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Читать онлайн книгу.hizo por desprecio de la vida, como los suicidas condenados en el infierno, sino por defender un valor más alto que la vida misma, un valor sin el cual la vida no es digna de ser vivida. En la salvación de Catón percibo el eco de la afirmación de Jesús: «Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mc 8, 36). Hay algo que vale más que la vida: su valor, su significado. Y por este se puede morir. Como escribió recientemente Benedicto XVI: «Hay bienes que nunca están sujetos a concesiones. Hay valores que nunca deben ser abandonados en nombre de un valor mayor y que están incluso por encima de la preservación de la vida física. […] Dios es más incluso que la supervivencia física. Una vida comprada al precio de la negación de Dios, una vida que se base en una mentira última, no es vida».7 Naturalmente Ratzinger no se refiere al suicidio, sino al martirio; pero sus palabras me ayudan a entender las razones que impulsaron a Dante a situar a Catón entre los salvados, pues él también sacrificó su vida por afirmar el valor supremo de la libertad, sin el cual la vida «no es vida».
Simplificando para que resulte más claro, podríamos decir que el suicidio del condenado en el infierno es un acto de orgullo, mientras que el de Catón es un acto de humildad. Los suicidas del infierno reemplazan a Dios como señores de la vida y Catón ofrece a Dios su vida en sacrificio. A su dios, que es la libertad, naturalmente. Pero se trata en cualquier caso de un acto de sumisión, es decir, de humildad: «ofrezco mi vida por defender esa libertad que Otro ha dado a los hombres».
Tanto es así que ¿con qué luz brilla Catón? En su rostro se reflejan las cuatro virtudes cardinales con una intensidad tal que parece estar iluminado por el mismo sol. Esto equivale a decir que se mantuvo fiel a su corazón, al deseo que Dios puso en él —tan amante fue de la libertad—, que es como si hubiese visto un reflejo de la luz de Dios.
La oposición entre Catón y Caronte se manifiesta además en los diferentes modos de dirigirse a Dante. Caronte le había increpado enseguida: «Apártate de los que ya han muerto» (Infierno III v. 89), es decir: «Vete, no puedes estar aquí». En cambio, Catón, aun estando sorprendido por la presencia de Dante, no lo echa, sino que le pregunta (vv. 40-48):
¿Quiénes sois vosotros, que, contra la corriente del temeroso río, habéis huido de la prisión eterna? —dijo, moviendo aquella venerable barba—. ¿Quién os ha guiado? ¿Quién os alumbró para salir de la honda noche que mantiene siempre oscuro el valle infernal? ¿Se han quebrantado así las leyes del abismo? ¿O se ha dado en el cielo un nuevo decreto que permite a los condenados venir a mis grutas?
Una actitud diferente que puede parecer sutil, pero que es sustancial. Mientras que uno dice: «No es posible», el otro pregunta: «¿Cómo es posible?». Es una diferencia crucial en cualquier posición humana. Frente a algo que sucede y que va más allá de nuestros conocimientos, de nuestras expectativas, uno puede concluir: «No es posible, debe de ser un error, se trata de una mentira, de una ilusión»; y otro puede abrirse e interrogarse: «¿Cómo es posible? Pero ¿de verdad se puede? ¿Qué ha pasado para que cambien así las cosas?».
Esto vale tanto para el amor como para la amistad, o para el hecho de que hoy las cosas pueden ser distintas de ayer. El infierno permanece prisionero de lo que se da por hecho, en él no hay novedad posible: el amor no existe, los amigos menos, la vida solo nos reserva decepciones, cualquier cambio en el trabajo es una amenaza, y así sucesivamente. Por no hablar del pensamiento ideológico que aplica a cualquier suceso sus categorías a priori; las ideas prevalecen sobre los hechos, como dice el célebre aforismo atribuido a Hegel: «Si los hechos contradicen la teoría, peor para los hechos».8 En cambio, el purgatorio abre la puerta a una posibilidad inesperada: ¿qué ha sucedido, qué ha cambiado, qué novedad ha tenido lugar? Un hecho prevalece sobre las ideas: si hay un dato nuevo, tengo que cambiar la idea que tenía antes. Una nueva relación, una nueva amistad o un modo nuevo de trabajar constituyen una ocasión.
