El beso de la finitud. Oscar Sanchez

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El beso de la finitud - Oscar Sanchez


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en una estadística que no hubiera manipulado yo mismo”): y tres, y la más importante, cuando oigáis hablar de la “Naturaleza”, esa bella y hospitalaria dama que nos ha dado vida y que acogerá nuestras cenizas en su maternal seno pero que también genera virus malos –o si no malos, surgidos del Antropoceno pero contra el Antropoceno–, recordad que muy a menudo no es tan reticente como parece a aceptar sobornos...

      16 Darwin no sabía que áspera sátira de la humanidad y especialmente de sus conciudadanos escribía al demostrar que la competencia libre, la lucha por la vida, celebrada por los economistas como la conquista más alta de la historia, es el estado moral del reino animal (Friedrich Engels, en La comedie inhumaine de André Wurmser).

      En el 250 aniversario del nacimiento de Hegel y Hölderlin...

      El secreto del Idealismo Alemán, dijo en una ocasión el único maestro vivo que he reconocido como tal, por lo menos en Filosofía, es que la Libertad es el fundamento de la Lógica. Parece que nadie sabe esto tan sencillo de formular, pero tan rico en consecuencias, en los circuitos filosóficos hispánicos, así que lo trato de explicar hasta donde yo llego, que será poco. La única manera de dar cuenta de por qué el ser humano no parece estar sometido a la causalidad natural, como lo están, según el mecanicismo moderno, todos los demás entes, es postulando que el hombre se ha colocado a sí mismo como Sujeto, situando en ese mismo acto ontológico a la naturaleza como Objeto suyo. Esto no sucede, claro, en el interior del individuo particular, aunque algún Stirner o algún Nietzsche hayan coqueteado con esa idea tan peligrosa –muy peligrosa porque entonces tú, lector, serías Objeto mío como yo lo soy tuyo, de modo que la guerra por determinar cuál de los dos es el verdadero Sujeto estaría servida... El individuo particular es demasiada poca cosa para semejante proeza ontológica –este lenguaje épico mío no es en absoluto ajeno a Fichte, por ejemplo–, somos demasiado cuerpo menesteroso y mortal, demasiada conciencia pobre y deficiente, meros “yo(es) empíricos”, por decirlo en términos de Kant. Únicamente el Yo Trascendental puede haber ejecutado la operación antropogónica (me inventó un tanto el término, quiero decir en virtud de la cual lo humano del hombre se funda y se origina de y en el propio hombre), ese agarrarse a sí mismo de la coleta y sacarse del charco, como hiciera por aquel entonces un literario Barón de Münchaussen. Como es un acto originario, no responde a una causa anterior. Sería absurdo decir que la Voluntad Pura Práctica de Kant o el “Yo es yo” de Fichte se deben, por ejemplo, a que el hombre fue el único animal que consiguió tener las extremidades superiores libres, o que descubrió cómo encender fuego, o cuyo cerebro se desarrolló en mayor tamaño respecto de su cuerpo. Mucho mayor es el cerebro de un elefante y permanece enteramente inmerso en el flujo natural. No: el Yo se ha autopuesto, y esa autoposición consiste –no consistió, es presente– en arrojar fuera de sí la naturaleza para poder conocerla, de modo que tanto Kant, como Fichte, como Schelling y Hegel coinciden en que el nombre de ese acto, o actividad, o el “factum de una actividad”, o tathandlung (“echacto” lo traduce Ernesto Castro, cacofónicamente en mi opinión, pero tratando noblemente de fundir “hecho” y “acto”), es Libertad.

      ¿Qué es, entonces, el mundo? Pues no otra cosa que el No-Yo, o sea, el territorio del que nos hemos arrancado para poder convertirlo en el escenario de nuestra acción moral (o inmoral, puramente estética y divina en la opinión posterior de Nietzsche, que es el que, a través de Schopenhauer, radicaliza y oscurece el Idealismo). El mundo es el conjunto de los obstáculos –stoss: Fichte– que nos ponemos para aplicar nuestro esfuerzo como individuos y como especie, para hacer posible la aventura ilimitada de la Libertad del ser racional. Hay rocas para que la marea rompa contra ellas en la forma de olas, metaforizó Hölderlin en su juventud de alumno de Fichte. O, en un ejemplo mucho más nazi de cosecha posterior… ¿para qué sirven las montañas, sino para escalarlas? ¿O el resto de los pueblos del mundo, sino para conquistarlos? Ahora, esto no tiene nada de nada, pero nada que ver esto con el “idealismo” entendido a la manera epistemológica o gnoseológica de Ernst Mach o de Gustavo Bueno, por ejemplo, que lo tomó así de José Ortega y Gasset. “Idealismo” significa justamente lo contrario de la visión infantil según la cual el cosmos entero no es más que un “dato inmediato de la conciencia”, por decirlo con Bergson. Es todo lo contrario, porque “idealismo” no es ingresar el mundo en la conciencia, en el Yo, sino ingresar el Yo en el mundo, encajarlo de un martillazo teórico/práctico que torne el mero ser del exterior en un deber-ser racional. La Libertad se autopone, ningún factor biológico o circunstancial previo la ha generado, como les gusta pensar a los humilladores del orgullo humano –a los dogmáticos o materialistas, en el sentido de Fichte–, y cuando lo hace pone también el mundo bajo las condiciones de la Lógica Trascendental, o sea, válida universalmente por cuanto que describe el cómo, la manera específica en que tiene lugar ese acto de correlación, o, mejor dicho, en el que se inaugura la correlación sujeto/objeto (y, por cierto, el “materialista” Marx está totalmente en este bando, y no en el de un reduccionista actual, cuya “materia” es algo totalmente pulverizado ya en una miriada de desquiciados quarks y gluones...).

      Schelling, Hölderlin, Hegel, compañeros de piso en Tubinga, condiscípulos ebrios del Seminario Protestante, plantaron un árbol para conmemorar la Libertad surgida en la Revolución Francesa y bailaron en torno a él. Esos tres niñatos precoces se conjuraron para llevar a Kant más allá de Kant, y con ello poner la Historia Occidental patas arriba. Les salió tan bien, tan espectacularmente bien, que, sin haberlos ellos querido, ya del Objeto apenas queda más que la ruina ecológica, un montón de baratijas y un planeta casi totalmente homogeneizado, y del Sujeto una muchedumbre dispersa, sumisa y últimamente confinada en su casa rumiando cómo arreglar el desaguisado. A los 250 años del nacimiento de Hegel y Hölderlin, sería una lástima que se perdiese el rastro de esa genealogía de lo que somos, tan sólo porque a alguien le dé por decir que se ha superado a Hegel; hasta Nietzsche, que fungía de anti-alemán y anti-idealista, tuvo sus momentos hölderlinianos, retomando la fuerza catalizadora de los dioses griegos frente a ese Dios cristiano tan “dementor”, en la terminología de Harry Potter, o cuando en Humano, demasiado humano escribe este párrafo tan inspirado, pero tan hegeliano, demasiado hegeliano también...:

      Vuelve sobre tus pasos, pisando las huellas dejadas por la humanidad en su penosa gran marcha por el desierto del pasado: así aprenderás de la manera más


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