El beso de la finitud. Oscar Sanchez

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El beso de la finitud - Oscar Sanchez


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sabe nada, sino que más bien da gato por liebre en la mayoría de los casos, a quién o a qué podemos recurrir. Lo que entendemos por Inteligencia Artificial, aunque ya insertada con o sin permiso en nuestras vidas, todavía está en mantillas. Y aunque no lo estuviese, yo personalmente no delegaría mis decisiones más arriesgadas o comprometidas en una maraña de circuitos que para colmo no he programado yo (y si alguien comparte la visión de Yuval Harari11 de que la libertad es una ilusión es que jamás ha sentido el vértigo dramático de un sí o de un no, y por tanto no ha vivido o ignora que ha vivido, que todavía es peor). Tampoco podemos responder a la manera protagórea, señalando que cada uno tiene su propia respuesta, y que el individuo, o la cultura a la que pertenece, es la medida de todas las cosas. No podemos porque atravesamos una emergencia inédita, con los pies al borde de un precipicio, o en medio de la tormenta perfecta, entre la pandemia, el cambio climático, una recesión económica y los populismos de derechas. Justamente la pandemia ha venido a mostrar, a fortiori, que la ciencia es ya tecnociencia, y como tal dependiente de sus fuentes de financiación, de factores ideológicos (Bolsonaro y Trump se pueden permitir acusar a sectores enteros de la ciencia de izquierdistas: dan por sentada pues la ciencia como discurso), de negociaciones concretas con la verdad, como ya pregona Latour, y, a fin de cuentas, mucho menos efectiva de lo que creíamos. La covid-19, pese a todo, es una enfermedad muy benigna, de no haberlo sido hubiésemos sucumbido todos en la espera incierta de la vacuna. Ahora que es la hora de la economía, comprobaremos también, por desgracia, como los economistas, esos material boys in a material world, tampoco dominan ciencia alguna, excepto si por ciencia entendemos un relato a posteriori. La pandemia ha sido, en efecto, la prueba de estrés de la fortaleza de la tecnociencia, y el resultado es que se ha mostrado impotente para detener hasta hoy lo que seguramente ella misma ha desencadenado. Estos últimos meses hemos descubierto con pavor que se nos da mucho mejor encender fuegos que apagarlos, como a los bomberos inversos de Ray Bradbury...

      Los primeros sabios de Occidente fueron legisladores, como Solón y Licurgo, y sus conciudadanos les estuvieron agradecidos y les honraron durante generaciones. Sólo Simón Bolívar recibe hoy un culto semejante en el Cono Sur, y ese tributo es ridiculizado por el mundo desarrollado. Los physiologoi fueron los sabios de la naturaleza, aquello que se mueve por sí mismo, y hoy tendrían el crédito de los ecologistas o de los geólogos del Antropo-obsceno, poco por el momento. Sócrates sí, Sócrates es un sabio incuestionable, pero únicamente en círculos culturales. El Sócrates histórico probablemente fuera un pícaro, pero en todo caso echó a la historia las ideas de la no-violencia, de la mutua conversión entre conocimiento y virtud y la performance misma de su ejemplo personal, que fertilizó muchas escuelas y proporcionó el icono del sapiente guasón, anciano y desastrado, a lo Gandalf. Ni Zenón, ni Pirrón ni Diógenes ni Epicuro están a la altura simbólica y mitopoiética de Sócrates, del que son hijos putativos, y encima Sócrates –él mismo o su ventrílocuo Platón– construyó semejante modelo de sabiduría a la escala de la polis griega, mientras que su progenie espiritual pocas veces fue capaz de salir siquiera de su casa. Por esa razón, el único personaje del imaginario de la sapiencia que rivaliza con Sócrates, sacrificio de su vida incluido, es Jesús de Nazaret. El Jesús de los Evangelios es menos amoroso de lo que nos han contado, más exigente y con mayor espíritu de secta, pero aporta con respecto a la ironía socrática una entrega personal a su misión que San Pablo extendió a una universalidad virtual. Jesús debió ser una persona impresionante, como Sócrates, pero creo que Sócrates no suscribiría en su literalidad el Sermón de la Montaña. Ningún antiguo grecorromano desearía sentirse manso, pobre, perseguido por la justicia y miserable hasta la médula, ni siquiera los estoicos, aunque con ello se ganase las recompensas de ultratumba que también imaginara Platón. El caso de Aristóteles es distinto, él fue el sabio del estudio, el razonamiento y la contemplación, con Aristóteles se piensa, no se predica ni se enfervoriza a nadie...

      He mencionado al estoicismo. Esa sí que es la escuela que amamanta sin cesar y sin merma por el paso del tiempo a todos los que se han querido sabios en Occidente. Hay estoicos en todas las épocas, estoicos son poetas, políticos, científicos, filósofos e incluso antifilósofos como Nietzsche o Foucault. Llamas a las puertas de una secta actual, pongamos la Cienciología, y el único núcleo decente de sus doctrinas es netamente estoico. Preguntas a la gente por la calle y si das con alguien muy joven será vagamente epicúreo, pero si das con alguien muy mayor será rigurosamente estoico. El estoicismo es la filosofía del dominio radical de las pasiones, y por tanto del individualismo extremo no economicista. Es verdad que algunos estoicos han sido hábiles en política, y que diseñaron una Física de la interrelación de todo con todo –como Latour, por cierto–, pero en último término el sabio estoico cumple con su deber individualmente, y si los demás no son capaces de controlarse pues peor para ellos. Spinoza llega a decir que el sabio es como si fuese de una especie biológica distinta a la del resto de sus congéneres, bestias sin duda inferiores, y Nietzsche opina igual bajo su intuición del Superhombre –el hombre tal como lo conocemos ha de perecer para que sea posible el Superhombre, nada más y nada menos. Estar apegado al destino, Amor Fati, eso que de todos modos va a suceder, es la forma más común y exitosa de la sabiduría en nuestra historia, aunque para alcanzarla haya que matar las emociones como se mata un nervio en el dentista: ajo y agua. Dionysos y el Crucificado son extremos que se tocan en ese punto: no eres quién para resistir lo inevitable, haz de la necesidad virtud y aprende a amar aquello que te supera descomunalmente, sea el Logos Cósmico, Dios, la Substancia o el Eterno Retorno... También Foucault, aunque pregona algo así como la guerra de guerrillas perpetua al poder –sin explicar jamás el porqué de esa valoración negativa del tegumento social–, cree imposible que esas escaramuzas lleguen nunca más allá de su propio ejercicio, y Nietzsche, uno de sus mentores, afirma en el Zaratustra que toda sabiduría es vana, que después de todo más nos valdría dejar de pensar tanto y forjar una paideía en la que el hombre se forme para guerrero y la mujer para solaz del guerrero. Occidente es, en mi opinión, mucho más espartano/estoica que cristiano/agustinista en la concepción de la ética del sabio, por mucho que haya mucho despistado psicoanalista refiriéndose machaconamente a eso de la “rémora judeo-cristiana”...

      Pero no es cierto del todo, y esta es, sin duda, la máscara del sabio más equívoca, más ambigua,


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