El beso de la finitud. Oscar Sanchez

Читать онлайн книгу.

El beso de la finitud - Oscar Sanchez


Скачать книгу
ya no cargo prejuicios relativos a una interpretación de la naturaleza o de la divinidad porque ahora yo defino mis propios conocimientos y mis propias normas morales, y ello con el mismo carácter de necesidad y universalidad que emanaba de la Naturaleza o de Dios. Por eso Kant formulaba ese sapere aude con tanto vigor. Atrévete que encontrarás, y lo que encontrarás está más cerca de ti de lo que crees, más aún: eres tú, adecuadamente purificado –la sabiduría siempre resulta de una purificación, desde Empédocles y Pitágoras en adelante. El propio Kant se sometió a sí mismo en cierto momento a un conjunto de máximas vitales estrictas que hicieran posible “un nuevo Kant”, y a este proceso lo denominó palingénesis, volver a nacer. El sabio moderno, ilustrado, no duda de todo, no se queda en pelota viva como nos quiere hacer creer, sino que vuelve a nacer –una conversio no por casualidad semejante a la cristiana–, y con ello se inviste de un orden epistémico tan rígido o más como el del estoicismo o la teología. Sólo que ahora, quién traicione o subvierta las Categorías del Entendimiento o el Imperativo Categórico, traiciona a la Humanidad entera en el interior de sí mismo (en cierto sentido es mucho peor que la Iglesia, porque si mi vecino ofende a Dios, no tiene por qué ser asunto mío, allá él, sobre todo si soy protestante, pues que haga penitencia, pero si nos ofende a todos se hace con ello inhumano, inaceptable en la comunidad de los vivos... Fin de la Inquisición; Incipit Monsieur Guillotin...) No obstante, me parece que esa cristalización del sabio como hombre sumamente recto y que conoce los límites inviolables pero positivos del ser humano que nos brinda Kant es de lo mejor que tenemos hoy. ¿Qué, si no? ¿El señor que dice “ir hacia una estrella, sólo eso”, y que “sólo un dios puede salvarnos”, mientras él espera la caída de los higos chumbos, inspirándose en Hölderlin o Rilke? ¿El propio Wittgenstein, un hombre religioso atormentado y terriblemente perfeccionista? ¿Steve Jobs, que encarna la sabiduría estilo Disney de alcanzar tus sueños a toda costa aunque te descalabres o pises cuellos ajenos por el camino? ¿La sabiduría rústica y ruin de un Benjamín Franklin, que enseña al hombre hecho a sí mismo a ahorrar, ser frugal, mirar por el futuro y construir un imperio “tacita o tacita”? ¿O, por el contrario, el epicúreo contemporáneo, desatado, que se gasta una fortuna en sus caprichos sin parar mientes en el destrozo que deja a su paso –aunque lo sabe y sufre algo por ello, sobre todo en lo que toca a su propio destrozo: “Epicuro de Esparta”, cantaba Joaquín Sabina–, al tiempo que deja caer sentencias a sus allegados acerca de lo efímero de la vida y lo necesario de exprimirla a tope? Richard Rorty fue el último, hasta donde yo sé, que formuló un ideal de sabiduría individual y colectivo, al que denominó “ironista liberal”. Un ironista liberal está infinitamente más cómodo con la vida que le ha tocado que Kant, tanto que se puede permitir ponerla en cuestión en la teoría, siempre que no se la toquen en la práctica. El ironista liberal sabe que lo que sabe no es más que una concreción histórica de la sabiduría como hay tantas, de manera que hasta se siente un poco artista, ya que es capaz de moverse a otros lugares mentales en los que ser otra cosa, pensar y sentir de otro modo. Eso sí, las instituciones que protegen esa libertad, aunque meramente pragmáticas, se justifican por sí solas, de modo que Rorty llamará a la policía si pones un pie en su propiedad en nombre del ironismo relativista. Rorty propone, en fin, algo así como el Sócrates insatisfecho y el cerdo satisfecho de Stuart Mill fundidos en un solo molde de sabio mantenido con en un equilibrio precario.

