Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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sostiene explícitamente que el restablecimiento del orden fue un requisito previo para el despliegue de proyectos de formación estatal, por lo que la «pacificación» del mundo plebeyo pasa a ser una condición de posibilidad más que un componente activo de dichos proyectos. En tal contexto, el marco temporal y temático de su estudio queda un tanto desplazado del que encuadra a este libro12.

      La historiografía, en cambio, y por razones obvias de identidad disciplinaria, ha abordado de manera mucho más pormenorizada estos marcos temporales y temáticos, aunque lo que así se gana en «densidad» empírica y focalización analítica se tiende a diluir en las posibilidades de generalización que brinda un enfoque comparativo. Una importante excepción a esta tendencia es el reciente estudio de Hilda Sabato Republics of the New World, en el que se desarrolla un análisis a escala continental sobre el «experimento republicano» que atravesó transversalmente los procesos de construcción de estado en Hispanoamérica. Se reconoce allí explícitamente el aporte de los actores plebeyos a tales «experimentos», ya sea en clave de figuración autónoma o de adhesión a propuestas emanadas desde las clases dirigentes, alternativas que comparecen profusamente a lo largo de este escrito13. Lo común, sin embargo, ha sido el abordaje más circunstanciado de procesos o experiencias específicas. En consecuencia, y para completar las coordenadas de producción bibliográfica en que se enmarca este estudio, es necesario pasar revista, aunque sea de forma igualmente somera, a los estudios históricos que le han servido de base, y sin los cuales habría sido imposible emprender una aventura «trans-fronteriza» como la que este libro procura resumir. Siguiendo la misma secuencia en que se desarrolló la investigación que la subtiende, y que es también la que estructura el libro, se consignan a continuación aquellas obras que han servido principalmente para contextualizar la «construcción social del estado» en el Chile portaliano, el Buenos Aires rosista, y el Perú de Ramón Castilla.

      En términos generales, la historiografía chilena ha caracterizado al régimen portaliano como socialmente excluyente, disciplinario, o derechamente represor. Ya los autores decimonónicos «clásicos», como Diego Barros Arana, Benjamín Vicuña Mackenna o Rafael Sotomayor Valdés, hicieron notar la urgencia con que sus agentes acometieron la tarea de restablecer lo más rápido posible un orden social que juzgaban vulnerado por la «anarquía» del decenio precedente. Por su parte, los fundadores del así llamado «mito portaliano» (que identifica la figura del ministro con la rápida estabilización de la política chilena), como Alberto Edwards14 o Francisco Antonio Encina15, concibieron a los sectores populares como una «masa inerte» que no tuvo ni podía tener mayor injerencia en los debates y las decisiones colectivas, sin quedarle más alternativa que subordinarse a la conducción de quienes sí estaban capacitados para hacerlo. Esa «masa», afirma en su biografía del afamado ministro el segundo de los autores citados, «que formaba el 70 o el 80 por ciento de la población, era incapaz de pensar o de sentir políticamente, ni de velar por su propia suerte, simple carne de cañón de las turbulencias de los inquietos y los audaces».

      Historiadores posteriores, aun aquéllos contrarios a los postulados del «mito portaliano», coinciden en lo esencial con la evaluación consignada. Así, para Sergio Villalobos16, el ascenso del grupo liderado por Portales formó parte de una «reacción aristocrática» contra las reformas liberales, de presunto sesgo igualitario, intentadas por los sectores «pipiolos» (o proto-liberales) durante la década de 1820. Por su parte, Alfredo Jocelyn-Holt17 identifica al régimen portaliano como una fórmula no traumática de transición a la modernidad, administrada por una élite cuyas raíces seguían hundidas en un orden tradicional que encontraba su base en la hacienda y la subordinación campesina. Para Jorge Núñez Rius18, en un artículo en que el interludio portaliano se presenta como una crisis de hegemonía al interior de la aristocracia tradicional, las clases subordinadas no habrían sido más que «mudos espectadores de un drama con muy pocos protagonistas». A su vez, Ana María Stuven19 percibe en la mantención del orden social uno de los principales consensos de la clase dirigente chilena durante toda la etapa inicial de la república, particularizándose dentro de tal consenso la propuesta portaliana como una expresión más conservadora, y por tanto más excluyente, del ideario en vías de instalación. Por último, Simon Collier20 reconoce que el concepto de «pueblo» esgrimido en esta época como fuente de legitimidad excluía a los trabajadores, y que el régimen conservador inaugurado en 1830 «intentó sistemáticamente, aunque no siempre con éxito, disciplinar a los pobres y los trabajadores cada vez que pudo».

