El beso de la finitud. Oscar Sanchez
Читать онлайн книгу.además no ha oído hablar del emergentismo de sistemas, que es fascinante. No son los organismos, o la evolución, los que se sirven de simulacros como los negocios o el altruismo para continuar su estúpida tarea de prolongarse indefinidamente, es la lógica interna de los negocios de los hombres, o del altruismo de las hormigas, la que se vale de esa especie de leyes básicas de funcionamiento del devenir para alcanzar sus fines, a menudo torciéndolas astutamente –Newton formuló la Ley de Gravedad, pero la física de un avión se apoya en ella para despegar. De modo análogo, que el Universo sea una simulación o no importa poco, ya que sea como fuere ese trasfondo ontológico es aquello que por un motivo u otro, o por ninguno (y los humanos, en mi opinión, jamás resolveremos ese misterio, ni falta que nos hace, porque nuestro élan es crecer…), resulta imprescindible para que el asesinato de Kennedy o una novela de Faulkner puedan tener lugar.
Tal vez existan los dioses, y palpen el tejido de lo real. Pero si tú eres un simple mortal, y al pedirle salir a alguien te responde que no podría decidirlo, porque lo mismo estamos viviendo una simulación global, no es que sea un espíritu soñador o perplejo, es que te está dando unas calabazas como unos panes de grandes. La hormiga no puede pensar, entendiendo por pensar la forzosidad de tener que gestionar futuros alternativos, que es el fastidio eterno, y a la vez el privilegio magnífico, del Dasein. No obstante, todos esos futuros que se nos abren a cada paso son tan simulados como reales, reales en tanto simulados, simulados en tanto reales. “-¡Mamá, quiero ser artista!”; “-Hijo, tú lo flipas…”: tanto él hijo como la madre tienen razón a la vez. El hijo se ha inventado ese futuro mirándose al espejo disfrazado de Lizza Minnelli, o sea que es cierto que lo flipa, pero ese flipe es mejor que fliparse de que vas a ser Pablo Escobar, de manera que sí, puestos en la tesitura prefiere ser artista. La gran pregunta metafísica del s. XXI, con los problemas verdaderamente apocalípticos que tenemos encima, debería ser entonces “¿y si el mundo no fuera de ningún modo una simulación?” Porque en tal caso habría que salir de habitación, olvidarse de la metafísica de salón, sacar la basura previamente separada, no pensar que el tío durmiendo en un portal es un perdedor, encaminarse a una ONG o lo que sea a ver en qué se puede ayudar, despedirse del saltamontes del parque no vaya a ser que se extinga mañana, dejar de tomarse en serio las superproducciones americanas y desengañarse un poco de las ideologías circulantes leyendo por ejemplo a René Girard, cuando escribe, en Mentira romántica y verdad novelesca (de 1961)…
El novelista, por su parte, desconfía de las deducciones lógicas. Mira a su alrededor y se mira a sí mismo. No descubre nada que anuncie la famosa reconciliación. La vanidad stendhaliana, el esnobismo proustiano y el subterráneo dostoyevskiano son la nueva forma que adopta la lucha de las conciencias en un universo de no-violencia física y, si es necesario, de no-violencia económica. La fuerza no es más que el arma más grosera para unas conciencias enfrentadas entre sí y corroídas por su propia nada. Privadas de esta arma, nos dice Stendhal, fabricarán otras nuevas que los siglos pasados no han sabido prever. Elegirán nuevos terrenos de combate, al igual que esos jugadores empedernidos a los que una legislación paternalista es incapaz de proteger de ellos mismos pues, a cada prohibición, inventan nuevas maneras de perder su dinero. Sea cual fuere el sistema político y social que se consiga imponerles, los hombres no alcanzarán la felicidad y la paz con la que sueñan los revolucionarios, ni la armonía balante que horroriza a los reaccionarios. Siempre se entenderán lo suficiente como para no entenderse nunca. Se adaptarán a las circunstancias que parecen menos propicias a la discordia e inventarán incansablemente nuevas formas de conflicto.
