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a ella le gusta, naturalmente, pero ni por asomo sueña con interesarle a él, al príncipe, rodeado por las más guapas del colegio…

      Imaginemos ahora que una mañana suceda lo imprevisible: suena el timbre del descanso, todos salen de la clase y ella se queda ahí sola para repasar la lección e intentar salvar lo salvable mientras se toma un triste bocadillo. En ese momento entra él, el chico guapo, se acerca a ella y le dice: «Mira, ahora que no hay nadie, aprovecho el descanso para decirte que desde hace algún tiempo me interesas, me gustas. Quiero estar contigo, creo que me haría bien estar contigo. ¿Querrías salir conmigo?». ¿Qué le pasaría a la chica en cuestión? Que, a la hora siguiente, cuando llegara el profesor que la aterroriza y dijese: «Veamos… Por ejemplo, María, te pregunto a ti…», esa vez ella respondería: «Perdone, profesor, ¿puedo decir una cosa?». Él se quedaría estupefacto porque María nunca había abierto la boca: «¡Dime!». Ella se levantaría: «¡Al diablo usted, sus notas y su asignatura! ¡Soy libre!».

      Pues bien, la Divina comedia es el canto del descubrimiento que hace Dante al encontrarse con Beatriz: siente que es ella la que podría suscitar en él esa libertad. Esa es la razón por la que felicidad y libertad forman un nudo que no se puede romper.

      Y, además, ¿cuándo tengo experiencia de ser libre, si no es cuando me perdonan? Es decir, cuando me veo liberado del peso del mal cometido y, por tanto, colmado de una alegría insospechada. Libertad, felicidad y misericordia conforman un trinomio indisoluble.

      Después de oír que la llegada de Dante es algo querido desde el cielo, Catón le explica a Virgilio lo que tiene que hacer: debe lavarle el rostro y ceñirle un junco (vv. 94-105). Ambos siguen sus instrucciones. Llegan a la orilla del mar y, con el rocío de la hierba, Virgilio lava las «mejillas, que habían bañado las lágrimas» (v. 127) de Dante, quitándole por fin de encima la negrura de los pecados y devolviéndole «aquel color que el infierno me había oscurecido» (v. 129). Porque inmersos en la mentira y alejados de la verdad nos volvemos irreconocibles para nosotros mismos, dejamos de saber quiénes somos. Al lavar la suciedad que lo cubre, Virgilio le restituye a Dante su identidad, le permite ser él mismo nuevamente. Solo cuando uno está así en el mundo puede decir «yo» sabiendo lo que está diciendo. De otro modo, cuando decimos «yo» nos referimos en realidad a esa superestructura que el poder nos echa encima —todos los poderes: la televisión, la cultura dominante, las convenciones sociales…—. Hay una falsa identidad, una máscara10 como diría Pirandello11, hecha de costumbres, intereses y necesidad de defenderse. Demasiadas veces llamamos «yo» a toda esta careta exterior, pero ¡no! El yo es lo que emerge cuando se lava de alguna manera esa fachada y uno reconoce la relación que lo constituye. Entonces empieza a decir «yo» sabiendo lo que dice.

      Resulta evidente el paralelismo entre este acto de purificación y el sacramento del bautismo. De hecho, el rito bautismal es también un lavatorio que limpia el pecado original del alma y no es casualidad que, durante este gesto, se le dé un nombre al bautizado.

      Pero —insisto— todo esto sucede al final del canto: la purificación no es el primer movimiento, sino el segundo. Sucede después de experimentar la luz y la belleza del perdón, para estar a la altura de la belleza encontrada. Desentonaría —«no conviene» (v. 97), dice Catón— ir por ese mundo de luz con el rostro sucio…

      Hay que tener en cuenta además que el canto hace de introducción a todo lo que sigue. Al igual que hizo en el canto II del Infierno, como hará también en el segundo del Paraíso, a Dante le apremia explicarnos enseguida cuál es la condición necesaria para afrontar el viaje.