      La corriente historiográfica conocida en Chile como «Nueva Historia Social» ha recogido este diagnóstico de autoritarismo y exclusión, pero agregándole un componente más instrumental, que se encarna en el concepto de «disciplinamiento social». Gabriel Salazar, uno de los fundadores de dicha escuela, define la implantación del orden conservador como la derrota simultánea de la «participación soberana de la ciudadanía popular», y de un proyecto «social-productivista» que habría convocado a los sectores más autónomos del mundo popular, tales como labradores, artesanos y comerciantes ambulantes. En ese registro, la derrota popular emerge como condición necesaria para el despliegue de un proyecto patricio y mercantil que de allí en más monopolizó la conducción de los asuntos nacionales, tanto en lo económico como en lo político-social21. María Angélica Illanes22, por su parte, en un artículo ya clásico sobre la dimensión más abiertamente represiva de dicho régimen, afirma que su política social no se agotaba en el mero restablecimiento de las jerarquías tradicionales, como podría desprenderse de interpretaciones más convencionales, sino que apuntaba conscientemente a la implantación de un orden capitalista que requería de un proletariado social, económica y políticamente disciplinado. En una veta similar, Sergio Grez23 señala que «los albores de la transición al modo de producción capitalista exigían un disciplinamiento de la mano de obra en función de la economía del futuro, condición que el trabajador de tipo colonial estaba muy lejos de llenar». Esa tarea, el régimen portaliano la habría asumido como prioritaria y propia.

      En el plano del restablecimiento del orden interno, otra preocupación preferente de las autoridades portalianas, varios estudios han focalizado su interés en la erradicación de la guerrilla de los Pincheira, una de las expresiones más descollantes de rebeldía popular generadas por la coyuntura independentista, y que atravesó la Cordillera de los Andes para conformar un desafío social simultáneo a ambos lados de la frontera. Así, Ana María Contador da cuenta de la historia completa de ese fenómeno, recalcando la hostilidad de un segmento significativo del campesinado sureño frente al proyecto republicano implementado por las élites, tanto liberales («pipiolas») como conservadoras («peluconas»)24. Por su parte, la historiadora argentina Carla Manara enfatiza la dimensión política de esa guerrilla, cuestionando la representación básicamente delictual que en torno a ella tejieron los gobiernos a uno y otro lado de la cordillera 25. La representación delictual del bajo pueblo como forma de descalificación política y cultural es también analizada, proyectándola aquí al conjunto del período portaliano, por un reciente estudio de Marco León sobre la «construcción de un sujeto criminal»26.

      Finalmente, una investigación desarrollada por el autor de este libro en conjunto con Verónica Valdivia27, permitió comprobar que la instalación de los gobiernos de inspiración portaliana efectivamente se tradujo en una impronta sistemática de desmovilización política y restablecimiento del control social sobre sectores plebeyos activados o «anarquizados» por la coyuntura postindependentista. La recuperación del orden, prioridad máxima y expresa para dichos gobernantes, exigía una plebe respetuosa de la autoridad y dispuesta a ofrendar su trabajo, y hasta sus vidas, en aras de una grandeza nacional que pasaba ahora a definirse más en clave de progreso material o predominio geopolítico que de libertades públicas o participación ciudadana. La virtud republicana, tal como la entendían Portales y sus colaboradores, debía encarnarse no en un sujeto popular movilizado y deliberante, sino disciplinado, laborioso, y de moralidad «intachable», como lo ha establecido también, desde el ámbito de la cultura y las conductas colectivas, el trabajo de Maximiliano Salinas28.

      En consonancia con estas miradas, y en el entendido de que las fuentes no facilitan un acceso no intermediado al sentimiento y al


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