El beso de la finitud. Oscar Sanchez
Читать онлайн книгу.y ofendido en lo más íntimo, repitiéndose como el ajo durante todo un párrafo que más parece salido de la pluma de Don Miguel de Unamuno que de la suya propia. Pero es que hasta Unamuno admitiría que la razón es una cosa y la vida otra4. Sólo se justifica en la ira justiciera que Parménides le insufla desde la distancia histórica el que Frege quiera exterminar las Geometrías No-euclídeas, que son un portento de la razón, para que queden arrumbadas junto con la Alquimia y la Astrología. Precisamente porque son falsas, en opinión de Frege… ¿qué necesidad hay de barrerlas del mapa? También el ilusionismo y la prestidigitación tienen truco y en ninguna nación se mete a los magos en la cárcel por serlo. Lo que ocurre es que Frege no le encontraba el truco a Riemann o a Lobachevski, y eso le ponía enfermo. Podías plantear una geometría tetradimensional y funcionaba, como Riemann, o una multidimensional y tiraba para adelante, como con Lobachevski. La novedosa Relatividad de Einstein se apoyaba en Riemann, y sucesivos experimentos cruciales daban la razón a ese sindios, que digo, a ese contradios. ¡Tu quoque, realidad física!: Frege se subía por las paredes. Y es que si hasta las sacrosantas matemáticas son susceptibles de una pluralidad de interpretaciones vana es nuestra fe. Suelo decir a mis alumnos que Occidente es esa entelequia histórica que se define fundamentalmente porque hubo un hombre no muy simpático, que odiaba las habas y el cuerpo, pero que amaba el cielo estrellado y gobernar una ciudad, que afirmó muy seriamente que la naturaleza está estructurada conforme a proporciones numéricas. Como otros posteriormente le hicieron caso, de aquello a poner un Airbus de 640 toneladas en el aire ha pasado, si lo miráis bien, poquísimo tiempo. El homo sapiens sapiens lleva más de 100.000 años sobre la tierra, y sólo han sido necesarios los últimos 2.500 para dar el salto de los modos musicales griegos a una mesa de mezclas, y la diferencia estriba fudamentalmente en ese sectario de Pitágoras, del que sabemos muy poco y todo en bruma de leyenda. Las matemáticas marcan la diferencia, las matemáticas son el arquetipo de toda verdad en Occidente, son en sí Occidente más allá de folclorismos como el Imperio Romano o la Iglesia Católica –estoy exagerando bastante en pro de subrayar el argumento5. La Civilización Maya también había adelantado mucho en matemáticas, pero las convirtieron en un lenguaje secreto, mistérico, reservado a los sacerdotes. Europa, en cambio, enseñaba matemáticas en las universidades medievales (el famoso Quadrivium) públicamente y sin preocuparse de latazos mágicos, que para reprimir tales tendencias ya estaba la Gestapo aristotélica de la Santa Inquisición –para algo tuvo que servir, después de todo–, y tras muchos grandes talentos engendró a un señor, Galileo Galilei, que sostuvo que “el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos”, lo cual es una forma semiótica de tomar el relevo de Pitágoras sin comprometerse demasiado en términos ontológicos.
A Frege, en nuestro pasaje, llega un momento en ya no le importa si se impone la Geometría euclídea o la no-euclídea, sólo exige enrabietadamente que sea una y solo una, monoteísmo matemático, porque esa única coincidirá por fin con el mundo físico, que sólo puede ser, a su vez, también uno. No se da cuenta, tal vez, de que la “única versión” del mundo (de ahí nuestro término “Uni-verso”) no tiene como fuente al mundo mismo, tal como él sea, que debiera ser de alguna manera uno, sino una previa exigencia lingüística, de raigambre filosófica como hemos visto. Heidegger la llamó, después, Metafísica, en un sentido distinto a Kant o Comte. Metafísica es ese marco general del saber occidental que, al menos desde Parménides, obliga a pensar que existe un régimen de enunciados único que denota una realidad así mismo única sometida a él. O dicho más por lo largo y técnico: Metafísica es lógica de la identidad basada en una ontología de la presencia que tiene como modelo paradigmático la necesidad matemática. Pero… ¿qué significaría, bien pensado, la “unidad del mundo en sí, tal cual”? El problema no es, como lo veía Kant, que ese mundo “tal cual” pueda o no ser conocido al margen de toda representación. El problema es que aunque efectivamente fuese único, y tuviésemos acceso directo a él (como lo tendría el propio Dios en persona, Él también único y soberbiamente celoso de su unicidad al igual que el Alá musulmán, que lejos de haber muerto está bien vivo), sólo podría ser unitario siendo estático, como la esfera parmenídea. De lo estático, sin embargo, no hay manera humana o filosófica de extraer la diferencia y el movimiento, que era justamente lo que se tenía que explicar, a riesgo de terminar como los mayas, en posesión de un saber que ni se usa ni se difunde ni progresa ni sirve para nada.
