Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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pronunciada bajo un gobierno que se mantuvo en un estado casi permanente de beligerancia interna y exterior. Es verdad, como lo advierten reiteradamente los autores citados, que esta doble demanda podía inclinar la balanza en una u otra dirección, hacia una praxis gubernamental más coactiva lo mismo que hacia una disposición más dialogante. Con todo, ella podría ayudar a explicar la conducta más «populista» que en general exhibió el gobierno de Rosas, y que si bien no está claro que haya redundado en una mejoría «tangible» de la vida plebeya (sobre esto, las opiniones se mantienen divididas), a lo menos confirió a este proyecto de construcción estatal una sensibilidad aparentemente mayor que la de su contraparte portaliana respecto de la inclusión del bajo pueblo en la comunidad política. Manifestación de ello sería su mayor reconocimiento, simbólico y político, de las prácticas socioculturales de origen plebeyo (vestimenta, costumbres, formas de interacción y sociabilidad), y también el apego retrospectivo que generó en los sujetos populares tras su caída (aunque no se refiera a la experiencia bonaerense, es muy ilustrativo de este fenómeno el estudio de Ariel de la Fuente sobre la provincia de La Rioja53).

      Como en Chile y el Río de la Plata, las élites peruanas debieron enfrentar un complejo desafío de reconfiguración hegemónica y ordenamiento político-social, adicionalmente dificultado en su caso por un mayor arraigo de las estructuras coloniales, pero sobre todo por fracturas regionales, étnicas y sociales que, al combinarse, plantearon obstáculos mucho más serios para la conformación de un orden propiamente nacional. Fruto de ello, tras la obtención definitiva de su independencia en 1824, el Perú se precipitó en un período de intensas y desgarradoras guerras civiles que se prolongó durante más de dos décadas, postergando la formación de un nuevo orden estatal y exacerbando las tensiones que se venían arrastrando desde el gran estallido étnico que fue la Rebelión de Tupac Amaru II en 1780-1781. Fue sólo con la implantación de un régimen político más estable tras el ascenso al poder del mariscal Ramón Castilla en 1845, convenientemente respaldado por la bonanza guanera que había comenzado a desplegarse desde comienzos de esa misma década, que se dio inicio en el Perú a un proceso de construcción estatal análogo a los experimentados por Chile bajo el régimen liderado por Diego Portales, y en el Río de la Plata por Juan Manuel de Rosas. Es allí, por tanto, donde esta investigación se propuso indagar el papel que el naciente orden castillista visualizó para el heterogéneo y comprobadamente levantisco mundo popular que habitaba la sociedad peruana, y las formas en que los componentes de ese mundo recepcionaron su proyecto de reunificación política y social. Dicho en otros términos, cómo se entretejió socialmente esa construcción inicial del estado peruano.

      Al acometer esa tarea, naturalmente, el régimen de Castilla estuvo muy lejos de enfrentarse a una «tabla rasa». Como lo ha demostrado la historiografía, los sectores populares peruanos eran portadores de una tradición de movilización política y social que en algunos casos había alcanzado ribetes abiertamente subversivos. Esto resulta particularmente evidente en el caso de la población indígena, que para la época en discusión aún constituía una mayoría absoluta (más del 60%) de los habitantes del territorio, y que ya contaba a su haber con experiencias tan señeras como la de Tupac Amaru II, las rebeliones cuzqueñas de 1814-1815 encabezadas por los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua, y la Rebelión de Huanta de 1825-182854, sin contar las numerosas revueltas menores que Charles Walker ha reunido bajo el concepto de «rescoldos humeantes»55. Para esas comunidades indígenas, cuya autonomía se había visto favorecida por las guerras caudillistas del período 1825-1845, la incorporación a un nuevo régimen político ciertamente no sería una concesión sin exigencias de reciprocidad.