      El segundo canto del Infierno trataba el tema de la cobardía, que es la caricatura deforme de la humildad. En él Dante estigmatizaba la falsa humildad, la cobardía, mientras que aquí presenta la verdadera humildad, la misma que mueve a la Virgen a entonar el Magníficat: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava. […] porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1,47-49). La humildad es un asombro lleno de gratitud porque Dios se ha inclinado sobre mi nada y ha hecho en mí cosas grandes. A menudo confundimos la humildad con una especie de depresión en la que uno no se estima ni un ápice; pero la humildad no significa, como escribe con su ironía habitual Lewis12, «mujeres bonitas tratando de creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos».13 La humildad está llena de vigor, es fuerte y decidida. Hace falta coraje y determinación para mirar a la cara el propio mal y pedir verse libre de él.

      De ahí que el canto esté salpicado de llamamientos a la humildad: la invocación a las musas del principio; el gesto que le impone Virgilio a Dante haciendo que se arrodille delante de Catón (vv. 49-5); y las palabras con las que Virgilio abre su súplica a Catón, «No vine por mi voluntad» (v. 52), es decir, no estoy aquí por un acto de presunción.

      El último paso de este recorrido de humildad es el gesto con que Virgilio ciñe un junco alrededor del costado de Dante (vv. 130-136):

      Llegamos después a la desierta playa que no vio nunca navegar sobre sus aguas a hombre alguno que fuese capaz de volver. Allí me ciñó como el otro quería, y, ¡oh maravilla!, cuando arrancó la humilde planta, otra renació súbitamente en el sitio donde había arrancado la anterior.

      El junco no es una planta cualquiera. En la simbología medieval, era la imagen misma de la humildad, porque se dobla siguiendo la ola, sometiéndose a su movimiento. Precisamente por eso —explica Catón— es la única planta que puede vivir en la orilla del mar, porque una planta «resistente» (v. 104), rígida, no aguantaría y se partiría. Y así es la humildad, que se inclina para reconocer la realidad tal como Dios la ha creado, y no pretende plegarla a la idea que nos hacemos de ella.

      Además, este último gesto de purificación tan evocador del bautismo cristiano, nos obliga a volver atrás para considerar dos pasajes del Infierno. El primero es el canto XVI, cuando Virgilio obliga a Dante a desatarse la cuerda que tenía ceñida al cuerpo y la lanza al abismo del que saldrá Gerión (cf. Infierno XVI vv. 106-114). Dante había observado ahí que se trataba de la cuerda con la que intentó capturar a la «pantera» (Infierno I v. 32), es decir, era un símbolo del intento de salvarse por sí mismo. Él se tuvo que liberar de esa presunción antes de entrar en lo más hondo del infierno. Y por eso aquí, en el umbral del purgatorio, esa cuerda es sustituida por un cinturón nuevo que le ofrece otro. Se trata de una metáfora transparente: no podemos salvarnos con nuestras propias fuerzas, necesitamos que otro venga a recogernos y nos guíe. Y no podemos evitar recordar la página evangélica en la que Jesús le dice a Pedro: «En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Sé que el evangelista añade que «esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios» (Jn 21,19), pero siempre me ha parecido una imagen extraordinaria de la madurez, de la sabiduría. Mientras somos jóvenes pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, que nos las apañamos solos, que no necesitamos a nadie; después la vida nos enseña que no es así y entendemos que es más inteligente seguir, dejarse acompañar. Pero no se trata solo de una cuestión de edad, porque uno puede llegar a esta sabiduría siendo joven y otro puede vivir cien años sin haberlo aprendido.

      El segundo pasaje del Infierno al que remiten los últimos tercetos es la conclusión del canto de Ulises (Infierno XXVI vv. 136-142). Releamos los dos pasajes en paralelo:

      Venimmo poi in sul lito diserto,

      che mai non vide navicar sue acque

      omo, che di tornar sia poscia esperto.

      Quivi mi cinse sì com’ altrui piacque:

      oh maraviglia! chè qual elli scelse

      l’umile pianta, cotal si rinacque

      subitamente là onde l’avelse.

      Noi ci allegrammo, e tosto tornò in pianto:

      ché de la nova terra un turbo nacque

      e percosse del legno il primo canto.

      Tre


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