Pues eso es la realidad empírica: lo que obra, lo que opera, lo que tiene lugar, siempre e incansablemente atravesando “nuevas formas de conflicto”. Tanto es así, que todas las modalidades de simulación que hemos proyectado aposta los hombres también implican su propia problemática, o nadie se hubiera interesado en ellas ni las hubiese engendrado –nos encanta complicarnos la vida, que nadie se haga el disimulado. Únicamente se pueden calificar de completa simulación los paraísos sin fin ni dificultades que te venden desde la religión, la política, el amor romántico, el aprender/divirtiéndose o el marketing; de esos sí que hay que salir huyendo, como si fueran demogorgons…
13 En El Topo de John Le Carré lo dice el malo, el agente doble, Colin Firth en la película: a ver si es que estamos permitiendo que el mundo occidental se nos esté volviendo tan feo y desesperanzado como lo fue el bloque soviético…
14 ¿Y cómo podríamos saber jamás que efectivamente hemos “salido de aquí”? Como ocurre en Origen de Nolan, a una capa de sueño podría seguirle otra, y las matriuskas continuar ilimitadamente. Neo es un poco ingenuo, si después toda una vida en Matrix da por hecho que Morféo y Sion no son otra simulación. Por eso los filósofos pre-modernos, que son mucho más inteligentes de lo que los modernos nos han querido hacer creer –yo los tengo por muy superiores–, hacían notar que un proceso explicativo no puede retornar al infinito, y que si, por ejemplo, un reflejo de luz llega hasta la pantalla de mi ordenador, es posible que a su vez provenga de otro reflejo, pero ese encadenamiento no puede llevarse al infinito. Si en mi pantalla hay un reflejo, es que con toda seguridad existe una fuente de luz que por su parte no es un reflejo, y de ahí la Filosofía Primera y la Física de Aristóteles, así como las Cinco Vías de Santo Tomás. Una imitación precisa de un modelo originario para serlo, diga lo que diga Jacques Derrida.
15 Antonio Escohotado solía decir, muy leibnizianamente, que real es todo aquello cuyo infinito, inagotable detalle concreto es imposible de reproducir o simular. Es muy bonito, pero eso es precisamente lo que los tecnólogos están tratando de subsanar mediante sus famosos algoritmos. Un algoritmo no es más que una “instrucción” cibernética, pero queda mejor decir “algoritmo”, para impresionar a la gente lega. No es impensable un algoritmo de diseño que detalle infinitamente un objeto virtual, sería como el Cálculo Infinitesimal de Leibniz aplicado a una realidad artificial: no se da toda su inagotable concreción en acto, pero la función puede estipular cada infinitésimo particular, que es como el Dios de Leibniz calculó el cualitativamente infinito mundo creado y también todos los infinitos mundos posibles e inexauribles que descartó…
Coronavirus global y darwinismo amañado
Las grandes cosas son cumplidas por hombres que no sienten la impotencia del hombre. Esta insensibilidad es preciosa.
Paul Valéry
La ciencia jamás se ha construido con “evidencias empíricas”. Lo empíricamente evidente es, por ejemplo, que las piedras caen, pero el humo sube, de manera que a partir de eso es imposible deducir la Ley de Gravedad de Newton. La ciencia consiste en imaginarse una situación hipotética, y después tratar de verificarla mediante un operativo matemático. Así fue, sin ir más lejos, como Einstein llegó primero hasta la formulación especial y luego hasta la ampliación general de la Relatividad, a través de dos actos de su imaginación que nos ha descrito honestamente. Por lo visto, ni siquiera era un gran matemático, Einstein. Si los que le precedieron, como Maxwell y Lorentz, no vieron lo que él vio, pese a ser mejores científicos que él y no trabajar de chupatintas en Berna es por eso: porque no lo “vieron”, sin más. Y para verlo había que imaginarlo. Si quieres ser científico y para ello crees que tu deber principal es acumular evidencias empíricas, llegarás a ser un gran coleccionista, como Don Giovanni, o un gran taxonomista, como Linneo, pero nunca pasarás de la epagogé, es decir, de la “inducción” aristotélica. Con la epagogé en la mano se es un estudioso honrado, que no fuerza a la naturaleza a confesar leyes generales que no la corresponden, pero nunca llegarás a nada, nadie conocerá tu nombre y no recibirás ningún gran premio.
Charles Darwin se vio en esa misma tesitura. La teoría de la evolución ya había sido concebida por otros antes que él, incluido su propio abuelo. Y Charles tenía en su poder una colección de observaciones de las Islas Galápagos realmente excepcional, con las que algo tenía que hacer. En un principio, escribió El origen de las especies aplicando sobre tal asombroso material un vago evolucionismo que, de todas formas, ya estaba en el aire de su