      Nada de lo dicho, pues, nos sirve para la emergencia que habitamos hoy y habitaremos tal vez para siempre. Estamos encerrados en esta bola sin duda maravillosa pero que se va a pique, y lo único que está claro es que la supervivencia digna será asunto de colaboración colectiva, de actantes en red como dice Latour. El viejo ideal del sabio se ha tornado en orteguiano, de modo que el sabio será el sabio y sus circunstancias, y si no las salva a ellas no se salvará a sí mismo. El estoicismo profundo de nuestro esqueleto occidental nos ha impuesto desde siempre la manía desarraigable de que el hombre de verdad es, primero varón, y luego autosuficiente. La autarquía, el valerse uno únicamente de uno mismo, moral y cognoscitivamente, es el secreto de la moral en Occidente, y lo que sabemos de Oriente no parece que sea muy distinto –por eso, por cierto, los sabios han de aparecer viejos, incluso el propio Dios: resulta más fácil al hombre marchito y cada vez más ensimismado en sus recuerdos sujetar sus pasiones... Pues bien, esto es lo que ya no puede ser, no porque se haya quedado obsoleto sin más, o porque, como apunta el feminismo, sea agresivo y triste, sino porque es una manera de ser (una forma de subjetivación, una tecnología del yo, que diría Foucault) que nos introduce más a fondo en la tormenta perfecta, en vez de sacarnos o por lo menos bandearnos en ella. Yo no sé lo que hay que hacer, o si no el sabio sería yo, y no tengo ni la edad, ni la preparación ni la posición social ni los redaños necesarios. Pero me gusta mucho este famoso pasaje de un discurso de Václav Havel, ex presidente de la República Checa fallecido en 2011, que pese a ser un genuino animal político consiguió, como Nelson Mandela, no dejar del todo de ser un ser humano –y hasta un escritor, un dramaturgo y un filósofo...¿tal vez un sabio…?:

      La esperanza no es un pronóstico (...) Siento que sus raíces más profundas están (...) en las raíces de la responsabilidad humana (...) La esperanza, en su sentido profundo y poderoso, no es lo mismo que la alegría de que las cosas vayan bien o la voluntad de invertir en iniciativas que, obviamente, se dirigen a un éxito temprano, sino más bien la capacidad de trabajar por algo porque es bueno, no sólo porque tiene una oportunidad de éxito. Cuanto más poco prometedora es la situación en la que demostramos esperanza, más profunda es esta. La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo va a salir bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte (...) Es también esta esperanza, sobre todo, la que nos da la fuerza para vivir y probar continuamente cosas nuevas, incluso en condiciones que parecen tan desesperadas como las nuestras, aquí y ahora.

      La expresión clave es, para mí, la “convicción de que algo tiene sentido”. Desde luego, no puede tener sentido dejarnos llevar por el desastre mientras que tocamos como la orquesta del Titanic. La sabiduría, hoy, debe tener que ver con alentar esperanzas, pero esperanzas bien informadas, con sentido. Sencillamente porque la esperanza no es un estado del alma, sino una actividad de la persona entera. Aquel que no espera lo mejor –y no “una estrella”, en abstracto, como Heidegger–, aun a sabiendas de que su anhelo no está garantizado por nada ni nadie, tampoco hace nada para conseguirlo, y por tanto se enreda en un círculo vicioso, en una profecía autocumplida. Así resulta fácil ser sabio, incluso profeta.

      Como me duele una muela, y no pienso ir al dentista, adivino que lo voy a pasar mal. Es tonto, pero además tiene poco mérito. Lo que tiene mérito es decir “sólo sé que no sé nada, como Sócrates, pero si me duele una muela lo que parece tener sentido es dejar de comer bombones y abrirme una cuenta en una clínica odontológica; no tengo seguridad de que eso vaya a eliminar el dolor, y mucho menos a hacerme feliz, pero al menos no es estúpido, y siempre es mejor haber amado y haber perdido que no haber amado jamás, como dijera Lord Tennyson” (buscadlo en el ignorante del Google si no os lo creéis...), es decir, haber intentado hacer algo, obtener alguna victoria, que quedarse cruzado de brazos. Ya se ha dicho, en fin, alguna vez, en una afortunadísima expresión: contra el estoicismo, “el futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”...

      10 Aunque en realidad lleno de trampas, como he intentado hacer ver arriba. La teoría del actante-red da nuevos motivos para ello, puesto que me parece que implica dos cosas: la disolución del Sujeto y una Ontología Pluralista. El que el Sujeto moderno se diluye en un plexo inestable de referencias cruzadas –empleando un ejemplo de Latour, un avión no es un avión, ni siquiera es la compañía aérea que fleta el avión: es la tecnología que lo hace posible, la economía que permite construirlo y tasa el precio del pasaje, la extracción social de la tripulación, la calidad del catering, una crisis mundial, como vemos ahora, y un largo etc.–, lo muestra bien a las claras el hecho de que los sujetos tradicionales se han vuelto no débiles, como quería Vattimo, sino completamente estúpidos e incompetentes. El poder político de un Trump, que sembraba más caos que orden, el poder económico de un Musk, que amenaza con la facultad de dar un golpe de estado donde le apetezca, al tiempo que denuncia la cuarentena por “fascista”, la actuación antiespañola de ciertos partidos españoles, la inoperatividad completa


Скачать книгу