Si reparamos en ello, esta fue la actitud de la Virgen ante el anuncio del ángel. Ante el anuncio de que daría a luz a un hijo, contestó: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). No dijo: «Es imposible», que habría sido algo normal, algo perfectamente comprensible, sino: «¿Cómo será eso?». Si se quiere, pudo ser un asombro con cierto recelo, pero abierto a una posibilidad inesperada. Esta es la posición más acorde a la naturaleza del hombre, de la razón humana, como aprendí desde muy joven de don Giussani: «Por lo tanto, la posición del hombre […] es de “vigilancia”, de respeto, en espera de cualquier eventualidad, porque “para Dios todo es posible”. La misma sorpresa de que existan las cosas nos obliga a mantenernos en actitud de expectación ante lo imprevisible. Por lo demás, la categoría suprema para la vida de la razón es la categoría de la posibilidad».9 La primera evidencia de la razón es que la realidad la supera, es siempre mayor de lo que alcanza a comprender. Por eso la categoría de la posibilidad es su categoría suprema, porque por naturaleza no puede dejar de mantenerse abierta para reconocer algo nuevo, imprevisto, que sucede y supera todo lo que ya conocía.
Entonces Catón, que ama la libertad más que la vida y está abierto al imprevisto que sucede, es realmente la clave que nos introduce en el purgatorio, en la vida nueva que estrenamos.
Virgilio comienza luego un largo discurso para explicar quiénes son y por qué están ahí: estate tranquilo, las leyes de Dios no han cambiado, nadie puede salir del infierno; tanto es así que yo vengo del limbo y Dante es un vivo. Estaba a punto de perderse, pero «una mujer bajó del cielo» (v. 53) a pedirme que le acompañara en este viaje y, por eso, ahora te pido que nos dejes pasar. Te lo pido —prosigue (vv. 78-84)— por el amor de tu mujer, Marcia, que está en el limbo conmigo y que implora que la sigas considerando tuya.
En resumidas cuentas, Virgilio intenta conmover a Catón con el recuerdo de su amadísima esposa. Pero la respuesta no es la que cabría esperar: mientras estaba en la tierra —replica Catón (vv. 85-87)— la amaba tanto que accedía a todo lo que me pedía, pero (vv. 88-93):
Ahora que [Marcia] habita al otro lado del tenebroso río, ya no tiene poder sobre mí, por la ley que me fue dada cuando dejé mi cuerpo. Pero si una mujer del cielo te mueve y dirige, como has dicho, no son menester halagos; basta que me lo pidas en nombre de ella.
Las cosas han cambiado, querido Virgilio, las súplicas que llegan del infierno ya no me pueden tocar, pero si te ha mandado «una mujer del cielo» no se hable más, obedezco con gusto. Es como si Dante dijera que Virgilio habla todavía según la lógica del mundo antiguo, mientras que Catón le hace saber que estamos en un mundo nuevo. Sale a relucir enseguida la cuestión del amor, de la educación del amor, que es el hilo conductor del Purgatorio: el amor por Marcia fue clave para él, pero ahora Catón ya no obedece a Marcia, que fue signo del Amor en su vida terrena, sino al origen mismo de ese Amor.
Entretanto, en medio de esta peroración, Virgilio utiliza una expresión fundamental (vv. 70-72):
Dígnate acoger con complacencia su venida; va buscando la libertad, que es amada como sabe el que desprecia la vida por ella.
Se trata de una síntesis lapidaria de todo el recorrido de Dante: «Va buscando la libertad». Este es el objetivo del viaje y del camino de la vida: llegar a ser libres.
Y aquí podría surgir una objeción: pero ¿cómo es posible? ¿No habíamos dicho hasta ahora que el objetivo es la felicidad, la satisfacción del deseo? ¿Por qué ahora cambiamos a la libertad? Porque la libertad, tal como la entiende Dante, es la experiencia de una relación tan decisiva, tan capaz de afirmar tu valor y hacerte feliz, que te sientes libre de todo lo demás.
Para explicar esta cuestión a mis estudiantes les proponía un ejemplo.
Imaginemos a una chica en el colegio, ni guapa ni fea, que sufre un poco por el hecho de ser una persona normal, muy tímida y puede que un poco acomplejada. Y mira tú por dónde, un profesor parece haberla tomado con ella y se divierte asustándola. De manera que, cuando entra en clase, pasa el bolígrafo por la lista de clase y, mientras pronuncia la fatídica frase «hoy examinamos a…», la mira fijamente. Y ella se siente fatal porque luego, en casa, siempre le montan una escena: «Mira qué nota has sacado, ¡siempre igual!». Nuestra chica se siente presionada por