Llamaré aquí “platonismo”, más que “eleatismo” –de Platón conservamos 36 textos largos, de Parménides doscientos y pico versos– a esa actitud extraña que olvida qué era “aquello que había que explicar” para declarar más reales las explicaciones que dan cuenta de ello. Y digo que es muy extraño, extrañísimo: queremos explicar por qué hay tormentas, por ejemplo, así que el platonismo consiste en evitar las nubes o los rayos concretos, y preferir la explicación general acerca de la causa de las nubes y de los rayos. Una vez explicada la tormenta, ya no es precisa la tormenta. Podría no tener lugar ninguna tormenta más en la historia natural de la Tierra y seguiría siendo una verdad incontrovertible el funcionamiento de la humedad y la electricidad en suspensión aérea, por ejemplo. Tiene más realidad, más ser, la explicación que lo explicado: esto es el platonismo del que todavía vivimos, o del que vive mucha ciencia. ¿No es asombroso? Invertir el platonismo, como fue el lema de Nietzsche, no consiste en algo raro, al estilo de Deleuze o Foucault (que hablan de extravagancias tipo “el simulacro” y demás), consiste sencillamente en devolver estatus de realidad al fenómeno sobre el cual opera la filosofía, o sea, constatar que ocurren ciertas cosas, como hemos visto al principio, que el hombre interpreta quiera o no quiera, o en cuya interpretación consiste lo humano del hombre –todo lo demás que queráis señalar como típicamente humano o proviene de aquí o es compartido con el resto de los animales. La realidad antecede analíticamente hablando al discurso humano que pretende nombrarla, y pensar al contrario es una demencia total a la que nos hemos acostumbrado y a la que yo he denominado aquí platonismo, pero que en realidad es comúnmente conocida como “ciencia”6. Un señor es científico cuando le dice, por ejemplo, a sus alumnos, que la Ley de Ohm es real sin necesidad de traer ante sus ojos un circuito eléctrico. En las practicas ya entrarán los chicos algo tímidos a comprobar torpemente que eso que decía el profe en clase se cumple, bajo las condiciones impuestas por el profe, claro, pero eso es secundario, puesto que la Ley de Ohm subsiste por encima de los experimentos chapuceros que los chavales puedan hacer, ya que existe en un lugar superior que Platón llamaba kosmos noetós, los cristianos la Inteligencia Divina, Kant el plano trascendental y Popper el Tercer Mundo.
El monologismo es lo mismo que la Metafísica, esa convicción que hemos visto en Frege de que sólo un sistema de enunciados puede dar cuenta de la realidad, de tal manera que el resultado es que los enunciados terminan por hacer las veces de la realidad única (sigo con mi ejemplo: qué es una tormenta lo encontrarás en un manual de Metereología, no en mitad del Atlántico; millares de marineros han sufrido tormentas espantosas sin saber lo que eran…) Y una realidad, por cierto, que impone necesariamente el dualismo, puesto que como sigue habiendo mundo empírico, diverso y fluyente, este mundo no es como debería ser, el pobre. Sólo la tormenta del libro de Meteorología es como debiera ser, por eso es, mientras que la de George Clooney, aunque se diga “perfecta”, se sale de los parámetros, y por eso es menos o es distorsionadamente. Todo monologismo, toda Metafísica, es dualista, le guste o no. Tenemos el mundo de las verdades eternas, que aseguran una estabilidad de la referencia para nuestro lenguaje científico y también a veces político, y está el cenagal de la vida corriente, que se mueve entre apariencias e ilusiones que habrá que corregir por grado o por fuerza. Hasta el marxismo es una filosofía dualista, puesto que establece unas Leyes de la Historia (no comulgo con los lectores de Althusser) que debieran regir las transformaciones productivas y un mundo económico-político que se empeña obstinadamente en seguir su propio rumbo. Lo que hay nunca se corresponde con lo que debería haber, pero es que lo que hay es experimentable, y lo que debería haber sólo algo puramente lógico, enunciativo… Es un disparate colosal, pero que ha conquistado enteramente el globo terráqueo. Nos trasladamos en Airbus no porque apliquemos el método científico experimental, consistente en acumular observaciones de la naturaleza y tratar de deducir de ellas leyes generales. Eso ya lo hacía Aristóteles, que era un genio absoluto, y no inventó ni la bicicleta. Viajamos en Airbus precisamente porque en cierto