, desde el principio, el primer signo de salvación de la vida nueva que empieza para aquel que se deja abrazar por la misericordia de Dios? La comunión. La tarea que Jesús deja a los doce es: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12); y la invocación con que se los confía al Padre es: «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11). En definitiva, se restablece aquí desde el principio esa capacidad de relación que nos constituye y que en el infierno queda definitivamente rota.

      Es cierto que esta comunión, esta capacidad de relación, solamente se cumplirá por entero en el paraíso; mientras están en el purgatorio, mientras caminan sobre la tierra, los hombres permanecen «bestiales como siempre, carnales, buscándose a sí mismos como siempre, egoístas y cegatos como siempre». Pero, prosigue Eliot, «siempre luchando, siempre reafirmándose, siempre reanudando la marcha por el camino iluminado por la luz; / a menudo, deteniéndose, vagueando, perdiéndose, retardándose, volviendo, pero sin seguir otro camino».3

      En el resto del canto, Dante muestra cumplidamente el dinamismo del camino, el continuo pararse y reanudar la marcha. De hecho, cuando llega la barca los salvados «se lanzaron todos» (v. 50) a la playa, se tiran impetuosamente, impacientes por proseguir. Lo mismo hacen las almas condenadas (cf. Infierno III vv. 109-117). Tanto unos como otros están ansiosos por llegar a lo que Dios les ha asignado o, lo que es igual, a lo que ellos mismos han elegido. Sin embargo, las almas se detienen nada más bajar, pues dudan ante el camino que han de tomar, y preguntan a Dante y Virgilio (vv. 52-66). Cuando se dan cuenta de que Dante respira —es decir, que es un vivo, no un muerto como ellos—, se quedan mirándole con la boca abierta, «casi olvidando que tenían que ir a embellecerse» (v. 75).

      Entonces, un alma sale del grupo y corre a abrazar a Dante, que le devuelve el abrazo. La escena que sigue (vv. 79-81) es maravillosa: Dante intenta estrechar al otro contra sí tres veces y las tres veces se encuentra abrazándose a sí mismo. Evidentemente, el otro no tiene un cuerpo como el suyo, ¡no se le puede estrechar! La imagen del intento vano de abrazar a un alma del más allá le viene a Dante de la lectura de la Eneida, donde en dos ocasiones Eneas intenta abrazar una sombra: en el libro II trata en vano de aferrar el fantasma de su mujer en el momento de su huida de Troya; y en el canto VI baja al Hades y de nuevo, ante su padre Anquises, sus brazos estrechan el aire.4 Pero ¡qué diferencia! Los abrazos de la Eneida son tristísimos, la última palabra la tiene la melancolía, mientras que aquí enseguida la alegría sigue a la desilusión: «la sombra sonrió» (v. 83) y «suavemente» (v. 85) le dice a Dante que renuncie a su intento. En el Hades pagano vence la tristeza; en el más allá cristiano se puede sonreír incluso ante el fracaso. Es solo una cuestión de tiempo: ese deseo bueno de unidad está destinado a ser satisfecho en su momento, cuando el camino de purificación se haya cumplido.

      Y este abrazo fallido me sugiere también la idea de virginidad. ¿A qué me refiero? A que nosotros, cuando nos encontramos con algo bello, con una persona buena, corremos el riesgo de querer poseerla, de querer atraparla o atarla a nosotros. Pero, a pesar de nuestras buenas intenciones, este abrazo posesivo ahoga al otro. El otro es precisamente otro, distinto de nosotros, no nos pertenece. Y esta alma que escapa al abrazo de Dante porque ya pertenece definitivamente a Dios me recuerda siempre esta experiencia: el abrazo verdadero se produce en una distancia que reconoce la alteridad del otro, no en el afán de posesión, que inevitablemente acabaría ahogándolo. Como explica don Giussani, comentando el cuadro del beato fray Angélico que representa el episodio evangélico del encuentro entre Magdalena y Jesús resucitado (Jn 20,11-17): «Como en el Noli me tangere del Beato Angélico, en ese detalle que representa a la Magdalena dirigiéndose a Jesús. Apenas lo ve, es decir, apenas cae en la cuenta de que es Jesús, pues antes creía que era el jardinero, se abalanza sobre Él. Y Jesús la para con la mano. Se ven las dos manos de la Magdalena y la mano de Jesús deteniéndola: es la imagen que siempre hemos puesto de la posesión virginal, que tiende a la totalidad. Mientras este tender a la totalidad se mantenga a un palmo del rostro


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