      Por su parte, y aunque con menos respaldo «orgánico» o corporativo que dichas comunidades, tampoco los otros sectores plebeyos habían carecido de instancias y expresiones propias de protagonismo, como lo han demostrado Christine Hunefeldt56, Carlos Aguirre57, Peter Blanchard58 y Maribel Arrelucea con Jesús Cosamalón59 para el caso de los afrodescendientes; Iñigo García-Bryce para los artesanos limeños 60; o Sarah Chambers para la plebe arequipeña61. En términos más genéricos, varios estudios recientes sobre la conformación del orden republicano en el Perú demuestran que los grupos populares fueron una presencia permanente en los comicios políticos o electorales de la época, corroborando en tales lides su condición de actores relevantes e informados62. En suma, los planes castillistas de reordenamiento político difícilmente podrían haberlos contemplado como un elemento meramente pasivo.

      La imagen convencional del régimen castillista ha relevado profusamente su presunta sensibilidad frente a esos sectores sociales, expresada a través de acciones tales como la abolición de la esclavitud o la supresión del tributo indígena (ambas decretadas en 1854), las que le habrían ganado a su conductor profundos sentimientos de adhesión y lealtad plebeya, cristalizados en el epíteto de «Libertador». De alguna forma, lo que se pretendió en esta investigación fue poner a prueba la efectividad de esa imagen, y a través de ello sopesar la incidencia del factor popular en la construcción social del estado peruano decimonónico. Considerando la profunda fragmentación política en que se venía debatiendo el país desde su independencia, así como la existencia de poderosos núcleos disidentes de origen caudillesco o regional, era dable suponer que Castilla, retratado tanto en la época como por la historiografía posterior como un político de gran habilidad, hubiese tenido buenas razones para buscar alianzas en diversos sectores sociales, incluyendo una plebe urbana o un mundo indígena ya significativamente movilizados por las coyunturas políticas anteriores, y cuyo encuadramiento bajo un nuevo régimen de dominación constituía un requisito ineludible al momento de restablecer el tan anhelado «orden».

      Como base historiográfica general para la realización de este ejercicio, fue muy alentador constatar que el diagnóstico formulado por Paul Gootenberg hacia fines de los años ochenta sobre «la falta de investigaciones básicas sobre el Perú de principios del siglo XIX»63, ha sido macizamente revertido por la producción historiográfica más reciente, debiéndose sí consignar que la obra clásica de Jorge Basadre sigue siendo una referencia ineludible a la hora de reconstituir la historia de ese accidentado siglo 64. El propio Gootenberg ha contribuido a superar esa carencia a través de su obra recién citada sobre la formación económica del Estado peruano, complementada posteriormente por otra sobre el pensamiento económico en el período de la bonanza guanera65. A ella se agregan diversos y sofisticados estudios de alcance nacional y regional sobre el período inmediatamente posterior a la independencia, preludio de la «consolidación nacional» protagonizada por Castilla. Así por ejemplo, para el ámbito económico se dispone de los estudios de Alfonso Quiroz66, Carlos Contreras67 y Javier Tantaleán68; de los dedicados a la minería por el propio Contreras69 y por José Deustua70; y del consagrado a la «conexión británica» por Heraclio Bonilla71. De la organización política se han ocupado Víctor Peralta72, Cristóbal Aljovín73, Gabriella Chiaramonti74 y Carmen Mc Evoy75, en tanto que a nivel regional se cuenta con las excelentes monografías, ya citadas, de Charles Walker sobre el Cusco y Sarah Chambers sobre Arequipa, ambas profusamente preocupadas por los procesos de construcción hegemónica y politización popular que esta investigación intenta explorar para el posterior período castillista.

      La actuación plebeya en estos procesos también ha sido objeto de importantes estudios recientes en sí misma. Considerando la conformación demográfica del Perú, debe otorgarse primacía en este plano a los estudios sobre el mundo indígena, tanto los que abarcan el conjunto del siglo XIX (Florencia Mallon76, Nelson Manrique77, Christine Hunefeldt78, Mark Thurner79), como los volcados hacia situaciones más específicas, como la insurgencia «iquichana» historiada por Cecilia Méndez80, la evolución económica, social y política de la provincia puneña de Azángaro (Nils Jacobsen81), o el papel del tributo en la construcción del estado republicano (Víctor Peralta82, Carlos Contreras83). Todos ellos refutan la supuesta impermeabilidad o indiferencia de esos actores frente a la política «nacional», demostrando por el contrario que las comunidades indígenas se involucraron consistente y sistemáticamente, y por distintas vías, en los debates encaminados hacia la construcción de un


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